¿Es demasiado pedir en tiempos convulsos como los que vivimos que, al menos, haya cierto juego limpio y valores deportivos, no solo en la pista, sino en la cancha de la vida?
Después de una reflexión como la que compartía hace unos días en este mismo espacio, sobre la sensación de invulnerabilidad con la que muchas personas parecen vivir, que en el fondo es puro orgullo y necedad, y fijándome especialmente en lo que significaba que alguien como el quasi todopoderoso Trump, después de todo lo que ha despotricado, cayera enfermo por coronavirus, no puedo por menos que detenerme hoy, por contraste, en otro tipo de carácter, bien apartado del que tiene el presidente de los EEUU, y es el que vemos en Rafa Nadal.
Rafa ganaba su 13º torneo de Roland Garros el mismo día que salía publicado el artículo que les menciono. Y no podía por menos que esbozar una sonrisa y acordarme del contenido del mismo cuando, precisamente, una de las anécdotas más sonadas de la final entre Nadal y Djokovic fue la que protagonizó uno de los integrantes del equipo del segundo (Ivanisevic), calentando el partido antes de empezarlo y lanzando las campanas al vuelo antes de tiempo al expresar, con la boca bien llena de sí mismo, que “Nadal no tenía ninguna posibilidad de ganar”. Ahí queda eso.
De nuevo, “por la boca muere el pez” es quizá la frase que más automáticamente aparece en mi cabeza pero, como comentaba la semana pasada, este tipo de personalidad A, tan agresiva y sobrada que se lleva ahora, tiene el mismo reparo en decir algo así, como en buscar luego una triquiñuela para quitarle hierro, enmascarar su torpeza, reafirmarse en su orgullo y en su autoestima inflada de humo, es decir: NINGUNO. Solo hubo que ver la final, que Nadal bordó con un juego y actitud perfectos. Lo ideal a partir de ese momento hubiera sido quedarse callado primero y pedir disculpas después con la boca igual de repleta que al principio cuando hizo aquellas declaraciones con tanta holgura. Pero eso no fue lo que pasó.
Lejos de reconocer humildemente la salida de tono y lo feo de su conducta, además de lo desacertado de su vaticinio (ante lo cual, por supuesto, Nadal ni se molestó en entrar), más bien dijo estar “completamente seguro”, como si eso justificara la actitud y sus palabras, haber sido “un poco ambicioso” y, por supuesto, que “no se arrepiente” de sus declaraciones, bajo pretexto de haber sido “totalmente sincero” y de “creer en su jugador”. Pues, entonces, ya está. Asunto resuelto. La autenticidad es lo importante, aunque arda Troya.
El cierre de oro fue rubricar con otra declaración de que “volveré a decir que Novak puede vencerlo” –cosa que, por cierto, no fue lo que dijo, sino que Nadal “no tenía ninguna posibilidad”–. “Donde dije digo, digo Diego” es una de las formas de manipulación y ninguneo del público más descaradas y primarias que existen, pero está de moda y parece que funciona. De nuevo, da igual lo que quede registrado, lo que las hemerotecas y videotecas atestigüen. El verdadero hombre hecho a sí mismo que se precie en este siglo nuestro ha de desatender a los hechos, ignorar la verdad, dejar la humildad aparte siempre, porque eso es cosa de débiles, y mantenerse en sus trece, pase lo que pase.
La contraposición la puso Nadal desde el principio. Callado como supo estar ante las declaraciones, dejando que las cosas y su juego principalmente cayeran por su propio peso, firme y fiel al tipo de carácter que ha venido desarrollando de manera inquebrantable durante los últimos años. Desde luego, sus valores no están de moda: la integridad y la prudencia, más que ser lo que hay que promover, se han convertido en el enemigo a evitar, en una especie de “kriptonita” de la que hay que alejarse para no quedar reducidos a pura mortalidad y falta de fortaleza, para no morir aplastado en la especie de jungla en la que hemos convertido el mundo. Ni siquiera la actitud de celebrar un punto o un set en Djokovic es parecida a la de Nadal. En éste último no vemos nada que se parezca a enardecer a las masas con gestos agresivos. Más bien, concentración, alegría contenida, respecto profundo, y fair play siempre.
Esos valores sólidos, por cierto, que son los del Reino del que formamos parte los cristianos, tienen que ver con la disciplina, la responsabilidad, el compromiso, la templanza, el trabajo duro, la educación, que se muestra tratando a otros como debemos, como superiores incluso a nosotros mismos. Y sobre todo, con humildad, porque así se mostró el Maestro, principalmente, viniendo para servir. Parece que el tenis o cualquier otra cosa “mundana” no tienen nada que ver con lo espiritual, pero no es así. Esa diferenciación solo la hemos hecho para sostener una separación entre las vidas de lunes a sábado y las de domingo.
Por supuesto, Nadal no hace estas cosas porque sea seguidor de Jesús, al menos que nosotros sepamos, pero no podemos dejar de reconocer algo o mucho de la gracia natural que el Señor otorga a personas como Rafa y otros alrededor nuestro, que nos dan lecciones como puños aunque no sean cristianos. ¿Podemos imaginar lo que sería un Rafa con su vida entregada por completo a Quién puso esos principios y formas de vivir en su corazón y el de otros, aunque ellos no lo sepan, o lo reconozcan? ¿Podemos visualizar lo que podría ser, por ejemplo, un parlamento o congreso de cualquier país, y quizá especialmente el nuestro, en el que cada componente se dejara guiar por ese modus operandi? ¿Es demasiado pedir en tiempos convulsos como los que vivimos que, al menos, haya cierto juego limpio y valores deportivos, no solo en la pista, sino en la cancha de la vida, en el día a día?
No sé cómo sería la situación si gobernara Nadal. Pero otro gallo nos cantaría si nuestra forma de desenvolvernos en el mundo se aproximara más a los valores que encarna. Por supuesto, no es suficiente, pero me parece un gran comienzo. Desde luego, sin Dios el cambio profundo y duradero no es posible, ni eficaz más allá de lo que podamos hacer en unos pocos años aquí. Los esfuerzos humanos, por muy buenos que sean, no tienen más trascendencia que la que permite el espacio-tiempo al que estamos sujetos. Pero estas consideraciones me hacen pensar en el tipo de gobierno y día a día al que aspiramos cuando podamos vivir en la Ciudad que esperamos, gobernada por el Juez Justo, el Rey Siervo, el que se humilló hasta lo sumo para ser ensalzado hasta lo sumo.
No puedo esperar a verlo... Mientras tanto, puedo desearlo, anhelarlo en realidad, y empezar a vivir según los valores en los cuales digo haber establecido mi vida. Lo demás es puro humo y calentar el partido para tener que terminar con la cara colorada, aunque eso sí, sin vergüenza que se vea.
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