¡Pablo tiene que retirarse al desierto para orar y reflexionar sin que nadie le estorbe! Y así el desierto, la tierra de la muerte, se convierte para Saulo en lugar de vida y verdor espirituales.
«Pero cuando agradó a Dios, que me apartó desde el vientre de mi madre, y me llamó por su gracia, revelar a su hijo en mí, para que yo le predicase entre los gentiles, no consulté en seguida con carne y sangre, ni subí a Jerusalén a los que eran apóstoles antes que yo, sino que fui a Arabia, y volví de nuevo a Damasco.»
(Gálatas 1:15-17)
Entre los versículos 19 y 20 de Hechos 9 tenemos que intercalar la declaración que hace Pablo en Gálatas 1:15-17 sobre su estancia en Arabia, inmediatamente después de su conversión. «Sólo por algunos días estuvo Saulo con los discípulos que estaban en Damasco», leemos en Hechos 9:19. Durante estos días se limitó a compartir su experiencia de conversión con los discípulos de Cristo. Y en un instante Saulo siente la voz del Espíritu guiándole a la soledad del desierto. El apóstol se ha dado cuenta de que aún no está preparado para el ministerio de la predicación cristiana. Su conocimiento del evangelio es todavía muy limitado. Y sabe que no podrá limitarse siempre a contar su experiencia de conversión. ¡Tiene que retirarse al desierto para orar y reflexionar sin que nadie le estorbe! Y así el desierto, la tierra de la muerte, se convierte para Saulo en lugar de vida y verdor espirituales.
El desierto ha jugado un papel importante en la formación espiritual de los hijos de Dios. Moisés pasó 40 años en el desierto; Israel vivió también 40 años en el mismo lugar; a Elías le vernos en el desierto y de Juan el Bautista nos dice el evangelista Lucas que «estuvo en lugares desiertos hasta el día de su manifestación a Israel» (Lucas 1:80). La soledad y la reducción de medios hasta el límite hace que nos centremos en lo esencial, y que el espíritu se pueda templar para empresas nobles y elevadas.
Todos tenemos nuestro desierto particular, esos días en que aislados de todo y de todos hemos podido oír la voz de Dios hablándonos al corazón, enseñándonos a diferenciar lo importante de lo superfluo, ayudándonos a ordenar los pensamientos y forjando en nosotros un propósito firme de llevar a cabo la tarea que el Espíritu nos asigna en la vida.
Saulo no consulta con nadie la llamada del desierto. Hace bien. De haberlo hecho, los discípulos no lo habrían entendido y seguro que habrían amontonado argumentos para retenerle con ellos en Damasco.
Saulo obedece y se marcha a Arabia. No se trata del país que hoy conocemos como Arabia Saudí, sino de la región de Petra, en la actual Jordania, al este de Israel, que en ocasiones se llamó Arabia Pétrea.
¿Qué hace Pablo en estas inmensas soledades rocosas? Cuatro cosas: estudiar, orar, recibir revelaciones del Señor y predicar.
Una de las cosas de las que hoy tenemos verdadera necesidad es de tiempo y quietud para la reflexión y el estudio. Pablo dispuso de este tiempo y oportunidad en la inmensa soledad del desierto. Allí el Espíritu Santo le abrió las Escrituras sagradas desde una perspectiva totalmente novedosa para el joven rabino tarsiota.
De la mano del Espíritu Pablo se introduce en las profundidades de la palabra divina. Es cierto que a estas alturas Pablo era un celoso rabino, un maestro de religión que conocía perfectamente las Escrituras sagradas de su pueblo. Pero ahora el Espíritu hace que las entienda a la luz de la cruz. Ahora es cuando Pablo comienza a entender correctamente su Biblia. Y descubre que todo el Antiguo Testamento no habla de otra cosa sino de Jesús y su sacrificio expiatorio. Comprende que el cordero pascual judío no es otra cosa que un anuncio profético de aquel otro cordero de la cruz, Jesús, por cuyo sacrificio todos hemos recibido la vida. Comprende que el macho cabrío de la expiación es un símbolo de Jesús, cordero de Dios que quita el pecado del mundo; y que la serpiente de bronce que Moisés levantó en el desierto es también un claro símbolo del Jesús crucificado.
En la escuela del Espíritu Pablo comprende que el suceso de la cruz del Calvario es el tema central de la historia de la humanidad y que todo el Antiguo Testamento apunta hacia ella.
El ministerio del Espíritu Santo consiste en glorificar a Cristo, y en los días del desierto Cristo fue glorificado en la mente de Pablo por la luz del Espíritu Santo. Y en aquella escuela superior de las soledades rocosas de la Arabia pétrea, Pablo adquirió un conocimiento de las Escrituras que no había adquirido a los pies del ilustre Gamaliel.
¿No es esto lo que nos falta a nosotros hoy? ¿No tenemos hoy necesidad de una lectura tranquila de la Biblia a través de la cual Dios pueda hablarnos? Hoy leemos la Biblia rápidamente, sin tiempo para la reflexión, sin dejarle ocasión al Espíritu para que nos hable y nos descubra sus profundas verdades. La lectura fugaz de la Biblia trae poca bendición.
Si queremos que la lectura bíblica se nos convierta en bendición tenemos que disponer de tiempo y quietud. Y de ambas cosas tendremos suficiente si sabemos ordenar las horas de nuestros días y establecer un sabio orden de prioridades. Las bendiciones de semejante lectura y reflexión bíblicas serán grandes y enriquecedoras. De ahí saldremos capacitados para enfrentarnos al diablo con la poderosa espada del Espíritu y conseguiremos grandes victorias en medio de nuestras tentaciones.
Junto al estudio y la reflexión, el Espíritu Santo introduce a Pablo en la escuela de la oración. La reflexión bíblica ha de conducirnos a la adoración, si no es así no ha habido verdadera reflexión espiritual. Después de la experiencia del desierto Pablo será siempre un hombre de oración. A los efesios escribirá: «No ceso de dar gracias por vosotros, haciendo memoria de vosotros en mis oraciones» (Efesios 1:16). Con la misma intensidad y constancia orará por los filipenses: «Doy gracias a mi Dios siempre que me acuerdo de vosotros...» (Filipenses 1:3ss). Y también por los colosenses orará con idéntica fidelidad y fervor. En Colosenses 1:3 les dirá: «Siempre orando por vosotros...»
De sus cartas se deduce que orar era para Pablo tan natural como respirar. Se había acostumbrado a consultarlo todo a Dios en oración. Y habiendo gustado la bienaventuranza de esta comunión anhela que todos participen de ella. Por eso, uno de sus consejos a los cristianos de su época reza: «Orad sin cesar.»
Si en el terreno de la lectura y reflexión bíblica encontramos serias lagunas en la vida de muchos cristianos, ¿qué podríamos decir acerca de la práctica de la oración? Aquí las lagunas son más grandes todavía. ¡Bástenos referirnos a la asistencia a los cultos de oración de cualquier iglesia! Sí, los hijos de Dios hoy oramos poco. Nos quejamos de que el oficio, el trabajo y las obligaciones familiares se llevan todo el tiempo. Pero lo cierto es que cuando no tenemos nada que hacer, nos aburrimos en lugar de orar. Hemos dejado de orar sin cesar porque no contamos con Dios corno una realidad en nuestra vida capaz de ayudar, sostener y transformar.
¡Cómo cambia la vida cuando nos acostumbramos a traerlo todo a Dios en oración! Si queremos ser bendecidos y queremos ser bendición, tenemos que ser hombres y mujeres de oración. Pablo lo fue, y su bendición perdura hasta el día de hoy en los que leemos sus escritos.
Y en tercer lugar, Pablo recibe revelaciones divinas en aquel desierto, tal como años más tarde las recibirá también el apóstol Juan en la árida isla de Patmos.
Pablo no había sido testigo de Jesús corno lo habían sido los otros apóstoles, que habían estado con el Señor desde el comienzo de su ministerio hasta el día de su ascensión a los cielos. Pero Pablo había sido escogido para ser el apóstol de los gentiles, y para esto necesitaba revelaciones especiales que le pusiesen a la altura de los demás apóstoles.
En varias de sus cartas Pablo nos habla de estas revelaciones. A los corintios, por ejemplo, les escribe acerca de la última cena que el Señor celebró con sus discípulos. Él no sabía nada acerca del desarrollo de esta cena. Por eso, el Señor le facilita una revelación de ella. De manera que Pablo escribe a los corintios: «Porque yo recibí del Señor lo que también os he enseñado» (1 Corintios 11:23), y a continuación siguen las palabras de institución. Con esto nos está diciendo que estas palabras él no las oyó de ningún otro discípulo, sino que se las enseñó por revelación el mismo Señor Jesús.
En Hechos 20:35 encontramos en boca de Pablo unas palabras de Jesús que no se encuentran en los evangelios, ni en los escritos de ningún otro autor apostólico, estas palabras dicen: «Más bienaventurado es dar que recibir.» Y en 1 Tesalonicenses 4:15 nos dice: «os decimos esto en palabra del Señor: que nosotros que vivimos, que habremos quedado hasta la venida del Señor, no precederemos a los que durmieron.» De estas palabras se desprende claramente que el Señor había instruido personalmente a Pablo en asuntos relacionados con su segunda venida.
A los Gálatas les escribirá (1:11-12): «Mas os hago saber, hermanos, que el evangelio anunciado por mí, no es según hombre; pues yo ni lo recibí ni lo aprendí de hombre alguno, sino por revelación de Jesucristo.» De manera que el tiempo en el desierto fue un tiempo de gran bendición para Pablo. Allí se le reveló el Señor y le comunicó todo lo que le era necesario saber para su posterior ministerio.
Así continua siendo hoy. El rocío del cielo cae en la quietud de la noche. Cuando nosotros permanezcamos en quietud delante de Dios, él también se nos revelará y nos hará comprender preciosas verdades para nuestra vida y ministerio. Por eso es que el diablo es un enemigo mortal de la quietud. Por eso hace todo lo posible para que no tengamos descanso. ¿Acaso no notas tú cómo te interrumpe el diablo cada vez que tomas tu Biblia para leer o te decides a orar? Con frecuencia surge algún imprevisto, de manera que decimos: ¡La verdad es que ahora mismo no puedo! ¡Tengo que acabar esto! Sí, el diablo sabe perfectamente que si nos roba la quietud, nos roba nuestra fuerza y nuestras mayores bendiciones.
Sólo cuando estamos quietos puede revelársenos el Señor y puede mostrarnos el camino que debemos andar. Él lo ha prometido en su palabra: «Te enseñaré el camino que debes andar». Pero a pesar de esto hay demasiados pocos hijos de Dios a los que él puede enseñar su camino. ¿Cuál es la causa? ¡No buscamos la quietud! El Espíritu Santo no nos grita sus instrucciones. Él se acerca a nosotros en el silbo apacible. Y para escucharle hace falta la quietud. ¿Por qué hay tantos hijos de Dios que no conocen la voluntad de Dios para sus vidas; por qué hay tantos cristianos que preguntan a este y al otro? La respuesta es que falta la práctica de la quietud.
Busquemos y cultivemos la quietud, entonces Dios se nos revelará como posiblemente no lo ha hecho nunca hasta ahora.
Saulo comienza su ministerio de predicación de Cristo en Damasco. Pero inmediatamente después de su conversión, tan solo unos pocos días después, sale rumbo a Arabia, donde permanecerá durante tres años. Allí predicará entre los judíos, siguiendo el criterio de que la salvación es primeramente para el judío. El ministerio de la predicación reviste para él carácter de urgencia. Tras su conversión Pablo es un volcán que entra en erupción. Si su conversión ha sido irresistible, su predicación será incontenible. En Damasco se le dijo, conforme a las palabras de Jesús, “lo que tenía que hacer.” Y esto era, predicar el evangelio de Jesucristo.
Aunque no sabemos prácticamente nada del ministerio de Pablo en Arabia, que duró tres años, seguramente tuvo sus éxitos, pues, se suscitaron algunos conflictos que no pasaron desapercibidos a las autoridades nabateas. Es posible que la predicación de Pablo provocara en Arabia los mismos conflictos que años después se darán en Roma entre los judíos ortodoxos y los judíos que habían abrazado la fe de Cristo. Estos conflictos provocarían que el emperador Claudio decretase la expulsión de los judíos de Roma. El mismo Pablo escribirá que, de vuelta a Damasco, los delegados del rey Aretas pusieron vigilancia en la ciudad para detenerle (1 Corintios 11:32). Indudablemente esto nos habla de los ecos de la predicación de Pablo en Arabia.
Veinte años después de la experiencia de Damasco, hablará del sentido de urgencia que caracteriza su predicación. Escribe a los corintios: “Pues si anuncio el evangelio, no tengo por qué gloriarme; y ¡ay de mí si no anunciare el evangelio!” (1 Corintios 9:16). El ministerio de predicación de Pablo está bajo el imperativo de la imposición divina. Pero esta imposición no significa para él sumisión a la dureza del látigo, sino privilegio que provoca gratitud y alabanza al Dios que lo escogió y lo puso en el ministerio de la predicación (1 Timoteo 1:12,17). Ministerio del que todavía nos beneficiamos nosotros. La predicación de Pablo es sobre todo palabra de evangelización. Esta última será su pasión vital. ¿Cuál es la nuestra?
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