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Cuando cada gesto cuenta

Cuando las pequeñas cosas marcan tanto, cuando lo minúsculo repercute y se amplifica de forma titánica, la descompensación es tan enorme entre lo uno y lo otro que verdaderamente aturde.

EL ESPEJO AUTOR 10/Lidia_Martin 04 DE OCTUBRE DE 2020 10:00 h
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La situación que estamos viviendo desde hace unos meses en la pandemia se nos está haciendo especialmente cuesta arriba y agotadora por muchos factores, pero uno de ellos tiene que ver con el desgaste que produce el hecho de que cada pequeño gesto cuente, para bien o para mal. 



No es lo mismo llevar mascarilla que no llevarla, no es igual teletrabajar o hacerlo presencialmente, no resulta en las mismas consecuencias abrazarse que no hacerlo, y así en una especie de consecución infinita de pequeños elementos que antes dábamos completamente por hechos o descontados y que, sin embargo, en la situación actual, marcan sustancialmente el devenir de los acontecimientos que vendrán después.



Nunca como hoy las pequeñas cosas habían sido tan grandes, ni habían significado tanto. Lo notamos en nuestros excesos y también en los defectos. Cualquier paso mal dado puede suponer consecuencias muy graves (p.e. algo tan sencillo como estornudar y la forma en que lo hacemos). Por omisión, es decir, con cualquier paso que no se da, como ponerse una mascarilla, o quedarse cortos en las distancias de seguridad, también nos exponemos innecesariamente. Y eso es lo que nos agota: que hay que pensar en todo y hacerlo bien, a todas horas.



Pero la cosa es incluso más compleja, porque esto ya no es solo cuestión de acción u omisión, sino también de combinación. Aquí, el orden de los factores sí altera sustancialmente el producto. El debate ya no está solo en si nos lavamos o no las manos, porque eso lo tenemos claro y superado la mayoría, sino en qué orden lo haremos, si será antes o después de colocarnos la mascarilla, o quizá más bien en ambos, porque más vale prevenir. Y como en esto, en otras cosas, porque se han visto alteradas todas nuestras prioridades y rutinas y, al fin y al cabo, ¿qué es priorizar sino colocar las cosas en su debido orden según su importancia relativa?



Añadámosle a estos asuntos el extra de decidir el tipo de mascarilla, la aparición de cualquier pequeño síntoma más cercano al resfriado que a cualquier otra cosa y el estrés de estar sometidos constantemente a una marabunta desinformativa que no cesa, entre otros factores, multipliquémoslo por los muchos pequeños temas que componen nuestra existencia, y entenderemos por qué el asunto de la salud mental se constituye en uno de los retos a tener especialmente en cuenta en los próximos meses y años. Todo suma y todo resta, según cómo se emplee. Pero ahora, más que nunca.



Cuando las pequeñas cosas marcan tanto, entonces, cuando lo minúsculo repercute y se amplifica de forma titánica, la descompensación es tan enorme entre lo uno y lo otro que verdaderamente aturde, y nos mantiene en una especie de hiperalerta que recién estamos empezando a aprender a manejar. Nunca antes habíamos tenido que enfrentarnos a algo así. Vivíamos nuestras vidas plácidamente, al menos en buena medida, y los gestos pequeños eran justo eso: pequeños. Ahora que todo se ha hecho enorme, ¿quién puede estar pendiente 24/7 y no bajar la guardia en ningún momento?



Se me antojaba estos días que, esto mismo que acabo de describir en el plano de la pandemia por COVID-19, se parece mucho al funcionamiento de algo que los cristianos deberíamos comprender muy de cerca, pero que sin embargo ignoramos durante la mayor parte de nuestra vida y de nuestros días, y es que, de cara a la eternidad y a la lucha cósmica en la que se enmarca nuestra vida, a la espera de que el Señor vuelva otra vez, cada pequeño gesto también cuenta y debería importarnos. Todo suma o resta al Reino del cual formamos parte, aunque aún no lo podamos ver en todo su esplendor: 




  • cada pensamiento, 

  • cada mirada, 

  • cada pequeña-gran decisión, 

  • a qué prestamos nuestros oídos, 

  • qué cosas dejamos para más tarde y cuáles, directamente, ignoramos, 

  • cuáles de las enseñanzas de la Palabra nos resultan fundamentales y cuántas de las secundarias estamos convirtiendo en el centro de nuestra vida...

  • qué relaciones tenemos con cada persona,

  • qué ideas sobre ellas dejamos que aniden en nuestra cabeza,

  • nuestra distribución de tiempo y esfuerzos,

  • nuestras palabras y hechos frente a los que no creen y también frente a hermanos, 

  • la manera en la que entendemos nuestra profesión y nuestro trabajo...



Todo cuenta y todo marca una gran diferencia. Cada cosa, por pequeña que nos parezca, es usada para construir el Reino o para frenar su avance, y me preocupa que, demasiadas veces, no nos inquieta lo suficiente. Dejamos por demasiado tiempo que nuestras vidas sigan siendo las de siempre, sin medir realmente el impacto brutal que eso tiene en nosotros –por ejemplo en endurecimiento de corazón– y en los demás –preguntándome muchas veces a cuántos hemos alejado del Evangelio de Jesús porque esto no nos estresaba lo suficiente, en vez de acercarlos a Él.



Dicho esto, válganos la imagen de lo que vivimos ahora en medio de estos tiempos complejos para entender algo más acerca de que lo pequeño cuenta, sin ninguna clase de duda al respecto. Y que aunque no veamos sus efectos de manera inmediata, todo aquello que se siembra para bien o mal del Reino, termina visibilizando impactos que afectan de manera cósmica a las personas y a la eternidad. 



Muchas consecuencias no las podremos medir con nuestros sentidos, claro, sino que las abrazamos con fe, sabiendo que el Señor es buen galardonador de los que le buscan y le sirven bien, y que Él bendice la obra de nuestras manos para beneficio de otros. Esperamos que sucedan, entonces, pero olvidamos a menudo ser más intencionales y conscientes en nuestras acciones y omisiones, dejando pasar demasiadas oportunidades para construir que no vuelven. Otras consecuencias, de tono más negativo, son muchas veces palos que nosotros mismos metemos en las ruedas del carro en el que vamos subidos y que son usadas, sin duda alguna, por un enemigo que no tiene escrúpulo ni intención ningunos de dejar pasar oportunidades valiosas para hacer el mal. Para eso vive, y no pierde comba. Justo lo contrario que nosotros.



Me pregunto por qué, entonces, somos nosotros tan tendentes a perder de vista ese escenario en el que estamos realmente. Es cierto que es espiritual e invisible, pero se juega en cada situación de carne y hueso en nuestra vida. Me inquieta que no nos “estresemos” lo suficiente por estas cosas, no tanto porque anime a vivir esto desde el afán o la preocupación, nada más lejos, sino desde la sana ocupación en nuestra salvación y la de otros con temor y temblor, como nos anima el evangelio. Me preocupa que nos hayamos conformado con un escenario de comodidad eclesial que, sabiéndose “salva”, no tiene nada más de qué preocuparse y que vive desde la inercia, pero no desde la misión.



La guerra, sin duda, está ganada. ¡Gloria a Dios!¡Y no depende de nosotros en ningún sentido! Pero quedan muchas batallas por pelear que se enfrentan, cada día, desde los pequeños detalles. Y toca ser más conscientes que nunca al respecto, porque los días son difíciles, el mal aprieta, y no da ninguna tregua.


 

 


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