Sergio Pitol, José Emilio Pacheco, Carlos Monsiváis, Jaime Sabines, Octavio Paz y David Toscana, todos ellos esmerados lectores de la Biblia del Oso.
Recordatorio necesario para situar la presente serie: Circula ya la versión impresa de mi nuevo libro, Casiodoro de Reina traductor de la Biblia del Oso, publicada en 1569. La mayoría de los capítulos fueron publicados, en primera redacción, en Protestante Digital. El que reproduzco a continuación es uno de los que no adelanté aquí. Ahora lo comparto y expreso que la obra está dedicada a Emilio Monjo y Francisco Ruiz de Pablos, por su rescate histórico y editorial de los reformadores españoles del siglo XVI.
Desde muy niño Carlos fue construyendo para sí una galería muy particular, descrita en su Autobiografía de 1966 y definida allí como “una extraña iconografía heroica, notable por la ausencia de la Morenita del Tepeyac, –la misma que convirtió a Juan Diego en el primer partidario mexicano del Star System–” (1975: 14). En otro lugar subrayó el significado integrador que en su entorno tuvo la Biblia: “Entre nosotros, la Biblia no sólo era el fundamento religioso, sino el lazo de unidad, la razón de ser de la familia. Su papel era muy preciso, la fuente del conocimiento y del comportamiento. Para mi madre, la Biblia era el objeto del cual nunca se desprendía. Era feliz cuando daba clases de Escuela Dominical. Era bibliocéntrica, y con frecuencia en una discusión respondía con versículos [bíblicos]” (Salinas, 1997: 95).
El primer libro que conjunta crónicas de Carlos Monsiváis tuvo dos versiones. En la inicial el título fue Principados y potestades (1969), clara alusión a Efesios 6:12, donde dice “porque no tenemos lucha contra sangre y carne, sino contra principados, contra potestades […]”. La segunda versión ampliada, la más conocida, es la titulada Días de guardar (1970). En esta obra Carlos hace varias analogías bíblicas, elijo una para ilustrar el ejercicio que haría en casi todos sus libros: la crónica sobre el estreno de la obra Hair en Acapulco (5 de enero de 1969), la encabeza Monsiváis “Con címbalos de júbilo”. La frase es entresacada del Salmo 150 versículo 5, que dice “Alabadle con címbalos resonantes, alabadle con címbalos de júbilo”. El escritor resume, con imágenes bíblicas, la puesta teatral que presencia:
En el escenario una figura acuclillada y harapienta. Emergen de la parte posterior del teatro dos procesiones de antorchas que bracean por los pasillos en ánimo estatuario, morosamente, como si en la imaginación visual del director se identificasen las fotografías más difundidas de Haight Ashbury y la ofensiva apariencia hippie con el relato bíblico de la mujer de Lot. Y las estatuas de sal producidas en serie culminan en el foro, y al cabo de cinco minutos, ya incluso el reportero (tan preocupado por su crónica que no capta nada de lo que ve) se ha percatado de que no contempla una obra tradicional —revelación que se produjo al observar las diferencias de Hair con El abanico de Lady Windermere— sino un assamblage, un desfile orgánico de sketches sobre una comunidad hippie y su dramatización de la parábola de la Oveja Perdida. Sólo que esta vez el Hijo Pródigo no se reintegra al seno colectivo: lo retienen los fosos de Vietnam (1970: 23).
En otra obra (2012) he intentado seguirle la pista al recurso monsivaisiano de tener la Biblia como palimpsesto de lo que escribe. Ahora resumo algunas observaciones a Nuevo catecismo para indios remisos, cuya primera edición es de 1982 y la de 1996 contiene grabados de Francisco Toledo. El peso del lenguaje de Reina y Valera recorre de principio a fin el Nuevo catecismo para indios remisos. Éste libro de ficciones fue señalado por Monsiváis como su preferido en la amplísima obra producida por él, “porque allí están algunas de las impresiones de mi niñez oyendo hablar de los santos ajenos” (Jáquez, 2008: 70).
Es en una conversación con Elena Poniatowska (1997) donde Monsiváis expone claras pistas para comprender sus motivaciones en la escritura de Nuevo catecismo para indios remisos. La escritora le pregunta al autor del libro acerca de su fracaso en el aprendizaje de los catecismos. Él responde: “Porque disponía de un gran equivalente, que rehúye la idea misma de catecismo, la Biblia, leída con cierta perseverancia desde que me acuerdo. Y porque había leído novelas de la formación ejemplar, The Pilgrim Progress (El progreso del peregrino), de John Bunyan, muy importante para mí […] Resumiendo, la Biblia fue la madre de todos los catecismos para mí, y el antídoto”.
Más adelante, al ocuparse de la óptica que conjunta las narraciones del Nuevo catecismo, el escritor le confía a su entrevistadora: “por mi parte, yo me propuse examinar algunas de las creencias más delirantes de ese delirio doctrinario o pararreligioso que fue el catolicismo del Virreinato, y que sigue siendo el catolicismo ultramontano. No aludo a la religión, […] sino al humor involuntario forjado a lo largo de los siglos por muchos de sus practicantes”.
Carlos responde afirmativamente a la pregunta de Poniatowska acerca de si el Nuevo catecismo para indios remisos es un libro de ficción. Va más allá y describe cómo los textos de la obra son construidos por alguien a quien le ha sido ajeno el mundo católico, aunque atrayente por las supersticiones que estimula:
Es un intento de glosar, de llevar a su consecuencia extrema la lógica de las supersticiones. En la Nueva España, por el modo en que se implantó la fe y por esa lenta asimilación de una creencia nueva en un medio tan salvajemente sometido, se produjo una cantidad enorme de superchería, en sí mismas manicomiales. Y me atrajo la idea de llevar a sus consecuencias a fin de cuentas previsibles lo ya concebido desde la más vigorosa fantasía […] La Virgen de Guadalupe nunca ha estado en mis preferencias religiosas o mitológicas, mi formación [protestante] no lo consentía. El fenómeno me parece apasionante y extraordinario pero siempre lo he visto desde fuera […] Y si vamos a lo religioso, el guadalupanismo nunca fue una fe por mí vivida o practicada, y desde niño aprendí a respetarla como algo ajeno que a mí no me tocaba juzgar y que evidentemente provocaba emociones perdurables. No me incumbía y no alcanzaba en mí la menor reverberación […]
Al conocer la formación religiosa heterodoxa de Monsiváis, y saber de primera mano lo central de la Biblia en la práctica lectora de su entrevistado, Elena Poniatowska le pregunta, “Carlos, tu Catecismo critica a la religión católica, ¿harías lo mismo con el protestantismo?” La respuesta evidencia las razones para referirse en el libro a un imaginario religioso, el católico, pero no al otro:
No critica a la religión católica. No pasa por la fe, pasa por el lado de la locura extendida en algunas creencias. En lo tocante a la religión, el pasmo es tan inmenso que me impidió pronunciamientos, pero los desafueros a nombre de esas creencias me han resultado desde niño muy divertidos, y me propuse atender ese mundo no tan marginal, pero nunca central, de las creencias católicas en México y examinarlo a la luz de la sátira. En cuanto al protestantismo, el tipo de supersticiones que ha provocado es distinto al católico, pero no por ello deja de parecerme divertido. Lo que pasa es que me llevaría más tiempo, y no sé si hay el conocimiento suficiente de estos prejuicios para que el resultado no fuese una querella de gueto.
Por si quedase alguna duda del origen y motivación del Catecismo, Carlos le confió a su entrevistadora: “Aún retengo muchísimos versículos de memoria y eso, en mi caso, es parte de la formación literaria; una parte estricta, porque la versión [de la Biblia] de Casiodoro de Reina y Cipriano de Valera es soberbia. El Nuevo catecismo viene de allí directamente, toda proporción guardada”. Sergio Pitol intuyó bien el andamiaje que sostenía al Catecismo:
Nos encontramos en un laberinto donde lo lúdico va de la mano con lo sagrado, donde la razón y la fe y la retórica que sostiene esa fe caminan abrazadas. Es, desde luego, un homenaje consciente a Casiodoro de Reina y su lenguaje, el que a veces aparece como tal y también como su parodia. Un lego como yo en estos terrenos se sabe de antemano perdido. Hay frases de magna extravagancia que al introducirse en un párrafo recuerdan el sabor o el sonido del castellano antiguo. En una, Huitzilopochtli le grita a una de sus devotas: “eres para mí como escoria de plata”. En otra: “Hermanos, es mi deber alejaros de la tribulación y el fuego. El Armagedón se acerca. No vituperen las potestades superiores y arrepiéntanse a tiempo. Ya las ovejas son requeridas”. En verdad, no importa saber qué palabras o frases proceden directamente de los textos bíblicos y cuáles no: la voluntad del autor lo concilia todo (2010: 55).
En efecto, lo percibido por Pitol se confirma ya que el título de la narración, “Como escoria de plata sobre el tiesto”, devela su desenlace para quien está familiarizado con las expresiones de Reina y Valera. El estilo de ambos, gozosamente y con ironía adoptado por Monsiváis, se refleja en la culminación al no cumplirse las visiones de Omixóchitl acerca de que los indios conquistados por los españoles vencerán los invasores. Entonces Huitzilopochtli, en una nueva revelación, le reprocha que ella es para él “como escoria de plata sobre el tiesto” (cita textual de la primera parte Proverbios 26:23). El versículo completo fue traducido por Casiodoro de Reina así: “Como escoria de plata sobre el tiesto, son los labios enardecidos y el corazón malo”.
Apocalipstick, libro publicado un año antes del deceso de Carlos Monsiváis, estimula para encontrar citas implícitas y explicitas de la Biblia. En uno de sus capítulos, “De los murales libidinosos del siglo XX. ‘He aquí en maldad he sido formado, y en pecado me concibió el Centro de la Ciudad’”, el título mismo puede ser bien identificado por los asiduos a la lectura bíblica. Es una cita textual del Salmo 51, versículo 5, atribuido al rey David: “He aquí en maldad he sido formado, y en pecado me concibió mi madre”, se lee en la versión favorita de Monsiváis, la de Reina-Valera revisión de 1909.
La crónica incluida en Apocalipstick, que dedica a los casi 20 mil desnudos y desnudas en el Zócalo de la ciudad de México, fotografiados por Spencer Tunick (6 de mayo de 2007), Monsiváis la inicia con la línea “Pórtico versicular (donde la división entre el bien y el mal se inicia con la conciencia de la desnudez, o eso se ha creído”). Acto seguido reproduce cuatro citas del Génesis: “Y estaban desnudos, Adán y su mujer y no se avergonzaban” (2:25); “Y fueron abiertos los ojos de entrambos (luego de comer la fruta del árbol, codiciable para alcanzar la sabiduría), y conocieron que estaban desnudos: entonces cosieron hojas de higuera, y se hicieron delantales” (3:7); “Y él, Adán respondió (a Jehová): Oí tu voz en el huerto, y tuve miedo porque estaba desnudo y escondíme. Y díjole: ¿Quién te enseñó que estabas desnudo?” (3:10-11); “Y Jehová Dios hizo al hombre y a su mujer túnicas de pieles, y vistiólos” (3:21).
La plancha del Zócalo capitalino fue, por un tiempo, recordatorio del Edén. Varones y hembras, para usar el lenguaje bíblico del Génesis, compartieron gozosamente su desnudez. Todo cambio en cuanto los primeros se vistieron antes que las mujeres, ya que éstas fueron requeridas por Tunick para otra sesión fotográfica. Entonces, ya con sus vestimentas, los hombres vieron lo antes no percibido, que ellas estaban desnudas y algunos las miraban lascivamente. El Paraíso se había perdido. Carlos captura así ese momento:
Se encueraron diecinueve mil y otros tres mil llegaron tarde. Si ya existe el Tunick Book of World Records, México va a la cabeza casi tres veces por encima de Desnudarte de Barcelona. Un error logístico: los hombres se visten primero y cuando las mujeres regresan de las cercanías de Palacio Nacional, hay un brote del machismo antiguo, fotos con el celular, comentarios agresivos, miradas que matan de las ya fatigadas ardientes pupilas. Las mujeres responden con eficacia, no se inmutan, se dirigen hacia sus bultos de ropa, el vestirse es más difícil que la obediencia divertida al “¡Fuera ropa!” del comienzo. Las vallas conceptuales se desintegran casi de inmediato, la sensación que se esparce es triunfal y triunfalista.
Es demasiado pronto para extraer conclusiones. Es demasiado tarde para vestir de nuevo y como si nada a la sociedad.
Apenas hicimos un muestrario del tema presente a lo largo de la obra de Carlos Monsiváis, se trata del imaginario bíblico al que recurre frecuentemente. Unas veces lo hace parodiando el lenguaje de la Biblia para aplicarlo a una situación de las muchas sobre las cuales ha escrito crónicas, precisiones irónicas en su trashumante sección Por mi madre bohemios, o como aforismos que denotan ecos de los Proverbios atribuidos al rey Salomón.[1]
El día en que el escritor cumple 70 años (4 de mayo de 2008), publica en La Jornada un artículo cuyo título (“Los días de nuestra edad”) toma prestado, pero por supuesto, de la Biblia. Es el Salmo 90 versículo 10, que en completo dice, en la versión preferida por Monsiváis: “Los días de nuestra edad son setenta años; que si en los más robustos son ochenta años, con todo su fortaleza es molestia y trabajo; porque es cortado presto, y volamos”. Con la cita Carlos reiteraba lo que antes dije alguna vez me confió: “Hay libros que lleva uno en su ADN”.
Jaime Sabines Gutiérrez (1926-1999), enorme poeta fue iniciado por su padre en la lectura de la Biblia Reina-Valera. Aunque el progenitor “nunca habló de religión […] solía decir muchas frases del Eclesiastés y del Génesis: ‘Polvo eres y en polvo te convertirás [Génesis 3:19] Mi Padre conocía y repetía sobre todo el Eclesiastés en la traducción de Casiodoro de Reina: ‘Vanidad de vanidades, dijo el predicador, todo es vanidad’ [1:2]”.
Al iniciar en la adolescencia por sí mismo la lectura bíblica, dice Sabines, “Me di cuenta que dice lo mismo cien veces: ‘¿Qué provecho tiene el hombre de todo el duro trabajo con que se afana debajo del sol?’ [Eclesiastés 1:3]. ‘Generación viene y generación va, pero la tierra siempre permanece’ [Eclesiastés 1:4], así dice textualmente. ¿A qué conclusión se llega?, a que disfrutes de tu trabajo y cumplas con las cosas del día”. Estaba citando de memoria, “no tengo la Biblia a la mano”, y para él la lección de los versículos mencionados es nítida: “podría pensarse que sus conclusiones son limitadas pero realmente son tan verdaderas y tan profundas que no te queda de otra que afirmar: ‘debo hacer lo que debo hacer’” (Jiménez Trejo, 2014: 45).
En 1945 salió de Chiapas hacia la ciudad de México, para realizar estudios universitarios y la Biblia, dijo a quien lo entrevistaba, “se convertiría en mi libro de cabecera”. Llegar a la capital fue un cambió difícil para él, acostumbrado a vivir en una pequeña ciudad (Tuxtla Gutiérrez), la urbe la consideraba hostil:
Estaba tan solo que comencé a leer en serio la Biblia. Era mi libro de cabecera, la tenía en el buró y acudía a ella buscando consuelo a la soledad, a la angustia, a los sufrimientos que uno tiene de joven. Fue muy duro dejar mi casa y encontrarme con una ciudad a la que relacionaba con la hostilidad. Y es que estaba acostumbrado a una familia, a un pueblito donde todo el mundo se conocía y yo conocía a todos. Llegué a México y no conocía a nadie. En 1945, México tenía tres millones de habitantes y yo una gran soledad. Me sentía muy mal con las cosas que me pasaban y entonces devoraba la Biblia. No recuerdo cómo llegó nuevamente a mi buró, pero ahí estaba y así comencé a leerla. Yo no buscaba en ella un sentido religioso, sino el consuelo humano, por eso mis pasajes favoritos eran el Libro de Job, El Eclesiastés, Salomón, los Proverbios, el Cantar de los Cantares, Ezequiel y los Salmos que son poesía pura, que hablan del dolor y la impotencia humanas. Casi nunca leía el Nuevo Testamento o a Isaías, prefería quedarme con Job. La Biblia que leía era la de los protestantes, la versión de Casiodoro de Reina, porque no te seduce los oídos como la de Fray Luis de León, sino que te seduce el alma; y eso es peor. La influencia de la Biblia fue decisiva no en el sentido formal de mi escritura, peeo sí en mi formación espiritual […] Solo si me caía en las manos un buen libro, hacía a un lado la Biblia, y me podía pasar quince días con él, pero la Biblia siempre estaba junto a mí (Jiménez Trejo, 2014: 76-77).[2]
Sabines tenía conocimiento que Los amorosos era el más popular y citado de sus poemas, tal vez junto con Me encanta Dios, y del primero no pensaba que hubiera en la pieza “una referencia a la Biblia”. Tenía una influencia de esa lectura que venía de años anteriores, en los que leía sobre todo el Eclesiastés […] porque en él encontraba más poesía” (Jiménez Trejo, 2014: 125).
Con distintos acercamientos y profundidad estudiosas y estudiosos de la poesía de Jaime Sabines han encontrado en ella la presencia de la Biblia. En sus poemas hay reminiscencias al imaginario bíblico y ecos del lenguaje de Génesis (en “Adán y Eva”), del Éxodo (en “Cantemos al dinero”), de Proverbios (en “Del corazón del hombre”, “De la esperanza”, “Del dolor”), Eclesiastés, Job (en “Rodeado de mariposas” y “Mi Dios es sordo”).
La lista podría continuar, seguimiento que hace Mónica Plasencia Saavedra (2005), para desembocar en una conclusión ineludible: es profunda la impronta bíblica en la poesía de Jaime Sabines. Por otra parte, la citada autora utilizó para su investigación la Biblia traducida por Nacar y Colunga, cuando la debida era la versión Reina-Valera ya que, como se ha visto, fue la escrupulosamente leída por Sabines. Otros acercamientos a la temática Jaime Sabines/Biblia son los de Flores Liera (1996), Barrera Parilla (2003) y González Vázquez (2012).
Cuando Carlos Monsiváis comentó a Javier Aranda su profunda admiración por el trabajo de los traductores Reina y Valera, el periodista, “picado por la contundente afirmación” de Carlos, le preguntó a Octavio Paz, “otra inteligencia notable de nuestra cultura”, cuál era para él la mejor traducción de la Biblia al español: “la de Casiodoro de Reina y Cipriano de Valera, me dijo” (Aranda Luna, 2012: 13).
En 1977 Paz recibió el Premio Jerusalén. Su discurso versó acerca de la relación entre literatura y libertad. El poeta mencionó que estar en Jerusalén era un regreso al origen, “al lugar donde la palabra humana y la divina se enlazaron en un diálogo que fue el comienzo de la doble idea que ha alimentado nuestra civilización desde el principio: la idea de libertad y la idea de historia. Ambas son inseparables de la palabra judía y, especialmente, de uno de los momentos centrales de esa palabra: El Libro de Job” (Paz, 1979: 278), el cual cita en la versión de Reina y Valera. A diferencia de otras tradiciones religiosas y filosóficas que se han enfrentado al que Paz llama el “enigma de la libertad”
En el Libro de Job la perspectiva cambia radicalmente. Los sufrimientos de Job pueden verse como una ilustración viva del poder de Dios y de la obediencia del justo. Éste es el punto de vista divino, por decirlo así. El punto de vista de Job es otro: “aunque está vestido de llagas –como dice, admirablemente la versión castellana de Cipriano de Valera– persiste en sostener su inocencia. Cierto, se inclina ante la voluntad divina y admite su miseria; al mismo tiempo, confiesa que encuentra incomprensible el castigo que padece “Diré a Dios: no me condenes, hazme entender por qué pleiteas conmigo” (10:2). Si no duda, tampoco cede: “Aun cuando me matare, en él esperaré: empero mis caminos defenderé delante de él” (12:15). El diálogo que entabla Dios con Job no es un diálogo entre dos leyes sino entre dos libertades. Job no niega su miseria ontológica –“mis días son contados y el sepulcro me está aparejado”– afirma el carácter irreductible y singular de su persona. Job es Job, un ser al mismo tiempo único y desdichado. Job reclama el reconocimiento de su particularidad y en esta exigencia, simultáneamente justa e insensata, reside el fundamento de la libertad y su carácter indefinible: la libertad en particular frente a lo general, la partícula de ser que escapa a todos los determinismos, el residuo irreductible y que no podemos medir. El verdadero misterio no está en la omnipotencia divina sino en la libertad humana.
La libertad no es una esencia ni una idea en el sentido platónico de estas palabras, porque es, como no se cansa de repetirlo Job, una particularidad que dialoga con un determinismo y que, frente a él, se obstina en ser distinta y única. La libertad es indefinible; no es un concepto sino una experiencia concreta y singular, enraizada en un aquí y un ahora irrepetibles.
David Toscana ha declarado sin ambages su predilección en la lectura de la Biblia: “Mi inclinación por el Siglo de Oro hace que prefiera por sobre todas las Biblias la Reina–Valera de 1602. Por esas fechas en España se hablaba el español de Cervantes, Quevedo, Góngora y Lope. Tanto Casiodoro de Reina como Cipriano de Valera comprendieron que la palabra de Dios tenía su fuerza en la poesía. O, dicho con fe: Dios era poeta” (2013: 2).
En 2016 Toscana publicó la novela Evangelia, donde la encarnación del Verbo no es varón sino mujer, y la consecuencia de ello son nuevas posibilidades y complicaciones que se desprenden de la mesiánica persona femenina. La versión filtrada en la novela es la Reina-Valera: “Yo ya había utilizado o creo que lo llevo un poco en la sangre, este lenguaje bíblico. Para mí La Biblia ha sido una lectura indispensable, pero aquí la cosa era mezclarlo de manera que no se rompiera la armonía entre mi prosa y la prosa bíblica. Hay como un 8% de la novela que es un copiar-pegar, es un plagio bíblico. Cortar-pegar pero tramposamente porque no está donde debe ir, sino que le pongo otro significado aunque son las mismas palabras que aparecen en La Biblia, edición Reina-Valera” (Aguilar Sosa, 2018).
Sergio Pitol, José Emilio Pacheco, Carlos Monsiváis, Jaime Sabines, Octavio Paz y David Toscana, esmerados lectores de la Biblia del Oso (en alguna de sus versiones revisadas) encontraron en ella historias y palabras que influyeron sus respectivas obras.
Notas
[1] Al respecto consultar el trabajo de Francisco León, Autoayúdate que Dios te autoayudará. Aforismo de Carlos Monsiváis (2011). En el prólogo el autor consigna que “Carlos Monsiváis recibe la influencia de tantos y más autores”, varios de los cuales cita, pero no menciona en momento alguno la influencia mayor en los aforismo construidos por Monsiváis a lo largo de su extensa obra: la Biblia.
[2] En una de las conversaciones de Sabines con Pilar Trejo, diálogos que serían la base del libro ya citado, el poeta afirmó: “Mi libro de cabecera era la Biblia, creo que es el padre de todos los libros. Sobre todo en la versión de Casiodoro de Reina, la que usan los protestantes, la poesía está en esta versión” (1999: 19).
Bibliografía
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Jiménez Trejo, Pilar (2014): Sabines, apuntes biográficos, edición corregida y aumentada. México: Tusquet Editores.
León, Francisco (prólogo, investigación y selección) (2011): Autoayúdate que Dios te autoayudará. Aforismos de Carlos Monsiváis. México: Seix Barral.
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Salinas, Adela (1997): Dios y los escritores mexicanos. México: Editorial Nueva Imagen.
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