A lo que ya esperábamos, hemos de añadirle el “entretenimiento extra” de tener que hacer lo mismo, solo que mucho más complicado por nuestra mala cabeza.
Llega septiembre y, con él, la consabida sensación de desánimo generalizada que acompaña a estas fechas –aquello de la famosa “depresión posvacacional”, que no es depresión ni nada parecido, sino la reacción normal al contraste entre descanso total y vida real. Pero bueno, ya llamamos cada vez más por nombre de patología a casi cualquier malestar normal que la vida traiga, lo cual es sintomático de hacia dónde vamos como generación.
La mayoría ha culminado, con más o menos éxito, su periodo de descanso y, por la situación que vemos en el país, aunque han existido grandes diferencias en cuanto a cómo nos hemos planteado las vacaciones respecto a otros años (de hecho, la gente no ha dejado de quejarse, que es deporte nacional, parece ser), los datos dicen que no ha habido desmarque suficiente como para que la cosa no se desmadrara y volviéramos a caer en lo que, aquí en España, ya es claramente una segunda ola de la crisis sanitaria por COVID, con todo lo que eso trae.
Así que, a lo que ya esperábamos porque es una historia repetida cada año, véase la vuelta al trabajo y al cole, la preparación del curso, la organización familiar, la cuesta económica postvacacional... hemos de añadirle el “entretenimiento extra” de tener que hacer lo mismo, solo que mucho más complicado por nuestra mala cabeza, con muchos más riesgos que cualquier otro año y con el consabido aumento de las incertidumbres que tan poco nos gustan, pero que vez tras vez provocamos, por irresponsables y por necios.
Expertos como somos en desaprovechar oportunidades de oro para rellenar nuestro granero durante los tiempos de descanso, hemos perdido una más, y de lujo, en este verano, por nuestra inclinación a ser como la cigarra, deseosa de tenderse al sol y disfrutar de unas cañas del bar como sea, más que desarrollar el carácter de la hormiga, previsora como pocas y consciente del otoño y el invierno que se aproximan silenciosamente. Porque este fenómeno siempre se da, sin pausa, aunque nos moleste o queramos negarlo. Incansable, inexorable y despiadado, si quieren, pero el invierno nunca deja de acercarse.
Entiendo, como todos, lo atrayente que resulta el verano, porque soy persona, ¡nada más faltaba! Pero también intento recordarme, no siempre con éxito, claro, por la misma razón, que el dominio propio, la cordura y la prudencia han de ser movimientos que me acompañen constantemente, por mi bien y por el de otros alrededor de mí. Sé que muchos han hecho el mismo intento y, gracias a eso, no estamos peor aún de lo que estamos. Pero sé también que hasta que no le hemos visto el torso al lobo (porque las orejas se le veían desde el mismo momento en que se inició la desescalada, allá por mayo), no nos lo hemos empezado a tomar verdaderamente en serio. Y por supuesto, como suele suceder, hemos vuelto a llegar tarde.
Añadamos a todo este panorama los desalmados, los negacionistas, los “anti-todo lo que se mueva”, los “anti-orden” y demás colaboradores por la causa de una libertad mal entendida y lo que encontraremos es, justamente, lo que observamos hoy delante de nosotros. Los de siempre pagando por quienes no han medido gran cosa pero que, eso sí, han disfrutado de lo disfrutable, porque como bien sabemos, las cañas del bar son muy importantes, más que cualquier otra cosa en el mundo.
De manera que, el verano, símbolo quizá más visible que otros que nos representa en nuestro hedonismo, nuestra obsesión por el disfrute como sea –a costa de todo y de todos, que es aún peor– y el egoísmo e individualismo atroces en que nos hemos instalado, ha puesto de manifiesto OTRA VEZ esa imagen en el espejo de la que nos olvidamos repetidamente, como los necios que solemos ser.
No de balde el apóstol Santiago (1:22-23), hablando a los creyentes, cuando nos exhorta en sus líneas para llamarnos a la sabiduría, a no solo ser oidores de la Palabra, sino hacedores de ella, a cambiar nuestra vida de manera coherente con lo que decimos creer, nos pone esa imagen del que solo oye, del que se mira en un espejo y, viendo cómo es, simplemente usa esa visión de manera superficial, sin profundizar en ella ni hacer huella en su memoria, y al darse la vuelta la olvida, sin más.
Hoy vuelvo de nuevo a esta sección, El Espejo, que no pretende sustituir al verdadero espejo, ni podría, aunque quisiera. Pero no escogí el nombre por casualidad. Lo valoré desde la intención de poder hacer un análisis crítico de nosotros mismos, de nuestra naturaleza, de nuestras tendencias, con una perspectiva humana y de fe, y ver si, con él, podíamos animarnos juntos a buscar y reflexionar en la verdadera fuente de verdad y sabiduría, que es Dios mismo y Su Palabra.
Ojalá en esta temporada que iniciamos, en medio del tumulto y la dificultad producto de la vida, que se impone, y de nuestras propias necedades, pueda esta sección ser una herramienta más que nos ayude a hacer memoria, a considerar nuestros caminos y a proyectarlos como a Él le honra. Pero sobre todo sirva, a ser posible, para dirigirnos hacia el verdadero ESPEJO, con mayúsculas, al que podemos y debemos referenciarnos constantemente, haciendo memoria de lo que vemos en él y proyectándonos en base a ello.
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