En el escaparate de las apariencias, si yo me lo creo y los demás me lo confirman, ¿para qué quiero más? ¡Qué deshumanización más radical!
“Disfrazarse” es: “Aparecer ante los demás, no como uno es, sino como cada cual quiere que los demás lo vean. Eso, en el fondo, destroza la humanidad en lo más íntimo, es cierto, pero no importa si se logra lo que de verás se pretende, “dar el pego” a quien se ponga por delante. Comenzamos.
En un mundo como éste, como es lógico, hay tantos disfraces como uno quiera “vestir”. Y, sin embargo, existe uno que no sólo está de moda sino que, desgraciadamente, pasa por ser un clásico de toda la vida: el disfraz religioso. Normalmente, cuanto más alto está uno en la escala de lo religioso (lo social o lo intelectual) más peligro tiene de verse “obligado” a ponerse el correspondiente disfraz1. La gente de abajo, los que llamamos “pringaos”, los que no pintan nada, esos no tienen problema alguno en ser como son porque no poseen una “imagen” que mantener delante de nadie. Y así, resulta que uno puede ser un egoísta, un trepa, un ambicioso, un arribista y un insoportable narcisista, pero no aparecer como tal escondido bajo el opaco manto de la hipocresía. Es la industria del parecer a la que todos estamos expuestos, aunque habitualmente no tenemos el valor de razonar de esta manera tan inconveniente cara a la galería. Como dijo alguien: “Si cada hipócrita llevara un farolillo ¡qué verbena!
¿Qué tal os va pareja? ¡Perfecto! ¡De fábula! ¡No podemos pedir más! Echemos cuentas y contemos las ocasiones que en un tiempo determinado oímos pronunciar o pronunciamos frases como éstas. La pregunta es ¿Por qué? ¿Por qué “somos tan felices y nos van las cosas tan bien”? ¿Solo por mero formalismo y educación? ¿O por algo más que está inscrito en este mundo en el que se impone “vestir de etiqueta” la realidad? ¿No es cierto que “vender” la propia felicidad forma parte del imprescindible disfraz de las apariencias correctas con el que cada cual debe salir a la calle? Dar a conocer cualquier infortunio significaría una presentación inadecuada de uno mismo ante los demás2. Eso cotiza a la baja, no le saca brillo a la imagen y, además, es religiosamente incorrecto.
¿Querría esto decir que hemos hecho del “todo va bien” y de la apariencia de felicidad, norma establecida de correcta fachada? La respuesta es comprometida, ¿verdad? El éxito se erige en exigencia necesaria y suficiente de presentación social y cristiana. Por tanto, la consigna es: Para “ser” hay que “parecer”. El triunfo para su convalidación debe presuponer la felicidad plena. Porque, claro, uno no puede, ni debe ser adjetivado con expresiones como éstas: “Pobre hombre…” “Pobre mujer…”. “Se han venido abajo…”. “Son unos perdedores… “Están pasándolo muy mal”. “No tienen un duro…”. ¿Verdad que duele, casi angustia, que se pudieran estar refiriendo a uno mismo?3 El infortunio de cualquier tipo produce repudio y descrédito, en medio de un mundo en el que atraen mucho más los destellos que desprenden los galones del disfraz que la calidad humana de las personas.
Pero, entonces, si las cosas son así, algo no encaja entre tanta abundancia de bienestar y satisfacción. ¿Qué es lo que pasa realmente en el mundo de verdad que es el más oculto a la experiencia sensible? Pues que, paso a paso, vamos alejándonos sin darnos cuenta hasta de nosotros mismos, de nuestra autenticidad. Nos encerramos en los estrechos márgenes de estereotipos y personajes aparentes que hemos creado para defendernos del “medio ambiente” hasta que, finalmente, construimos un muro de radical incomunicación con nuestro ser real. Porque, tal y como tenemos montado este “circo” de la vida uno puede tener roto el corazón y, sin embargo, seguir funcionando como una reproducción de “robocop” hasta el fin de sus días como si nada estuviera ocurriendo. Por eso, en el escaparate de las apariencias, si yo me lo creo y los demás me lo confirman, ¿para qué quiero más? ¡Qué deshumanización más radical!
Orientarse en un mundo así es difícil, ¿no es cierto? En esta “hoguera de vanidades” nos encontramos desconcertados y nos sentimos vulnerables. Pero es necesario encontrar caminos alternativos para salir de la confusión y encontrar autenticidad y claridad en medio de tanto disfraz, apariencia, cinismo e interés creado. Conviene acudir, una vez más y como siempre, a Jesús de Nazaret, modelo de imitación y seguimiento para todos los cristianos. Él, con su modo de proceder, de vivir, de hablar y de relacionarse con los demás, puso “patas arriba” el mundo de las imágenes y de las apariencias religiosas de su propio pueblo. Porque en el mundo de Jesús, como en todos los mundos, se concedía más importancia a la imagen que se proyectaba que a lo que se era en realidad. El problema es que la imagen hace tributaria a la persona y, entonces, manda en lo que se hace y en lo que se deja de hacer. En lo que se dice y en lo que deja de decir. Hace enmudecer y callar ante cosas y situaciones impresentables.
[destacate]Jesús jamás anduvo haciendo defensa ni ostentación de imagen alguna.[/destacate]Siendo así las cosas, el comportamiento del Maestro debió resultar incomprensible en multitud de ocasiones. Porque, a diferencia de los “hombres de Dios” de su tiempo, Jesús jamás anduvo por la vida haciendo defensa ni ostentación de imagen alguna. Por eso, precisamente por eso, tuvo terribles polémicas con los fariseos (profesionales del disfraz) que no le perdonaron el sacrilegio de ensuciar su prestigio juntándose con desarrapados. Un ejemplo claro aparece en el capítulo 7 del evangelio de Lucas, en el que una mujer pecadora unge los pies de Jesús.
Las palabras que emplea el evangelista describen con lucidez lo que allí estaba sucediendo. Jesús se deja “tocar”, “besar los pies”, “perfumar”, en público y por una prostituta conocida en la ciudad. Pero, claro, resulta que el Maestro ha sido invitado en un segmento social en el que “la imagen” significa mucho. Porque, en el universo fariseo, las personas por ser quienes son, se sienten seguras de sí mismas frente a los demás. Y la razón no es otra que la convicción de que son justas, cabales e intachables. Pero, además, por esas mismas prestaciones morales que se auto inculcan, pueden sin ningún pudor pensar y sentir que los demás son seres despreciables que no les llegan ni a la suela del zapato. Y todo esto, poniendo a Dios y a una supuesta piedad hacia él de por medio.
Por eso, cuando Jesús acoge con afecto y admiración la iniciativa de esta mujer pecadora, lo que les está diciendo a todos es que si la “imagen de piedad” se quiere hacer valer como un obstáculo para abrirse a la relación con los demás que están lejos, entonces lo mejor que se puede hacer con ella es “pegarle un tiro”, porque para lo único que sirve es para ostentar falsa religiosidad, fabricar mundos atomizados y alejar a las personas de todo vínculo fraterno. Lo que el evangelio deja muy claro no es tanto que Jesús se abajó para tratar con mujeres indignas. Eso sería enaltecer a Jesús a costa de la mujer. Lo que la Escritura deja muy claro es que esta mujer, a la que se considera indigna en nombre de no sé qué clase de imagen, tiene tanto valor y dignidad que Jesús, por dejar eso claro de una vez y para siempre, no dudó en jugarse su buen nombre, su imagen, su prestigio y lo que hiciera falta, con el fin de desenmascarar la inhumanidad y la falsa religiosidad de los piadosos e intachables “hombres de Dios” que viajan por la vida revestidos de hipocresía y falsedad.
Si esto es así, entonces la verdad del evangelio encarnada en la persona de Jesús es el “lugar” al que todos debemos rendir pleitesía. renunciando a las apariencias, despojándonos de falsas imágenes, deshaciéndonos de todas nuestras caretas y pretensiones de ser quienes no somos, con el fin de vivir sólo la autenticidad que brota de la palabra de Dios.
Notas
La conmemoración de la Reforma, las tensiones en torno a la interpretación bíblica de la sexualidad o el crecimiento de las iglesias en Asia o África son algunos de los temas de la década que analizamos.
Estudiamos el fenómeno de la luz partiendo de varios detalles del milagro de la vista en Marcos 8:24, en el que Jesús nos ayuda a comprender nuestra necesidad de ver la realidad claramente.
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