La evidencia histórica y la pura lógica indican que el rabino galileo fue quien dijo ser, que murió en la cruz, fue sepultado y la tumba quedó vacía.
La resurrección es la confirmación de que Jesús era Dios. Los hechos relatados en el Nuevo Testamento demuestran la falsedad de todas las teorías inventadas por los escépticos a lo largo de la historia. La evidencia histórica y la pura lógica indican que el rabino galileo fue quien dijo ser, que murió en la cruz, fue sepultado y la tumba quedó vacía. Estos hechos son incontrovertibles por mucho que no se quieran aceptar. Repasemos pues lo que tenemos hasta ahora:
Las versiones de la resurrección que ofrece el Nuevo Testamento ya circulaban cuando todavía vivían los contemporáneos de Jesús. Estas personas pudieron confirmar o negar -como hemos visto- la veracidad de lo que predicaban los apóstoles. Los evangelistas fueron testigos directos de la resurrección, o bien relataron aquello que testigos oculares les habían contado. Los apóstoles defendieron el evangelio apelando al común conocimiento del hecho de la resurrección de su Maestro. Y gozaban de gran simpatía entre el pueblo (Hch. 4: 33). ¿Cómo podían gozar de gran simpatía entre el pueblo si la resurrección no hubiera sido un suceso verdadero? Si mintieron deliberadamente, ¿acaso la gente, que conocía la verdad, lo habría tolerado?
Cuando el gobierno romano ponía un sello en cualquier lugar para evitar que se manipulase algo, la pena por violarlo era la crucifixión cabeza abajo. ¿Quién se hubiera atrevido, en esos momentos, a arrancar el sello de arcilla que Roma había colocado en la tumba de Cristo? Recuérdese que los discípulos estaban asustados y desorientados.
Este es el detalle más importante de todos, ya que la mayoría de las religiones se basan en tumbas llenas con los restos de sus líderes, a las que los fieles acuden en peregrinación para venerarles. Sin embargo, la tumba de Jesús quedó vacía por los siglos de los siglos. Los discípulos, gracias la fuerza emocional que les produjo ver a su Maestro resucitado, no empezaron a predicar en Atenas o en Roma, donde nadie hubiera podido contradecirles, sino que valientemente se dirigieron a Jerusalén y allí hablaron de Cristo resucitado. Si la tumba no hubiera estado realmente vacía, o si el cuerpo de Jesús hubiera sido arrojado a una fosa común, como algunos pretenden, la predicación de los apóstoles habría sido denunciada rápidamente por muchos de sus adversarios.
No obstante, la explicación oficial que se dio, acerca de que los discípulos habían robado el cuerpo, demuestra que la tumba estaba realmente vacía. Recordemos Mateo 28: 11-15. ¿Cómo iban a robar el cuerpo unos discípulos que habían huido presa del pánico? Además, muchos de ellos fueron perseguidos, puestos en la cárcel, torturados e incluso martirizados por predicar la resurrección. ¿Hubieran soportado todo esto por una mentira? Hay tradiciones, tanto romanas como judías, que reconocen que la tumba estaba vacía. Esta es una evidencia muy fuerte porque se basa en fuentes hostiles al cristianismo como Josefo, que era un historiador judío, y así lo reconoce.
La guardia romana, formada por un grupo de 4 a 16 soldados, estaba ausente de su puesto. Dormirse era castigado con la pena de muerte en la hoguera. ¿Qué les ocurrió? La realidad es que la piedra circular que cerraba la tumba, de unas dos toneladas de peso, apareció quitada de su lugar.
Cuando entraron en la tumba, descubrieron que la mortaja aún estaba allí, intacta y bien colocada. Dicha mortaja pesaba unos cuarenta kilos y estaba constituida por tela y ungüentos aromáticos. Es como si el cuerpo de Cristo se hubiera evaporado a través de los lienzos, ya que éstos conservaban todavía la hechura del cadáver.
Los textos de Mateo 28:8-10 y 1ª Corintios 15:3-8, indican que más de quinientas personas vieron a Cristo resucitado. Esto implica que cuando se escribieron tales relatos, la mayoría de los individuos que presenciaron el acontecimiento de la resurrección, aún estarían vivos y podían testificar la veracidad o falsedad de los hechos. Sin embargo, no se sabe de ningún testigo que intentara desmentir la predicación apostólica acerca de la resurrección de Jesús.
Por otro lado, no se deben confundir las apariciones con alucinaciones. Según la psicología, las personas que sufren alucinaciones poseen normalmente un carácter paranoico o esquizofrénico, éstas se refieren siempre a experiencias pasadas, e igualmente suele darse una actitud de expectativa en el individuo que las sufre. No obstante, ninguna de las personas que aparecen en el texto bíblico reúne estas condiciones anormales. Por el contrario, las apariciones se produjeron en horas, situaciones y con personas diferentes, que poseían temperamentos distintos y que también tuvieron reacciones diferentes. Por ejemplo, María se emocionó, los discípulos se asustaron, Tomás mostró incredulidad. Las apariciones no corresponden a un modelo estándar, fijo, establecido y estereotipado. Cada una es bien distinta de las demás. El prestigioso teólogo alemán de la Universidad de Frankfort, Hans Kessler, escribe: “No hay ningún indicio de que el cristianismo primitivo redujera la fe pascual a procesos psíquicos internos. Y una explicación puramente psicológica es incompatible con la seriedad y el alcance religioso de los textos.”[1]
Tal como se señaló anteriormente, las mujeres fueron las primeras en ver a Jesús resucitado. Esto era un hecho poco convencional ya que, según los principios judíos, las mujeres no eran testigos válidos como evidencia legal. No servían como primeros testigos, sin embargo, lo fueron, ya que el Maestro las eligió a ellas. Si el relato hubiera sido manipulado para mayor credibilidad, ¿no se hubiera aparecido primero a los discípulos varones? También se manifestó a personas que, al principio, le eran hostiles, como el propio Saulo de Tarso. Él fue quien años después escribiría estas palabras: “Y cuando esto corruptible se haya vestido de incorrupción, y esto mortal se haya vestido de inmortalidad, entonces se cumplirá la palabra que está escrita: Sorbida es la muerte en victoria. ¿Dónde está, oh muerte, tu aguijón? ¿Dónde, oh sepulcro, tu victoria?”
Lo que Pablo quería decir es que la muerte, lo mismo que un escorpión privado de su aguijón venenoso, no puede dañar a los que están en Cristo. Y estar en Cristo significa dejarse vivificar por el poder de su resurrección. Porque así como en Adán todos mueren, también en Cristo todos serán vivificados (1 Co. 15: 22).
También la fe de los creyentes a través de la historia es un claro testimonio de la resurrección de Jesús. La fe que nos hace disimular el dolor, la que nos permite sonreír en medio del sufrimiento, la que nos da fuerza para vivir los problemas y la adversidad. Desde esta perspectiva, el creyente está inmunizado frente a la muerte, pues ha aprendido a paladear con tranquilidad el sabor de la resurrección.
A veces, los cristianos pensamos en la existencia después de la muerte como en algo lejano que ocurrirá en el futuro, en el día postrero, cuando Dios resucite a su pueblo. Y es verdad, pero en este mundo hay personas que viven ya disfrutando de la resurrección. Se puede experimentar cada día sin necesidad de esperar la muerte, porque la resurrección es vivir más y mejor la vida, disfrutando plenamente de ella. Cuando nos alegramos con los amigos y hermanos, al fomentar el afecto fraternal, mientras comemos juntos, hacemos planes y compartimos ilusiones para que la iglesia se desarrolle, estamos saboreando la resurrección. Pero también cuando compartimos los problemas, nos consolamos y nos ayudamos mutuamente.
La resurrección que logró Cristo, al vencer definitivamente la muerte, es como un fuego que corre por la sangre de la humanidad, un fuego que nada ni nadie puede apagar. Nada ni nadie, salvo nuestro propio egoísmo, nuestras rivalidades, los celos o el desamor. El individualismo egoísta es como un cubo de agua fría capaz de apagar el fuego gozoso de la resurrección.
Los vivificados, a que se refiere el apóstol Pablo, son los que tienen un plus de vida, y este plus, les sale por los ojos brillantes, se detecta en esa mirada comprensiva, en esa madurez humana, en esa resignación ante lo inevitable, en la capacidad para perdonar, en su altruismo y solidaridad hacia el prójimo. Este plus se convierte en seguida en algo contagioso, algo que demuestra que toda persona que ha descubierto a Cristo es capaz de sobrepasar a la persona que es, y no por sus propios méritos u obras personales sino por la incomparable gracia de Dios.
Lo más extraordinario de la resurrección de Jesús es que puede hacer de cada uno de nosotros, una persona vivificada. Es cierto que la realidad de la muerte nos va cortando ramas todas las noches. Es verdad que cuando empezamos a vivir, empezamos también a morir, pero, como la vida es más fuerte, también podemos hacer reverdecer cada mañana esas ilusiones y esperanzas que nos fueron podadas por la noche. El apóstol Pablo escribe a los cristianos de Roma y les dice: “La noche está avanzada, y se acerca el día. Desechemos pues las obras de las tinieblas, y vistámonos las armas de la luz. Andemos como de día, honestamente; no en glotonerías y borracheras, no en lujurias y lascivias, no en contiendas y envidia, sino vestíos del Señor Jesucristo (Ro. 13: 12-14). Vestirse del Señor Jesucristo es levantarse cada mañana dispuesto a vivir y no a vegetar. Mirarse en el espejo y preguntarse: ¿qué voy a hacer hoy? ¿En qué invertiré mi tiempo? ¿Cuál es el verdadero sentido de mi vida en este mundo? ¿A quién haré feliz hoy?
Cuando Jesús resucitó no lo hizo para lucir su cuerpo, o presumir de lo que podía hacer con su nueva corporeidad inmaterial, sino para ayudar a los suyos que lo estaban pasando mal atrapados por el miedo a la muerte, anunciarles la vida y, a la vez, dar vida a la humanidad. De la misma manera, para ingresar en esta singular asociación de vivificados, sólo hay que sumergirse en el río de la esperanza cristiana y como consecuencia de ello, salir de él empapados de amor hacia los demás. Pablo resume así la esperanza del cristiano: “Y si morimos con Cristo, creemos que también viviremos con él; sabiendo que Cristo, habiendo resucitado de los muertos, ya no muere; la muerte no se enseñorea más de él... Así también vosotros consideraos muertos al pecado, pero vivos para Dios en Cristo Jesús, Señor nuestro” (Ro. 6: 8-11).
Notas
[1] Kessler, H. 1989, La resurrección de Jesús, Sígueme, Salamanca, P. 180.
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