Es en momentos así donde se juega la fe cristiana el todo por el todo. Y, entonces, hay que preguntarse ¿Vale la pena creer en Dios?
“… No os entristezcáis como los otros que no tienen esperanza”
La muerte no da tregua. En las últimas semanas, su poder demoledor ha hecho acto de presencia en la vidas y experiencias de demasiadas personas cercanas. Cuando sucede algo así, tan doloroso, tan devastador, las emociones no nos dejan pensar. Sólo podemos sentir, llorar y afligirnos. Nos sentimos barridos por un poder que parece tener autoridad última sobre todo otro poder; un poder que desborda las posibilidades humanas y quiere doblegarnos para que doblemos nuestras rodillas ante él. Es en momentos así donde se juega la fe cristiana el todo por el todo. Y, entonces, hay que preguntarse ¿Vale la pena creer en Dios? ¿Se puede mantener la confianza en el Señor donde hacen frontera todas las contradicciones humanas ante un drama como la muerte que parece tener el dominio absoluto sobre la vida?
Es ahora y aquí, cuando la muerte nos desafía, en medio del duelo y del sufrimiento, sumergidos en un dolor que parece insoportable, donde hay que hablar de si existen motivos o no para creer en Dios, para sentirnos consolados, para la esperanza, para estar seguros de la vida eterna que Dios promete. Dice el salmo 25:1-2 – “Dios mío, en ti confío, no sea yo avergonzado”.
¿Podemos sentirnos defraudados por Dios? Antes de responder con precipitación hemos de enfrentarnos con la pregunta más trascendental de la Biblia que recorre tiempo y espacio y resuena entre nosotros de nuevo. Y esa pregunta es la que Jesús pronunció en la cruz del calvario, suspendido entre el cielo y la tierra: “Dios mío, Dios mío ¿por qué me has desamparado?” ¿Por qué tuvo que morir Jesús en la cruz? Más aún ¿por qué tuvo que hacerlo, como dice el texto del evangelio, gritando con esas palabras? Comprender a Dios en el crucificado exige una revolución del concepto Dios. Reclama que nos dispongamos a romper falsas imágenes que de él hemos construido hasta aquí para comprenderlo de una manera nueva y diferente a partir del drama del Gólgota.
¿Desampara Dios a su propio Hijo en la cruz del calvario? ¿No puede o no quiere librarle de la muerte? Si no puede ¿Es posible confiar en un Dios que no tiene poder suficiente para resolver eso? Si no quiere, la lógica humana pregunta: ¿Se trata verdaderamente de un Dios de amor? La explicación última, claro está, no es que Dios abandone a Jesús en la cruz y se aparte de él. Todo lo contrario. En la cruz se encuentra el drama eterno más grande jamás contado. El Padre se encuentra junto al Hijo como un Dios que renuncia a actuar como Dios todopoderoso, porque ha entregado a su propio Hijo por la humanidad (Jn. 3:16). Y el Hijo, que es verdadero Dios y verdadero hombre, se ha entregado a sí mismo, no puede salvarse porque se ha sujetado hasta el final a la voluntad del Padre.
En la cruz tenemos el desarme unilateral de Dios. Es la impotencia del amor de Dios, un amor desprendido, desinteresado e incomprensible hacia nosotros lo que hace posible que suceda la experiencia del calvario, porque la entrega de Jesús por nosotros y por nuestros pecados forma parte de un compromiso eterno al que Dios no quiso renunciar. Por eso las Escrituras nos explican que la entrega de Jesús en la cruz es la prueba definitiva de que Dios nos ama, nos sostiene y nunca nos dejará:
“El que no escatimó ni a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros, como no nos dará con él todas las cosas…. ¿quién es el que condenará? Cristo es el que murió, más aún el que también resucitó, el que además está a la diestra de Dios, el que también intercede por nosotros… ¿Quién nos separará del amor de Cristo? ¿Tribulación, o angustia, o persecución o hambre, o desnudez, o peligro, o espada?... antes en todas estas cosas somos más que vencedores por medio de aquel que nos amó”. Rom. 8:32-37.
Sobre estas afirmaciones ciertas, que traen esperanza, consuelo y seguridad, podemos entender mucho mejor las desgarradoras palabras de Jesús: “Dios mío, Dios mío por ¿qué me has desamparado?” La cruz de Cristo revela todo el poder de los ídolos y toda la gravedad del pecado del mundo capaz de arrancar violentamente al Hijo de las manos del Padre y alcanzándole en el dolor y el sufrimiento. En este acontecimiento central del cristianismo, la cruz, el Dios todopoderoso va apareciendo en la historia como un Dios que paulatinamente se debilita y se hace vulnerable por amor a la humanidad. Y este debilitamiento llega hasta unos límites tan insospechados y sorprendentes que cuando los hombres quieren arrebatar de sus manos aquello que más quiere y que más suyo es, su propio Hijo, Dios lo entrega.
La palabra “desamparado” que usa aquí Jesús dirigida a su Padre en la cruz del calvario, no se refiere al abandono de alguien que no tiene interés en estar presente en lo que le pasa y mantiene una actitud de indiferencia. Es un término que significa “abandonar desde dentro sin intervenir”. El Padre sufre la muerte del Hijo abrazado a él solidario con su dolor, experimentándolo con él en el drama del Gólgota. El gran milagro de la cruz como centro del evangelio es que en ella nos encontramos con un Dios que permite que “lo echen” del mundo como un maldito, como un criminal, privado de derechos y dignidad para reconciliar al mundo con él. Por eso, a la pregunta: ¿Dónde estaba Dios en la cruz de Cristo? la respuesta es:
“Dios estaba en Cristo reconciliando consigo al mundo, no tomándoles en cuenta a los hombres sus pecados… al que no conoció pecado por nosotros lo hizo pecado, para que nosotros fuésemos hechos justicia de Dios en él” (2ª Co. 5:19, 21).
¿Dónde está Dios ahora, en medio de la muerte de sus hijos?
Está con nosotros sufriendo a nuestro lado, solidario con nuestro dolor. En silencio, discretamente ¿por qué todas las obras de Dios tienen que ser mediáticas, espectaculares y maravillosistas? Es ahí donde lo encontramos, en nuestro llanto, en el sufrimiento indescriptible, en el valle de sombra de muerte, haciéndonos saber que es nuestro pastor y que nada nos faltará, porque conociendo que está con nosotros no temeremos jamás mal alguno.
Y cuando le preguntamos ¿Por qué Señor? ¿Por qué ahora? ¿Por qué tan rápido? Aunque no conteste audiblemente, teniendo la absoluta certeza de que se encuentra a nuestro lado, podemos escuchar su voz: Confía hijo, aunque no lo entiendas. Aceptar es, con frecuencia, más importante que comprender. Sobre todo, cuando la mente y la lógica humanas no dan más de sí. Aceptar no es soportar algo con fatalismo, ni atiesarse en la prueba, ni olvidar con el tiempo; es ofrecerlo a Dios para que él lo haga fructificar, pero esto no es algo que se razona, ni se fabrica, ni se comprender, es una experiencia espiritual (C.S. Lewis).
Juan 16:22 – “…Ahora tenéis tristeza, pero os volveré a ver y se gozará vuestro corazón y nadie os quitará vuestro gozo”
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