El virus que tocó nuestro corazón hace siglos ya lo dejó tocado y hundido de manera irreversible, de no ser por la obra de Jesús.
El ser humano está acostumbrado a estar en la cima de la pirámide alimentaria y gobernar sobre vidas y haciendas.
Es verdad que no a todos los especímenes nos importa el poder por igual, pero desde luego a los que están obsesionados con él y mueven cielo y tierra por conseguir sus objetivos, este pequeño e insignificante virus ha venido a ponerles en algunos casos contra las cuerdas.
Nos iguala a todos, en algún sentido, pero no todos tienen los mismos recursos.
En cualquier caso, el depredador está siendo amenazado, ha sido cazado en algunas ocasiones en este tiempo de unas formas o de otras (aunque el afectado se niegue tantas veces a reconocerlo, porque tiene que mantener su reputación a base de hacer, incluso, el ridículo más absoluto).
Porque mientras el depredador caza y hace alarde de su magnificencia, otros alrededor observan con estupor cómo en la defensa ciega de sus “principios” hacia donde se acerca es a su final.
Lo que hacen los depredadores para salvar su estampa, en consecuencia, es presionar y seguir explotando a los demás por debajo de ellos, que casi siempre suelen ser los mismos, los que “pagan el pato”, en definitiva.
Quizá te suene, ¿verdad? Aquí el comerse unos a otros es metafórico, claro, aunque por las actitudes que vemos muchas veces me atrevería a decir que entre lo literal y lo figurado la línea es muy fina.
Pero muchas personas hoy se están sintiendo verdaderamente devoradas en sus fuerzas por la acción y omisión de quienes solo se miran el ombligo.
El virus lleva todos estos meses campando a sus anchas por el mundo. Mientras el colectivo de los sanitarios anda desfondándose para salvar vidas de una lado a otro del mundo, y la gente de bien hace lo posible para que la cosa no se desmadre, los “súper-depredadores” que tenemos entre nosotros, psicópatas integrados en toda regla, vestidos con trajes de chaqueta y corbata en ocasiones, y con pantalón corto y gorra a un lado en otras, procuran hacer de su vida un espacio de provecho a costa del resto.
Y lo consiguen, qué duda cabe.
Los “súper-depredadores” son principalmente egoístas, sin afecto natural por nadie que no sean ellos mismos. Se parecen del todo al Gran Depredador al que sirven, el mal mismo, y no se dan cuenta de que ahora parecen inmunes, pero la guerra está ganada, ellos están en el lado perdedor y algún día serán consumidos por quien creen que les protege.
“Están más cerca sus dientes que sus parientes”- diría mi abuela, y su modus vivendi consiste, principalmente y entre otras lindezas, en anteponer las cosas a las personas:
La otra cara de la misma moneda la encarnan las víctimas de todo esto, por supuesto. Muchas son, sin duda, personas que sufren en carne propia los despropósitos de éstos que, aunque comparten raza con ellos, no desarrollan la misma forma de actuar, de pensar, de sentir.
Pero ninguno somos inocentes del todo. Todos nos estamos tomando nuestras “licencias”, y lo sabemos. Es muy posible que, de haber nacido en otra latitud de vida distinta a la nuestra, en condiciones similares a las de los “súper-depredadores”, terminaran (y termináramos) siendo iguales o peores que el resto.
Porque, a pesar de lo que nos encante creer, la clave no está tanto en lo que sucede fuera (aunque ayuda mucho en ocasiones, está claro, y facilita lo bueno y lo malo), como en nuestro propio corazón, que está entenebrecido, seamos quienes seamos.
Nos encanta creer que somos diferentes que ellos, pero no es así. No es una cuestión de cualidad, sino de cantidad. La Biblia dice que no hay justo ni aún uno, y eso siempre nos incluye.
Todo el mundo nos creemos víctimas en nuestra propia historia. Sin embargo, si somos honestos, nos daremos cuenta de que también somos verdugos a un nivel distinto.
Sucede que depredamos a quien podemos, no a quien queremos. Y esto no va solo del mal que hacemos, sino principalmente del bien que no hacemos y que retenemos también para beneficiar nuestra propia comodidad y estabilidad.
Es una cuestión de pecado por activa o por pasiva, entonces, aunque ya sabemos que el término “pecado” no está de moda. El problema, por poner solo un ejemplo, no es el dinero.
Es el amor al dinero lo que es base de muchísimos males. El dinero, como casi cualquier otra cosa, está ahí, simplemente, a la espera de ser bien o mal empleado por cada uno de nosotros.
O lo usamos para provecho de los demás o lo usamos en su contra, a favor del bien, o a favor del mal. Demasiadas ocasiones no tiene tanto que ver con lo que damos como con lo que retenemos.
Quizá no somos ladrones, en el sentido de que no nos quedamos con lo que es propiedad del otro, pero tampoco suplimos para sus necesidades. Retenemos el bien que podríamos aportar, porque el único beneficio que nos importa es el que nos enriquece.
Así las cosas, frente a todo lo que estamos viendo y viviendo, no paramos de presenciar escenas que ejemplifican estas cosas una y otra vez:
Y así en un largo etcétera que no va a cambiar, ni siquiera por efecto de la devastación del coronavirus, porque el virus que tocó nuestro corazón hace siglos y siglos ya lo dejó tocado y hundido de manera irreversible, de no ser por la obra de Otro, Jesús mismo, que encarnó la antítesis de todo lo que esos depredadores que somos representamos.
La imagen que Jesús escogió fue la de un cordero, manso, que no abrió su boca, entregado por el egoísmo y la necedad del mundo, clavado en la cruz por los injustos a pesar de ser Él justo. Se acerca un día en que, sin embargo,
Él vuelve. Lo hará como León, en ese caso, no para depredar de forma traidora y desleal, sino para reinar y poner orden en un mundo caído y lleno del mal que llevamos años cociendo a fuego lento y que nos consume día a día, desde los pequeños gestos a los grandes.
Son muchos los avisos y las advertencias para volvernos hacia Dios. Pero somos tan necios que ni la enfermedad, ni la posibilidad real de la muerte, que alcanza a todos, nos asustan lo suficiente.
Mientras este momento llega, mientras Él vuelve, tú y yo tenemos la oportunidad de representar los valores del Cordero entregado y ese León que es el Rey por excelencia, porque de Él y por Él y para Él son todas las cosas y fueron creadas.
Es origen y destino y podemos encarnar lo que representa su evangelio cada día, pero no de una forma mística simplemente, no de manera simplona y tontorrona que no se sostenga cuando las cosas vienen mal dadas, sino con acciones reales, con cada gesto sencillo que hacemos a cada momento. Todo suma o resta, en resumen.
Desde la forma en la que nos lavamos las manos y nos ponemos la mascarilla, a la decisión que tomamos sobre cómo usaremos las vacaciones.
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