Entre conversación y quehacer teológico no debería existir tanta distancia.
En Del Amor y otros Demonios, novela escrita por Gabriel García Márquez, se lee el siguiente pasaje: ”Abrenuncio lo hizo sentar frente a él, y ambos se abandonaron al vicio de la conversación, mientras una tormenta apocalíptica convulsionaba el mar”.[1]
Abrenuncio, un médico judío y el sacerdote Cayetano Delaura, sostienen una intensa conversación acerca de la rabia, de sus estragos y de la incapacidad milenaria de la ciencia médica para curarla. En esa charla de amigos, se incluye el tema teológico al preguntarse si la rabia podría tener una explicación demoníaca o ser originada por un transtorno espiritual.
Abrenuncio era una pieza codiciada del Santo Oficio y era conocido por hereje y por no guardar respeto por los asuntos celestiales. Por eso, el padre Cayetano se sorprendía de ir a su casa para conversar: “La verdad es que ni siquiera sé a ciencia cierta por qué he venido”. Y aunque esas conversaciones nunca le resultaban fáciles, aún así siempre procuraba “volver otro día con más tiempo”. Así es el bendito vicio de la conversación.
Y resulta bendito, sobre todo, cuando se trata de hacer teología y de relacionar la fe con las necesidades y angustias de los seres humanos. Entre conversación y quehacer teológico no debería existir tanta distancia. La teología academicista (no la académica), la que se elabora dentro de los conventos cerrados del saber o que se cuece en las oficinas alfombradas de los especialistas, pierde su verdadero sentido cuando se aleja de la cotidianidad y comienza a ofrecer respuestas a preguntas inexistentes o a plantear argumentos para debates anacrónicos.
El arte de la conversación resulta, entonces, indispensable, fundamental e irremplazable para el quehacer teológico, así como lo ha sido siempre para el ofico pastoral. Martín Lutero, el célebre reformador alemán, fue un experto en este arte –o mejor, vicio-. Sólo baste recordar sus conocidas Tischreden o Charlas de sobremesa, recogidas fielmente por sus comensales y que hoy podemos leer en algunas de sus obras. “... el estilo de hablar íntimo de Lutero, la atmósfera peculiar de una mesa redonda constituida por hombres maduros que, prendidos de las palabras del maestro, celebraban sus chistes, veneraban sus sentencias, aceptaban sus dogmas y anatemas”.[2] En un ambiente de entusiasmo y cordialidad, junto a sus amigos, Lutero exponía con libertad muchas de sus opiniones y escuchaba las reacciones expontaneas de ellos. Alrededor de esa mesa Lutero hizo teología.
Sin duda que existen dos discursos.[3] El discurso ritual: el que se pronuncia desde el púlpito, se escucha en la cátedra, o se lee en un libro; y el discurso popular: el que se sostiene en la conversación informal, ya sea junto a una mesa, en un pasillo, o sentados en un parque. Este último no puede faltar siempre que intentemos hacer de la nuestra una teología contextual y pertinente, la que tanta falta hace por estos días de pandemia en los que vemos aparecer teologías extremistas (carentes de diálogo) y hermenéuticas desprovistas de compasión. Estas resultan ser, para usar una expresión de Sierva María de Todos los Ángeles (otro personaje de la misma novela) “más malas que la peste”.
Notas
[1] GARCÍA MARQUEZ, Gabriel. Del amor y otros demonios. Bogotá: Norma, 1994. p. 155.
[2] LUTERO, Martín. Obras. Salamanca: Sígueme, 1977. p. 425.
[3] BUENAVENTURA, Nicolás. Los hilos invisibles del tejido social. Bogotá: Magisterio, 1995. p. 45.
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