El creyente que no se maravilla ante la creación de Dios, es que no ha entendido la Escritura bíblica.
Algunos autores han venido señalando desde el siglo XIX la supuesta culpabilidad del judaísmo, y por ende también del cristianismo, en el menosprecio de la naturaleza así como en el maltrato de los organismos que la componen. Por ejemplo, el filósofo alemán Arthur Schopenhauer (1788-1860) escribía en su obra Fundamento de la moral, desde su característico pesimismo ateo, las siguientes palabras: “La pretendida carencia de derechos de los animales (…) es ciertamente una grosería que repugna, una barbarie de Occidente, que tiene su origen en el judaísmo. (…) El hecho de que la moral del cristianismo no tenga en consideración a los animales es un defecto que más vale admitir que perpetuar”. Un siglo después, el historiador Lynn White afirmaba también que la visión antropocéntrica del judaísmo y el cristianismo habría servido para ensalzar al ser humano como centro del universo pero a costa de menospreciar al resto de la naturaleza.
Según tales acusaciones el cristianismo habría adoptado del judaísmo la visión lineal de la historia frente a la idea griega del tiempo cíclico. El pensamiento bíblico acerca de una historia que tuvo un inicio, un punto alfa, y se va desarrollando hasta que sobrevenga el final, el punto omega, habría sido el más adecuado para dar lugar a la creencia en el progreso creciente y sin límites. El cristianismo sería, por tanto, la religión del crecimiento exponencial. La actual tragedia ecológica hundiría sus raíces en esta arrogancia cristiana de suponer el señorío ilimitado del hombre, en base al mandato divino de crecer y dominar la tierra. Tales convicciones religiosas habrían dado lugar a la ética calvinista del rendimiento y a la moral productivista y consumista de nuestro tiempo que sería la principal responsable de la destrucción medioambiental.
De ahí que muchos científicos y pensadores de Occidente no confíen ya en los argumentos del cristianismo y prefieran las visiones de la naturaleza que proporciona la religiosidad oriental. En este sentido se afirma que las religiones primitivas tendrían una visión más armónica del ser humano en relación con el ambiente que le rodea. La creencia animista de que cada ser natural -hombre, animal, planta o roca- es poseedor de un alma o fuerza vital, motivaría a los creyentes de tales religiones hacia un mayor respeto por la naturaleza. La llamada “madre tierra” (Pachamama) no se entendería como materia inanimada sino como un organismo vivo y sensible, capaz de autorregular sus ciclos. Un ser que respira y tiene influencia sobre los humanos. Estas serían, por ejemplo, las religiosidades propias de muchos pueblos repartidos por todo el continente americano. Asimismo para el hinduismo la creencia en la reencarnación y en los diferentes estadios por los que pasan los seres vivientes, fomentaría una actitud de respeto hacia todos los organismos y el medio ambiente en general. Lo mismo ocurriría en el budismo ya que los animales se ven como hermanos del hombre y el no matar a los seres vivos sería una de las mayores virtudes. Por el contrario, el islamismo y las religiones judeocristianas que toman al pie de la letra el relato bíblico de la creación, colocarían al hombre en un pedestal inadecuado que le haría creerse icono de Dios. Los humanos habrían actuado siempre como tiranos explotadores de la creación porque a ello contribuiría la profunda fosa de separación que el propio texto bíblico sugiere entre el ser humano y el resto de los animales.
¿Qué hay de cierto en todas estas críticas? ¿Es en verdad culpable el cristianismo del deterioro ecológico del planeta? No es posible negar que la cultura occidental se ha forjado sobre la superioridad arrogante del hombre en el universo y en base a un dominio abusivo de la naturaleza. No obstante, lo primero que se debería admitir es que muchas de las actitudes que se han venido manteniendo a lo largo de la historia, por personas y comunidades que se llamaban cristianas, no han estado ni mucho menos a la altura de los valores propiamente cristianos, ni tampoco en consonancia con la auténtica enseñanza bíblica sobre la creación. La Escritura no se refiere a este tema sólo en el libro del Génesis, también en los Salmos se habla del origen del mundo. En el Salmo 104, por ejemplo, la creación aparece como reflejo de la bondad del Creador y el creyente puede a través de ella experimentar el amor y la proximidad de Dios. Esta concepción implica que la naturaleza no es únicamente para ser dominada por el hombre, sino que constituye a la vez un don divino capaz de provocar en el ser humano una actitud de respeto, admiración y amor. El creyente que no se maravilla ante la creación de Dios, ni sabe apreciar su poderosa mano detrás de los millones de galaxias o entre los delicados estambres de una flor, es que no ha entendido la Escritura bíblica. Quien destruye o contamina deliberadamente el mundo natural y al mismo tiempo confiesa su fe en Jesucristo, no está siendo coherente con su cristianismo.
[destacate]"No parece justo acusar a la Biblia de haber originado la crisis ecológica".[/destacate]Por el contrario, el mensaje del Nuevo Testamento que aparece en muchas parábolas contadas por el Señor Jesús transmite, para quien sabe leer entre líneas, una clara actitud de conocimiento, respeto e identificación con la armonía y belleza de los procesos naturales. La semilla de mostaza que crece hasta transformarse en un árbol capaz de cobijar a las aves del cielo; la fermentación silenciosa de la levadura; la belleza de los lirios del campo o el propio Sol que derrama sus poderosos rayos sobre justos e injustos, constituyen ejemplos del prematuro y sano “ecologismo” que empapaba la predicación de Jesucristo.
También en las cartas del apóstol Pablo se deja ver esta valoración por el mundo creado. El Hijo de Dios no sólo aparece como la imagen del Dios invisible sino como “el primogénito de toda creación” (Co. 1:15). Si el propio Creador se humaniza y nace en el seno de su creación es porque ésta vale la pena y merece consideración. El centro del universo creado no es ya el hombre Adán sino el Hijo del Hombre, porque en él, por medio de él y para él fueron creadas todas cosas. De manera que, en la perspectiva cristiana, el dominio humano sobre la naturaleza debe someterse siempre al señorío de Cristo. Esto significa que es prioritario el amor y la deferencia a cualquier manipulación abusiva. En Romanos 8: 19-23 se reconoce que la creación está actualmente “sujetada a vanidad”, es decir, subsistiendo en el fracaso, llevando una existencia diferente a aquella para la que fue originalmente formada. Pero, a pesar de esta situación, llegará el momento en que se producirá la liberación definitiva de esta “esclavitud de corrupción”.
No parece justo acusar a la Biblia o al mensaje cristiano de haber originado la crisis ecológica, precisamente cuando tanto el Antiguo como el Nuevo Testamento defienden la creación y consideran al Hijo de Dios como su especial primogénito. Es cierto que en determinados ambientes de tradición cristiana no se ha respetado el mensaje bíblico y se ha actuado de manera equivocada, frente a un mundo que se apreciaba como hostil y amenazante, pero la Palabra de Dios no es culpable de los errores que cometen las personas. También los hombres que desconocían el mensaje bíblico han dado muestras de destrucción salvaje del entorno natural. No se puede decir que los pueblos bárbaros europeos, por ejemplo, estuvieran influidos por la doctrina judeocristiana de la creación ya que todavía no habían sido evangelizados y, sin embargo, mantenían como es sabido una lucha abierta y destructiva contra la naturaleza. Por otra parte también conviene reconocer que la industrialización y el desarrollo tecnológico que han provocado la actual crisis ecológica, surgieron en una época en la que florecía sobre todo el secularismo y la ciencia no estaba precisamente sometida a las iglesias cristianas.
La teología bíblica de la creación no sacraliza la naturaleza como hacen otras religiones de carácter panteísta, pero sí enseña que si somos criaturas debemos respetar el conjunto de la creación porque pertenecemos a ella. Lo contrario sería como arrojar piedras sobre nuestro propio techo. El hombre formado a imagen de Dios no se concibe, desde la Biblia, como un señor despótico y explotador sino como el intendente, el administrador o tutor del mundo natural. No puede por tanto vivir saqueando la creación y extenuando de forma irreversible los recursos que el Creador le ha confiado. Tiene, por el contrario, el deber de gestionar la tierra con sabiduría y sin avaricia porque, en definitiva, el único soberano de este mundo es y será siempre el Señor. Esto significa que los cristianos debemos asumir la responsabilidad que nos toca para solucionar aquellos problemas ecológicos que estén en nuestras manos. Dios espera precisamente esto de cada uno de sus hijos y la situación actual de la creación lo necesita urgentemente. Tal como escribió Pablo: “Porque el anhelo ardiente de la creación es el aguardar la manifestación de los hijos de Dios” (Ro. 8:19).
Ante la actual crisis ecológica, la Palabra de Dios nos insta a vivir con sabiduría y a salir de nosotros mismos para ir al encuentro de los demás. Amar a Dios con todo el corazón y al prójimo como a uno mismo (Lc. 10:27) es también acercarse a los más pobres y a las minorías culturales, que son quienes más sufren los problemas ecológicos. La ecología humana que une las cuestiones sociales con las ambientales está profundamente enraizada en el mandato bíblico del amor al prójimo y en hacer justicia al afligido y al menesteroso (Lv. 19:15; Sal. 82:3).
El concepto de prójimo debe ampliarse también a las futuras generaciones. Las palabras de Jesús: ¿Qué hombre hay de vosotros, que si su hijo le pide pan, le dará una piedra? ¿O si le pide un pescado, le dará una serpiente? Pues si vosotros, siendo malos, sabéis dar buenas dádivas a vuestros hijos, ¿cuánto más vuestro Padre que está en los cielos dará buenas cosas a los que le pidan? (Mt. 7:9-11). Actualmente, estamos acumulando “piedras” y “serpientes” como una nefasta herencia para nuestros descendientes. Nuestras acciones contra el mundo natural pueden hipotecar la vida de nuestros hijos y nietos, sobre todo si se siguen políticas de inmediatez que sólo responden a intereses electorales a corto plazo y no tienen en cuenta el bien común de las siguientes generaciones.
[destacate]"No podemos cosificar la creación o tratarla como objeto de nuestra manipulación".[/destacate]El Señor Jesús dijo: “Y como queréis que hagan los hombres con vosotros, así también haced vosotros con ellos” (Lc. 6:31). Todo lo que hacemos los creyentes, incluso aquellas acciones que pueden tener un impacto sobre la creación, deben realizarse desde una perspectiva universal. Quizás deberíamos preguntarnos, antes de adoptar cualquier comportamiento, si lo que hacemos y el modo en que vivimos resulta universalizable. Es decir, si todo el mundo viviera como nosotros, ¿sería sostenible para los recursos y posibilidades del planeta? Esta pregunta cuestiona el excesivo consumo de los países ricos y su depredación injusta de los recursos naturales. Asimismo, plantea la necesidad de apostar por un crecimiento sostenible que no sea voraz e irresponsable.
La austeridad recomendada por el Maestro a sus apóstoles imprime el carácter al que debe aspirar todo seguidor de Cristo. “No os proveáis de oro, ni plata, ni cobre en vuestros cintos; ni de alforja para el camino, ni de dos túnicas, ni de calzado, ni de bordón; porque el obrero es digno de su alimento” (Mt. 10:9-10). Hoy debemos redefinir el concepto de “progreso” en base a estas palabras divinas, pues todo desarrollo económico y tecnológico que no nos lleve a la construcción de un mundo mejor, más justo y con una calidad de vida superior para todas las personas, no puede considerarse verdaderamente como progreso. Y esto puede significar en la práctica que las sociedades del norte debamos asumir cierto decrecimiento en favor de las del sur. El Nuevo Testamento aconseja la sobriedad como una característica importante de la vida cristiana (1 Ts. 5:6-8; Tit. 2:2; 1 P. 1:13; 4:7; 5:8) y hoy, quizá más que nunca antes en la historia de la humanidad, tenemos que vivir austeramente para que todos puedan vivir.
Hemos de tomar conciencia del valor de la interdependencia de los seres humanos de la tierra, así como también de nuestra dependencia de otras especies biológicas. El relato de la creación del Génesis insiste en que todo lo que Dios creó era “bueno” (Gn. 1:10, 12, 18, 21, 25, 31). Lo único que no era bueno es que el hombre estuviera solo (Gn. 2:18). Esta conciencia de interdependencia debe llevarnos a una ética de la compasión y la solidaridad universal que permita a todos los seres creados vivir adecuadamente, sobre todo a los más frágiles y amenazados. Toda vida creada es un don de Dios y esto significa que no nos pertenece (1 Co. 6:19) y que, por tanto, debemos cuidarla como algo que viene del Altísimo. No podemos cosificar la creación o tratarla simplemente como objeto de nuestra manipulación. Los valores que se desprenden de la Escritura son profundamente respetuosos con el universo creado y, por tanto, pueden ser considerados, desde la mentalidad contemporánea, como auténticos principios ecológicos. No es sensato culpar a Dios de los desmanes cometidos por el hombre.
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