Dios no se dedica a castigar a la humanidad por medio de virus mutantes que matan sobre todo a los más ancianos, o a quienes tienen un sistema inmunitario débil, sean éstos, creyentes o no.
Existen al menos dos valoraciones distintas con respecto a la tragedia humana que estamos padeciendo por culpa del famoso coronavirus disease 2019 (COVID-19). De una parte, está la idea materialista de que las cosas ocurren porque sí y no existiría ninguna intencionalidad en ellas. Sería el azar quien determinaría el futuro de todas las especies biológicas y las mutaciones casuales, más o menos filtradas por la selección natural, constituirían la razón de todo cambio, así como la causa de tanta biodiversidad y también de los virus potencialmente peligrosos. Ni creador sobrenatural a quien pedir responsabilidades, ni diseño inteligente de la creación, ni propósito divino en aquello que ocurre en el mundo, sólo materia o energía y acontecimientos fortuitos. Desde esta perspectiva, nada de lo que acontece podría ser calificado como bueno o malo ya que sería algo absolutamente natural, sin propósito, que se viene repitiendo desde la noche de los tiempos y no obedecería a ningún tipo de premeditación ni moralidad alguna.
La segunda valoración es radicalmente distinta de la anterior porque parte de la creencia en un Dios eterno que creó el universo con una intención determinada y dirige los acontecimientos cósmicos, biológicos y humanos hacia un fin que sólo él conoce perfectamente. Si existe un Dios creador así, tal como afirma la Biblia, que diseñó intencionalmente el mundo, entonces todo está hecho con propósito y resultaría posible hablar de acontecimiento buenos y malos, adecuados e inadecuados, pues existiría un estándar moral establecido desde el principio por el Altísimo para discriminar y valorar toda actitud o acontecimiento histórico. Semejante criterio moral de origen divino e implantado en cada conciencia humana es lo que nos permite distinguir entre lo bueno y lo malo. Por tanto, la moralidad no sería el producto de la evolución ni estaría basada en los gustos, preferencias u opiniones de las personas o las distintas sociedades sino en dicho referente moral universal con el que fuimos creados.
¿Cómo valorar entonces, desde esta segunda perspectiva, la pandemia actual? ¿Es Dios responsable de tantas muertes, de tanto dolor y sufrimiento? ¿No lo podría haber evitado? ¿Nos está castigando por medio de este virus? Estas son las tradicionales cuestiones de la teodicea que han venido preocupado al ser humano desde siempre y que para aproximarse a ellas, en definitiva, se requiere más de la fe que de la razón humana. La Biblia indica que Dios constituyó a las personas con libre albedrío y con el fin de que pudieran tomar decisiones moralmente significativas. Las creó para la vida y no para la muerte pero esto último cambió como consecuencia de la rebeldía, el mal uso de la libertad y la desobediencia humana (Gn. 2:9; 3:22).
La creación fue sometida a corrupción y, en un mundo finito así, las enfermedades, las epidemias y la muerte se volvieron frecuentes e incluso necesarias para el buen funcionamiento de los ecosistemas naturales. ¿Cómo pudo ocurrir esto? ¿Cómo se pudo pasar de la eternidad a la finitud? ¿De qué manera la maldición sobre el pecado original hizo que las cosas buenas se tornaran malas? No lo sabemos. Algunos creen que el hecho de que se puedan obtener hoy sustancias para la lucha contra el cáncer a partir del mismísimo veneno de las serpientes sería un indicio de su origen benigno y que una leve relajación de la providencia divina pudo permitir el incremento de la corrupción material del mundo. Pero lo cierto es que desconocemos cómo pudo ocurrir esto.
Hoy vivimos en una biosfera en la que la muerte resulta imprescindible para que de nuevo surja la vida. La materia se recicla constantemente en el planeta y es siempre la misma ya que éste no recibe aportaciones significativas de materia espacial. Lo único que llega a la Tierra es energía solar y radiaciones cósmicas. Pero, ¿será siempre de esta manera? La esperanza del apóstol Pedro, reflejada en el Nuevo Testamento, era: “nosotros esperamos, según sus promesas, cielos nuevos y tierra nueva, en los cuales mora la justicia” (2 P. 3:13). Y esta continúa siendo todavía la esperanza y la fe del creyente: una nueva creación no sometida al mal ni a las consecuencias corruptoras del pecado.
En un mundo como el presente, Dios no se dedica a castigar a la humanidad por medio de virus mutantes que matan sobre todo a los más ancianos, o a quienes tienen un sistema inmunitario débil, sean éstos, creyentes o no. De ser así, el ser humano habría desaparecido de la faz de la Tierra con la primera peste de la antigüedad. Por el contrario, él prefiere que las personas se reconcilien por medio de Cristo para no tomarles en cuenta a los hombres sus pecados (2 Co. 5:19).
Creer que la actual pandemia es un castigo divino es equivocarse, como se equivocaron los amigos de Job cuando le dijeron que sus infortunios se debían a que Dios lo estaba castigando; o los discípulos de Jesús que pensaban que la ceguera del ciego de nacimiento era por sus propios pecados o por los de sus padres (Jn. 9); o como erraban también quienes creían que Pilato había sido usado por Dios para castigar a los galileos, al asesinarlos en el templo junto a sus propios sacrificios (Lc. 13:1-2); o, en fin, aquellos 18 que fueron aplastados accidentalmente por la torre de Siloé y de los que el propio Señor Jesús dijo: “¿pensáis que eran más culpables que todos los hombres que habitan en Jerusalén? Os digo: No; antes si no os arrepentís, todos pereceréis igualmente” (Lc. 13:4-5). Desde luego que no, el Dios de la Biblia no es un verdugo arbitrario sino que desea el arrepentimiento y la salvación de las personas. Por eso, en el Nuevo Testamento se muestra paciente y “hace salir su sol sobre malos y buenos”, de la misma manera que “hace llover sobre justos e injustos” (Mt. 5:45).
Aquella antigua imagen borrosa y precristiana del Dios justiciero, Señor de los ejércitos, que castigaba a los hebreos con plagas y guerras, que endurecía el corazón de los hombres, enriquecía o empobrecía (1 S. 2:8) y de cuya boca tanto podía salir lo malo como lo bueno (Lm. 3:38), se perfilará definitivamente en el rostro amable y apesadumbrado de Jesucristo colgando del madero. El Maestro enseñará a sus discípulos a llamar a Dios “papá” (Abba), tal como hacían los niños con sus padres humanos. El Dios de dioses y Señor de señores, el poderoso y temible (Dt. 10:17), mostrará a través de Jesús su dimensión más amable y humana. Finalmente, Juan escribirá que “el que no ama, no ha conocido a Dios; porque Dios es amor” (1 Jn. 4:8). Y un creador amoroso no se dedica a enviar virus mortales a los hombres como supuestamente hacían los dioses paganos de la antigüedad.
Desde luego, es imposible concebir la existencia de un mundo finito, poblado por seres finitos, que no estén sujetos a los zarpazos mortales del mal natural propio de un cosmos caído. Lo único que puede liberar de tal influencia negativa es la eternidad sobrenatural de unos cielos y una tierra nueva donde moren definitivamente la justicia. Esto, que es imposible para los humanos, Dios lo hizo posible, según la Escritura, por medio de Cristo Jesús, quien venció para siempre el aguijón de la muerte. Él dijo: “Yo soy la resurrección y la vida; el que cree en mí, aunque esté muerto, vivirá. Y todo aquel que vive y cree en mí, no morirá eternamente” (Jn. 11:25-26). Tal es la única respuesta cristiana al mal: confiar en la palabras del Maestro y vivir con arreglo a su voluntad mientras estemos en este mundo. No se trata de una confianza ciega sino basada en su propia resurrección histórica. La mejor vacuna contra el coronavirus es Jesucristo, quien afirmó: “En el mundo tendréis aflicción; pero confiad, yo he vencido al mundo” (Juan 16:33).
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