Si hay una relación con ese Cristo que pregonamos debe haber una vida vivida conforme a su modelo
Hablando con otras personas y leyendo sobre lo que es el discipulado, o lo que es ser un discípulo, es decir, un seguidor de Jesús, me fue muy enriquecedor recordar que el discipulado dura toda la vida, y que implica ser siervo, como Cristo, quien dijo que no había venido a ser servido sino para servir.
Es una labor continua y sostenida que nos conduce hacia la madurez, contrastando con la cotidianeidad de nuestros días donde todo debe ser conseguido de forma exprés, donde prima más el tener éxito, que la calidad de los resultados.
Y todo ello se verá cuando expresemos una intensa pasión por Cristo y sus asuntos. Cuando todo Él se note en nuestras vidas, inspirando a otros a hacer lo mismo que nosotros, si es que lo hacemos, y con la misma devoción e intensidad.
Porque el discípulo no solo se preocupa por su llamado, sino que le importa ayudar a otros en su desarrollo personal. Estos discípulos se identifican con Cristo, siguen su estilo de vida y son inspiradores de otros.
Dios nos ayude para que podamos decir con el apóstol Pablo: “Lo que aprendisteis y recibisteis y oísteis y visteis en mí, esto haced…” (Filipenses 4.9).
El discipulado si bien tiene de individual, no se lleva a cabo de forma aislada, sino en comunidad, donde te encuentras con seres humanos con algo en común contigo: que su Dios es tu Dios, y que todos somos instrumentos para el propósito de este Dios en su quehacer en el mundo; y donde tú sientes que invierten en ti, y al mismo tiempo sientes que tú inviertes en otros.
Y ese ambiente creado para que se dé todo lo que mencionamos, propicia iniciar ese caminar de forma excelente hasta conseguir la meta esperada, cuyo alcance es a largo plazo.
Y reflexionando sobre este medio idóneo para que las personas se vayan identificando más con Cristo, anhelen ser como Él, tengan devoción por su misión, sepan que son instrumentos dentro de la Missio Dei, me hizo asociarlo con lo que fue plasmado en la carta del apóstol Pablo a los Filipenses, que ahora leo.
Y ayudada por diversas lecturas corroboro lo que siempre he pensado, que toda esta carta emana afecto, cariño, el cual viene a ser vital en el desarrollo del discipulado. Y no solo aquí, sino también cuando se dirige a otras iglesias a través de sus misivas.
Pero hoy me refiero a la de los filipenses, que tiene algo especial cuando hablamos de relaciones, cuando se crea una cultura del discipulado. Ese afecto recíproco provenía del hecho de que ellos estaban unidos a Cristo, tal como Él había pedido: “Permaneced en mi amor”, como Él mismo permanecía en el amor del Padre.
Dicho afecto se nota cuando allá, en medio de sufrimientos, el apóstol se acordaba de ellos, clamaba por ellos, que eran su gozo, su corona, su alegría…
Así se los demuestra con ese talante pastoral que siempre me admira: “Porque Dios me es testigo de cómo os amo a todos vosotros con el entrañable amor de Jesucristo”.
Desde allí no descuida su labor de proclamación y discipulado. Enseña, pero también practica, recibe e invierte. Por ello puede decirles:
“Y esto pido en oración, que vuestro amor abunde aun más en ciencia y en todo conocimiento, para que aprobéis lo mejor, a fin de que seáis sinceros e irreprensible para el día de Cristo, llenos de frutos de justicia que son por medio de Jesucristo, para gloria y alabanza de Dios”.
Pablo quiere que esa nueva comunidad sea imitadora del modelo supremo que es Jesús, viva su estilo de vida, sea como Él, obediente a los mandamientos, dispuesta al compromiso, a la entrega, al sacrificio; una comunidad fomentadora del amor fraternal, la compasión, la ayuda…
Se percibe en su quehacer pastoral la importancia que le da al afecto, al sentir, y también al conocimiento. Otra vez cabeza y corazón; apela a ambos. Quizá, ahí está la clave.
El amor de Cristo todo lo puede. Si no lo hay, no existirá lo demás, aunque haya fe. Y no hablo de puro sentimentalismo que solo dura un momento y luego desaparece: ‘hoy me gustas, mañana no porque no me felicitaste por mi cumpleaños’.
Él les va explicando la teoría junto a la práctica de su propia vida, por cómo vive el evangelio que proclama. Los ayuda a ser aquello para lo que han sido llamados.
Y en ese ambiente afectivo que exige una cultura del discipulado, los llama a la unidad, a ser luminares que no se esconden bajo un almud, sino que alumbran en derredor de ellos, impregnándolo todo de esa nueva vida que estalla alcanzando a otros.
Y esa nueva forma de pensar y sentir romperá con lo que mencionábamos en otras oportunidades, el egoísmo que nos pesa tanto, la competencia, lucha por el poder, el éxito, para traer a cambio la humildad y el pensar en el otro por encima de nosotros mismos. Y Cristo siendo el centro de todo.
Y todos enamorados de él, que tiene un corazón tan grande que no tenemos que disputar por un pedacito. Y el mundo tan grande para no pelearnos por un trozo de tierra donde hacer discípulos.
Es entonces que alcanzamos a regocijarnos una y otra vez, contentados y pacientes, compartiendo de la heredad que nos ha tocado en el reparto, y esto independientemente de las circunstancias.
Mientras vas leyendo esta epístola que mencionamos, ya leída tantas veces, pero que cada vez es como si fuese por la primera vez, como si se hiciera con ese mismo espíritu con la que fue escrita, o quizá con cierta vulnerabilidad, como si volviésemos a ser niños y todo lo que consideramos cotidiano lo viéramos con asombro, como nuestro y no como algo extraño, y formas parte de ello.
Y sientes como que esas palabras también son para ti, aprendiz de seguidor que tiene hambre y sed de seguir creciendo, hambre y sed de justicia; tanto es que escuchas la Palabra y esta te parece más dulce que la miel destilada de un panal, y quieres enraizarte en esa Palabra, sientes que te hablan a través de ella, porque Él es el centro de esta Palabra, Palabra que da testimonio de Él.
Él te acompaña en el camino haciendo arder tu corazón, te ayuda a mantener viva la antorcha que se te ha encendido en ese corazón y que te acompaña en los días y noches hasta que se dé el regreso tan esperado.
Todo con tal de intentar mantener el estilo de vida del que seguimos. Si hay una relación con ese Cristo que pregonamos debe haber una vida vivida conforme a su modelo.
Él llevó a rajatabla su estilo de vida acorde con lo que proclamaba ante los que le seguían y ante ese equipo al que estaba preparando antes de su marcha de este mundo.
Era consciente que su modelo sería copiado, por tanto, debía ser un buen modelo. Con autoridad pudo decir: “… si hacéis lo que yo os mando...”; “amaos unos a otros…”. Porque nada hacía por su cuenta, sino lo que veía hacer al Padre (Jn. 5.19).
Sí, discípulos de carne y hueso que aun con sombras se han decidido a seguir el llamamiento de Jesús, que son esos bienaventurados pobres de espíritu, misericordiosos, que lloran, son mansos, tienen hambre y sed de justicia, son limpios de corazón, buscan la paz, son perseguidos por causa de la justicia…
Y Él los acompaña en ese nuevo camino a Emmaús, cargados de Esperanza, sabiéndose bienaventurados; solo así pueden reencontrarse con el mundo y aunque sean rechazados muchas veces, seguirán intentando ser sal, luz, brillando mucho para que se vean las buenas obras (con fe), de modo que a Dios sea dada toda la gloria.
Y esa es la comunidad que sale al mundo, un mundo del cual no debe desentenderse, pues hay uno que dio su vida para que todos puedan echar mano de las promesas de Dios dadas al principio de todo. Promesas de vida.
Cuando ves las maravillas elaboradas con tanto primor en esta tierra que habitamos, de ninguna manera osamos pensar que somos objetos desechables.
Alguien sabio, todopoderoso, repleto de amor y misericordia, inteligente, se tomó su tiempo y derrochó su arte con toda la excelencia, poniéndole una pasión tal que ha quedado plasmado en todo, tanto es así que casi no lo podemos entender.
No, yo no lo hubiera hecho así, pensando en tantos; tal vez solo para mí y mis allegados y cercanos. Solo un amor que no podemos ni siquiera imaginar ni comprender podría propiciar el pensar en todo y en todos.
Por ello, ese que dio lo más valioso que tenía, a él mismo, por pura gracia, pero una gracia que no fue barata, ahora solo pide que salgamos con el ejemplo que dejó a través del Hijo, su viva imagen, quien dijo que aquellos que eran sus discípulos, los que habían decidido seguirle, debían cargar su cruz, pues sin ella no hay seguimiento: “Y el que no lleva su cruz y viene en pos de mí, no puede ser mi discípulo” (Lc. 14.27).
Claro que no significa cargar la cruz de madera un día y con eso ya está todo hecho. Si es que lo he entendido bien, es caminar día a día por la realidad que nos circunda, viéndola con compasión pues de allí salimos. Y de acuerdo al modelo por excelencia: el del Maestro.
Entonces, solo entonces, pienso que se apodera de nosotros la otredad, nos identificamos con el otro. Con el extraño, que está fuera de los círculos normales, los marginados, los nadie, los que están cargados de culpas y más culpas.
Solo si estás en Cristo y con Él, como si fueses un pámpano pegado a la vid, podrías mirar con esa misericordia y amor. Y si no, debemos empezar a volver a las sendas antiguas, otra vez y recomenzar. Todas las mañanas Dios nos da una nueva oportunidad.
Todo ese estímulo de Pablo a las iglesias para que se fortalecieran espiritualmente tenía como fin a que fueran capaces de mostrar su presencia luminosa y misional en el mundo que tanto le importa a Dios.
Solo releer Lucas 4 y otra vez recordamos cómo iniciar la misión, tal como lo dejó plasmado Jesús al principio de su ministerio.
“El espíritu del Señor está sobre mí,
por cuanto me ha ungido para dar buenas nuevas a los pobres;
me ha enviado a sanar a los quebrantados de corazón;
a pregonar libertad a los cautivos,
y vista a los ciegos;
a poner en libertad a los oprimidos;
a predicar el año agradable del Señor”. (Lc. 4.18-19)
Él tomó para sí las infamias, deshonras, bajezas nuestras; no se avergonzó de los hombres. Lo hizo todo por ser amigo: comer con ellos, andar con ellos, perder la reputación con ellos.Y por último dar la vida por ellos, como el peor de todos los malhechores.
Así, los discípulos cada día se despojan de todo, y se sientan a comer y beber con los perdedores, los acogen, los aman como si fuesen sangre de su sangre porque lo hacen con ese amor de Cristo; los tocan, los sacian cuando claman por pan y justicia en todas sus acepciones.
Son discípulos con una misión que es integral; consideran al ser humano en su integralidad: física, emocional, espiritual, etc., pues saben que Cristo proclamaba, pero su proclamación iba de la mano con la compasión.
Cargar la cruz, mantener la paz ante la espada, callar, dar la otra mejilla, ¡qué difícil!
No es fácil. El camino del que quiere seguir a Jesús no es de color de rosas, más bien hay muchas piedras punzantes, pero también aparecen de vez en cuando unos pétalos que sirven para animarnos hasta que consigamos el ramo entero y hermoso que se encuentra más allá del sol.
Cristo es el camino por el que vamos al Padre, nos relacionamos con Él y a partir de ahí podemos relacionarnos los unos con los otros, no por unas horas o días, sino por siempre.
¡Qué lindo es escribirlo!, pero muchas veces también me parece oír: “Por qué me llamas Señor, Señor, y no haces lo que yo digo”. ¡Que Él nos ayude!
Gracia y paz sean a todos. Un abrazo fraternal.
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