Cuando se pretende argumentar para el presente, y buscar el bien para la Iglesia, basado en ese modelo del pasado, como si fuera ejemplo a seguir (¡no del que huir!), creo que todo el discurso se deshace.
Mi única pretensión con este encuentro, que será, d.v., también la semana próxima, es mostrar alguna cuestión sobre la idea del Estado, que me parece, tiene no poca confusión. Se podría decir que sobre el Estado existe en el pueblo evangélico un estado de confusión.
Tendré como referencia algunas frases aparecidas en este mismo medio, algunas veces tocando un modo de ver el tema, otras mostrando, no solo para el Estado, lo que debería ser la actitud del cristiano fiel ante la dominación del secularismo actual sobre la Iglesia. (No cito a los autores, tampoco me importaría, porque no se trata por mi parte de contrastar algo de un autor concreto, pues más bien son portavoces de posiciones que también otros comparten.)
Además, ha coincidido que al lado de cómo se ve el Estado moderno, y cómo debería de ser, o cómo debe actuar la Iglesia ante el dominante secularismo, incluso dentro de ella, ha aparecido el asunto del final del tiempo, o tiempo final, que con esto de la pandemia algunos casi tocan con la mano. Quien crea que ya se barrunta el arrebatamiento y el reino milenario, tratar de cómo deba ser el Estado le será tarea absurda. Yo no creo en eso, por lo cual procuraré avisar de lo que pienso que daña, y edificar la casa de Dios y destruir la del diablo (como diría Calvino) en todo tiempo.
"Muchos cristianos se han desviado de su defensa de la fe al proponer que el Estado sea secular, olvidando que el Estado que no obedece a Dios se convierte él mismo en un dios".
Yo seré uno de los desviados porque efectivamente creo que el Estado tiene que ser secular. Pues se trata de algo de aquí, del mundo, del tiempo presente. Por otro lado, ¿a qué se opone “secular”? ¿A lo eclesiástico; a lo sagrado? Se debería tener cuidado con las declaraciones de defensa de la fe, que pueden dejar a quien las hace con sensación de algo, pero que no significan nada.
¿Qué significa en esa proposición la palabra Estado? Se supone que se da por aceptada la moderna configuración del mapa mundial con “sus” Estados actuales. Pero no debe olvidarse que no siempre ha sido así. Incluso el modelo es muy variable. Cuando Pablo habla de la autoridad en el clásico capítulo 13 de Romanos, su imagen seguro que no es la misma que la nuestra. El uso de esa palabra en un modelo clásico de discusión sobre su identidad puede servir para ver su problematicidad. Me refiero a Maquiavelo, con su El Príncipe, donde se explica un tipo de filosofía política que destaca la llamada “razón de Estado” (aunque él no emplea ese término), con la que se pretende justificar cualquier acción para que el príncipe conserve “su” Estado. Efectivamente, el Estado siempre “es” de alguien: su soberano, sea el príncipe territorial, el rey, el emperador, o el pueblo (definido y concretado, que no vale cualquier “masa”); incluso durante siglos tuvo Europa los “Estados” de Pedro o de la Iglesia, los papales. Por lo tanto, el Estado no puede ser separado de personas concretas, las cuales parece que serán de aquí, seculares.
Se supone que “el Estado que no obedece a los mandamientos…” se referirá a personas que no obedecen, porque el Estado como tal no es un ente con volición. Al final ya vamos mejor, se trata de personas. Y a éstas no debemos olvidarlas cuando se afirma que “el Estado que no obedece a los mandamientos de Dios se convierte en un dios”, pues eso tendrá que ver con personas concretas. Y espero que de ahí no se saque la conclusión de que los Estados que no obedecen a Dios carezcan de legitimidad, es decir, que no se los pueda considerar con sus derechos y lugar propios en el ámbito de las naciones. ¿Es un factor obligado para su legitimidad que un Estado tenga en algún punto de su constitución que obedece a los mandamientos de Dios, o que de Dios viene su autoridad? Realmente ¿se puede pretender que el Nuevo Testamento tenga una idea así? Y contando que se acepte la premisa, ¿qué hacemos con esos Estados? ¿Los destruimos? ¿Tendría un estado que sí obedece los mandamientos divinos la obligación de destruirlos?
"Lo deseable no es un Estado secular, sino uno que cumpla los mandamientos de Dios".
Aquí se empieza a ver algo de significado en esas propuestas. Pero resultará que el Estado, en esa condición, dependerá de algo trascendente, no de la decisión de sus miembros. Esto está reñido con la democracia. Las leyes de ese Estado ya están dadas, y las tendrá que cumplir. Toda la idea de política, en el mejor modelo de vocación de servicio público, quedan anuladas. Incluso, ¿habría que elegir a los gobernantes?
Lo de “cumplir los mandamientos” descubre la cuestión de fondo. Permitan una pregunta: ¿Qué mandamientos? ¿Le damos toda la Biblia como un código, o, quizás, sacamos las hojas desde Ex. 20 hasta final del Deuteronomio y las juntamos en un tomo legal obligatorio para esos mandamientos? Al final la retórica de la frase “cumplir los mandamientos”, o “cumplir la Ley”, se traduce en la primacía de la iglesia, que cada uno la ve suya. Los mandamientos de Dios son los mandamientos que yo digo que son los mandamientos de Dios. Y frente a la ridiculez de personas particulares que asumen tal pedestal, nos encontramos con la antigua iglesia romana, con su estructura, tan avezada en esto de mandar lo que se debe obedecer.
Las proclamas de que el Estado está fundado en un aspecto trascendente, que debe servir a Dios, que lo secular es satánico, que la idea de un Estado definido desde sí propio, con la única legitimidad de sus procesos de elección y confección de sus leyes y principios básicos, se corresponde con la “revolución socialista”, herederos de ese mal endémico que la Reforma instaló, lo de la libertad de pensamiento, de educación, de examen, de la política, etc.; eso fue el discurso propio de la contrarrevolución por los sucesos de 1848. La contrarreforma se muestra aquí en contrarrevolución, y en España se nutrió de plumas y discursos que ahora se recuperan por personas del mundo evangélico (aunque, espero, sin ser conscientes de ello).
Cuando esos contrarrevolucionarios hablan de gobierno sometido a Dios, de base trascendente, de cumplir mandamientos divinos, etc., lo que están diciendo es, simplemente, sométase el Estado a la Iglesia Romana. Que es la muestra visible de lo trascendente, y la que tiene su código canónico que iluminará todo derecho civil. (Que aquí tuvimos esto con el dictador de cuneta y palio, no se debería olvidar.) La democracia y sus gobiernos parlamentarios son únicamente “discutidores”; nada que ver con una buena monarquía absoluta, y si están despistados los reyes, con una buena dictadura. Que así es como se cumplen bien los mandamientos de Dios. ¿Qué es eso de legitimidad democrática? Lo trascendente, lo de Dios, esto es, la presencia de la iglesia católica, luz verdadera de luz verdadera. (Una breve lectura de algo de Juan Donoso Cortés, o de Jaime Balmes, ambos radicales enemigos de la Reforma, sería muy útil para los evangélicos que pretenden una ética política “protestante”, precisamente con su lenguaje.)
"No hay organismo más importante, y más poderoso sobre la faz de la tierra que la Iglesia. El ejemplo lo tenemos en aquellos que cambiaron la vida en el Imperio Romano, de tal profundidad que al final este Imperio tenía que rendirse delante de un cristianismo vigoroso e imparable."
Les confieso que fue esta manera de ver ese tiempo de la Iglesia, lo que me motivó a presentar estas notas. Ya he dicho que no tengo en cuenta autores, sino lo que se presenta, porque es un modelo compartido por sectores evangélicos. Pero me parece un verdadero desastre, una catástrofe.
Se suele mostrar la situación deplorable de la Iglesia actual, frente al compromiso de los creyentes en esos siglos primeros. Ahora, ya se sabe, hemos sido influidos por la filosofía del entorno. ¿Y entonces no? ¿Realmente se puede sostener que la Iglesia en tiempos de Constantino no tenía influencia de la filosofía de su entorno? Un caso, Eusebio de Cesarea, con su Historia de la Iglesia, ¿no tenía influencia del interés personal del emperador Constantino? (Se podría decir que Eusebio fue su jefe de marketing; incluso alguien ha escrito que Agustín tuvo que salvar al cristianismo de ambos). Que la gran persecución (como todas, especialmente en Oriente, nada de Roma) de Diocleciano no pudo acabar con el cristianismo. Pues no acabó, para eso ya se bastaba Constantino y sus aduladores. Un desastre. Incluso en lo mejorcito; cuando se discutía sobre la divinidad de Cristo, ¿no existía influencia de la filosofía pagana al servicio del emperador de turno, que sacaba tajada de las definiciones? (Porque si el emperador era su vicario, lo que se dijera de Cristo era pura filosofía política.) Una catástrofe.
Mi postura es que la Iglesia ya comienza su apostasía en el Nuevo Testamento, y que su historia es la historia de su apostasía, hasta hoy. Todo ello, claro está, en su referencia visible; de la verdadera, la invisible, de esa no se puede hablar nunca de apostasía, pues nos tiene el Señor en su mano. Pero de lo que conocemos como “Iglesia” en el sentido de su historia visible, no hay más que ruina. ¿No era apostasía lo que vislumbra Pablo en las congregaciones de Galacia? Los primeros siglos son ejemplo de un desastre espiritual. Se incorporan de inmediato las supercherías sobre méritos de mártires, de reliquias, de lugares. Se empieza a sacramentalizar el espacio y el tiempo, todo ello es pagano. La Iglesia aquí se torna mediadora para llegar a la del cielo. Los mártires son la escalera más segura: hay que tenerlos y tocar sus reliquias. Cuando cesan las persecuciones, son los monjes en sus cuevas los nuevos mártires. Luego llegan los obispos, como mediadores con la Iglesia triunfante. Un desastre. Y todo ello ahora se presenta como tiempo dorado, ejemplar. Todo lo contrario.
La vida del Imperio, que evolucionaba y se adaptaba para seguir, influyó de tal manera en la Iglesia, en tal profundidad, que, al final este cristianismo tuvo que rendirse delante del vigor imparable del nuevo paganismo, que tomó sus discursos y los adaptó para hacer al Imperio “cristiano”. Que ese Imperio evoluciona es evidente; el modelo de Constantino es ocupado por otro fabricado por Ambrosio (el Imperio/Estado lo somete al obispo. ¡A ver quién es más vicario!). Ambrosio es un político, gobernador nada menos que de la capital imperial de Occidente, Milán, y compone, ya hecho obispo, una nueva época. Agustín, su converso, la procura instalar en el espacio difícil de Oriente. Un desastre.
¿Qué aporta Constantino y su santa madre? Pues dos relicarios: la iglesia sobre el santo sepulcro, y la romana sobre la tumba de Pedro, con una reliquia de la cruz. Un trono vicario de los dioses, que ha cambiado de dioses. ¡Paganismo en su pureza! Ese Imperio “cristiano” seguirá como fuerza que domina y persigue.
Cuando se pretende argumentar para el presente, y buscar el bien para la Iglesia, basado en ese modelo del pasado, como si fuera ejemplo a seguir (¡no del que huir!), creo que todo el discurso se deshace. Y esto lo digo con dolor; porque a veces no se cae en la cuenta de que aquello fue modelo de apostasía. Yo no la espero para ahora, pues ya la veo desde el siglo primero (y antes en Israel, ¿o hay en su historia algo que se salve? -Excepto los elegidos, siempre están ahí, con ellos no cuento al mostrar la ruina-).
Termino por hoy. Carl Schmitt, ideólogo del catolicismo político, gran jurista, tiene ese modelo de Iglesia como el fundamento del Estado, y de su derecho (ya sería suficiente para pensar un poco antes de proponerlo), así lo mostró en su célebre Teología Política (1922). Su discurso sonará parecido al de los defensores hoy del Estado que depende de algo trascendente, de que cumpla los mandamientos de Dios, y cosas así. Todo eso es ponerlo bajo el mandato de la iglesia romana; no tenía reparos en afirmarlo siempre. Sus posturas (¡cuidado con las obediencias a mandamientos!) sostienen y fortalecen a Hitler. Una catástrofe. La contrarreforma como contrarrevolución. Al querer acabar con ésta, se afirma la otra.
La próxima semana, d. v., unas notas para ver cómo se plantea esta cuestión en los inicios de la Reforma.
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