Lo cotidiano, y por lo mismo muchas veces desvalorizado, se ha trastocado y debe llevarnos a la evaluación profunda de lo que llamamos la vida diaria
El encierro puede ser liberador. Puede serlo a condición que sepamos, personal, y comunitariamente, sacar lecciones del enclaustramiento que tiene a millones de personas en casa, con la esperanza de así salvaguardarse del Covid-19.
Por si hiciese falta fortalecer la conciencia sobre que nuestra sociedad está irremediablemente globalizada, el virus que desconoce fronteras está evidenciando con crudeza que somos una aldea global. Aldea a la cual, como escribió Jorge Luis Borges para otra situación, no la unió el amor sino el espanto. Tal vez más que espanto, el sentimiento más generalizado en el mundo sea el miedo, pánico, terror a ser una cifra que engrosa la creciente lista de contagiados.
En estos días de tener más tiempo del usual para estar solo y/o en contacto limitado con otras personas, reflexiono sobra la fragilidad humana, en particular la mía. Los efectos devastadores del virus debieran fortalecer nuestro sentido de transitoriedad, porque hemos creído, unos más que otros, el mañana nos está garantizado. Es verdad, siempre habrá un mañana, pero no siempre para cada uno de nosotro(a)s. Ser frágiles nos trae de golpe la fugacidad de la vida. De alguna manera la pandemia provoca preguntas que normalmente no hacemos, a no ser que nos hallemos en condiciones de vulnerabilidad.
Arnoldo Kraus, médico e investigador en inmunología, ha descrito bien cómo en un entorno amenazante pensar en la fugacidad de la vida es inevitable: “Quienes más lo hacen son los viejos y los enfermos. En esos grupos, la cortedad de la vida y la salud trastocada transforman el tiempo en conciencia. Todo lo que parecía lejano se vuelve cercano. Mucho de lo que sonaba improbable se hace palpable. La imposibilidad para detener el tiempo se torna evidente y la evidencia de las pérdidas se convierte en dolor. Fugacidad es sinónimo de impotencia y antesala de una realidad con frecuencia cruda, casi siempre triste. ‘Demasiado pronto en la vida me di cuenta de que ya era demasiado tarde’. Así comienza El amante, la novela en que Marguerite Duras retrata la fugacidad del amor, la persistencia del tiempo. ‘Demasiado tarde’, escribe Duras. Demasiado ayer, sueñan algunos muertos. Lo efímero no es condición del tiempo, es condición del ser humano y de la muerte que siempre se renueva, que nunca deja de morir. Sabemos que la vida inventa la muerte pero nunca sabremos quién inventó el tiempo”.
Aunque no todos somos igualmente vulnerables, el grado depende de distintos factores y condiciones, el Covid-19 ha sido efectivo en expandir una certeza antes ausente en quienes consideraban estar seguros o protegidos contra casi todo tipo de calamidades. Viene al caso un recordatorio que hizo Santiago a quienes se consideraban inmunes debido a sus escudos protectores: “Ahora escuchen esto, ustedes que dicen: ‘Hoy o mañana iremos a tal o cual ciudad, pasaremos allí un año, haremos negocios y ganaremos dinero’. ¡Y eso que ni siquiera saben qué sucederá mañana! ¿Qué es su vida? Ustedes son como la niebla, que aparece por un momento y luego se desvanece (4:13-14, Nueva Versión Internacional).
Si bien los más vulnerables son los desprotegidos de siempre, de súbito el virus reta amenazadoramente también a los privilegiados, y les hace experimentar un estado que les era ajeno, el de la inseguridad, la posibilidad real de ser atrapados por el flagelo.
Las rutinas ahora son, en el mejor de los casos, excepcionales, si no es que inasequibles. Las pequeñas actividades que dábamos por seguras, hoy nos parecen bendiciones enormes que en su momento dejamos de aquilatar y agradecer. No podemos citarnos en un lugar público para compartir café y conversación. Visitar o ser visitados solamente está a nuestro alcance en las plataformas digitales. Saludar y abrazar a la hermandad en la comunidad de fe nos está vedado. Tener que salir para aprovisionarnos de diversos artículos ya no es natural, sino obligarse a evaluar la situación y tomar medidas de distanciamiento e higiénicas. Lo cotidiano, y por lo mismo muchas veces desvalorizado, se ha trastocado y debe llevarnos a la evaluación profunda de lo que llamamos la vida diaria y sus avatares.
Por historia personal, y gracias a quienes gastaron su vida para facilitar la mía, he pensado bíblicamente (que incluye reflexionar, sentir y actuar) en mi situación pero también en la de quienes el entramado económico/social obliga a exponer su integridad en la ruleta rusa, y en Latinoamérica son millones. Al respecto pongo aquí el vínculo a lo que escribí en La Jornada. El orden global excluyente que sigue produciendo, como escribiera para otro contexto Frantz Fanon, nuevos condenados de la tierra es, además de injusto e inmisericorde, pecaminoso. La generosidad del imaginario bíblico señala que “Del Señor es la tierra y su plenitud; El mundo, y los que en él habitan” (Salmo 24:1, Reina-Valera, 1960). Los desvalidos y despojados son vistos por los múltiples veneradores de Mamón, denunciados por Jesús (Lucas 16:13), como no personas, los ven como daños colaterales y mercancías desechables. Rinden culto a Malthus al justificar, con intrincados argumentos y estadísticas, la desaparición de la población improductiva y, por lo tanto, prescindible.
Yo no me atrevo a diagnosticar por qué se ha desatado la pandemia. Soy reacio a la temeridad de santones y pseudo apóstoles que se dicen expertos en los designios de Dios. Con firmeza, que considero atrevimiento desvergonzado, han dictaminado que el Covid-19 es el juicio del Señor ante equis o ye rebeldía de la humanidad, o de un sector de ella, contra la voluntad divina. Algunos y algunas incluso ofrecen “atar” el virus y garantizan inmunidad a quienes contribuyan con generosas ofrendas y donativos. No son ni lo uno ni lo otro, hay que decirlo, son abiertas extorsiones que echan mano prolijamente de amenazas y crear miedo en la gente. Enmascaran su voracidad mamónica con falso poder del Espíritu, son nuevas ediciones de Simón el Mago (Hechos 8:9-25).
Desde mi fragilidad, como el hombre que le pidió a Jesús le ayudara a vencer su incredulidad (Marcos 9:24), confieso que “aunque ande en valle de sombra de muerte el Señor está conmigo (con nosotros), su vara y su cayado me infunden aliento” (Salmo 23:4). Jesús, ante la incertidumbre y temor de sus discípulos les infundió ánimo. No les prometió inmunidad ni que estarían exentos de peligros y calamidades, por el contrario, amorosamente, por contradictorio que parezca, anunció que tendrían aflicciones, “pero”, y este pero es muy significativo, enarboló una declaración esperanzadora: “Confíen, yo he vencido al mundo” (Juan 16:33). ¡In nomine Agnus vincet!
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