Este déficit se presenta en la población evangélica que al leer fragmentariamente la Biblia extravía el sentido integral de la Palabra y no hace justicia a la progresividad de la Revelación.
En la mayoría de las comunidades protestantes/evangélicas de habla castellana no se lee la Biblia. Y cuando se hace la lectura es fragmentaria, descontextualizada, con acercamientos mágicos y pre nociones culturales que se insertan en los textos bíblicos para justificar determinados entendimientos y prácticas acordes con la tradición eclesiástica de la que se es parte.
Todo lo anterior está, en buena parte, condicionado por una realidad inescapable: la escasa comprensión lectora de la población iberoamericana, la cual se refleja más o menos de la misma forma en las iglesias evangélicas. ¿Es mejor la capacidad para decodificar un texto escrito, en este caso la Biblia, en los integrantes de las comunidades evangélicas que en la población que no es parte de ellas? ¿Acaso están más capacitados los integrantes de las iglesias en comprender un texto de considerable extensión, digamos quinientas o mil palabras, que el resto de la población? Solamente una investigación comparativa podría responder con certeza el interrogante. Sin embargo considero que la capacidad para comprender un escrito es más o menos similar en la población evangélica de la que no lo es.
Para el caso mexicano, que tiene equivalencia en otras naciones iberoamericanas, cifras muy recientes revelaron el estado de la baja comprensión lectora y su efecto en la formación de una conciencia capaz de diseccionar la información recibida y, eventualmente, usarla para construir la vida cotidiana. Este déficit, estoy convencido, también se presenta en la población evangélica que al leer fragmentariamente la Biblia extravía el sentido integral de la Palabra y no hace justicia a la progresividad de la Revelación que señala hacia la necesidad de leer las Escrituras en clave cristológica.
A partir del párrafo siguiente reproduzco mi artículo “Leer sin comprender”, que fue publicado por el diario para el que escribo en México, La Jornada, el 4 de diciembre del año pasado. Me parece que si trasladamos la descripción de la deficiente comprensión lectora de la población en general a la lectura de la Biblia que se realiza por los protestantes/evangélicos latinoamericanos más o menos el panorama resultante es el mismo, es decir, baja apropiación cognitiva (y superficialidad en el discipulado) de la Palabra que propicia ser “llevados de aquí para allá por todo viento de enseñanza” (Efesios 4:14, Nueva Versión Internacional).
Un título en la primera plana de La Jornada de ayer es devastador: “En dos décadas, sin avance la lectura de alumnos mexicanos”. En páginas interiores Laura Poy Solano informa que “en las pasadas dos décadas México no tuvo avances significativos en la mejora de los aprendizajes de lectura en los alumnos de 15 años que concluyeron su formación básica”.
Según la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE), mediante su Programa Internacional para la Evaluación de los Alumnos (PISA, por sus siglas en inglés), nuestro país ocupa el penúltimo lugar en comprensión lectora de los treinta y siete que conforman el organismo. En el alumnado de quince años que terminó la formación escolar básica, el cincuenta y cinco por ciento obtuvo “el mínimo de competencias para identificar la idea principal de un texto de longitud moderada”. Es decir, no adquirieron las habilidades que les permitan dialogar con lo leído, hacer interrogantes, sacar conclusiones, tener una posición argumentada y apropiarse de la información para generar conocimientos.
La fortaleza de un sistema educativo debe reflejarse en la creación de comunidades lectoras. Este ha sido uno de los retos permanentes que ciclo tras ciclo de la historia nacional se presenta y sobre el que se hacen diagnósticos y buscan soluciones. Sin embargo, en México, lo sabemos, la lectura consuetudinaria es una práctica de un bajísimo porcentaje de la población.
Las razones por las que una sociedad lee más que otra, incluso teniendo similares indicadores de bienestar económico y social, son variadas y no es posible responder mecánicamente ni dar recetas aplicables en cualquier contexto. Por ejemplo, en “¿Por qué es un problema la lectura?” (Este País, enero de 2012), Juan Domingo Argüelles consigna la que algunos llaman “falta de disposición de los mexicanos para leer buenos libros”. Critica dicha óptica voluntarista y la contrasta con el caso español, donde “sólo 3 por ciento de sus alumnos [alcanza] el nivel más alto de resultados de la prueba OCDE-PISA, en destreza lectora, y el hecho de que su índice de lectura esté a la cola de Europa”. O sea, mayor escolaridad y capacidades económicas para hacerse de libros no necesariamente resultan en amplios porcentajes de quienes leen por el gusto de hacerlo.
El gusto por la lectura es posible de ser adquirido en el entorno familiar mediante el sencillo ejemplo de ver leer a otros, escuchar cuentos y fábulas, tener acceso a unos cuantos libros. Pero, ¿y si, como en la mayoría de los hogares mexicanos, los menores no tienen a su disposición estos recursos que podrían socializarlos y naturalizar el hábito lector? De ser así, como lo es en millones de niños y niñas, entonces el otro espacio vital para contagiar la práctica lectora cotidiana es la escuela. ¿Y qué si los centros escolares no fomentan en el alumnado leer para ir haciendo crecer el cúmulo epistemológico que permite relacionar nuevos conocimientos con otros ya internalizados? Bien sabemos que, en general, la orientación escolar nacional va por favorecer una pedagogía memorizadora y no un enfoque activo, en el cual se aprenda a construir conocimientos con el sencillo arte de hacerse preguntas. Aprender a cuestionar abre nuevos cauces cognitivos.
Entender lo que se lee es una habilidad que se da, supuestamente, de forma acumulativa conforme se avanza en la pirámide escolar. Es verdad, relativamente. Múltiples investigaciones muestran que alumnos de bachillerato y universitarios entienden fragmentariamente lo que leen y sin comprensión de lo que se les pregunta son vacilantes en las respuestas. Aprender a leer es, entre muchas otras cosas, multiplicar el conocimiento de términos que nos permiten comprender con mayor precisión lo expuesto en un escrito. Una cosa es descifrar palabras, muy otra desentrañar conceptos y categorías explicativas.
Leer, dialogar y comprender bien lo que leemos tiene relación ineludible con la vida cotidiana, entre la comprensión lectora y la experiencia de vivir hay vasos comunicantes. Para ilustrar lo anterior comparto con el estudiantado de mis cursos un breve texto que de forma hilarante plantea la relación entre entendimiento de las palabras y acción/inacción: “¡Arriad el foque!, ordena el capitán. ¡Arriad el foque!, repite el segundo. ¡Orzad a estribor!, grita el capitán. ¡Orzad a estribor!, repite el segundo. ¡Cuidado con el bauprés!, grita el capitán. ¡El bauprés!, repite el segundo. ¡Abatid el palo de mesana!, grita el capitán. ¡El palo de mesana!, repite el segundo. Entretanto, la tormenta arrecia y los marineros corremos de un lado a otro de la cubierta, desconcertados. Si no encontramos pronto un diccionario, nos vamos a pique sin remedio” (Ana María Shua, “Naufragio”, en Lauro Zavala, Relatos vertiginosos: antología de cuentos mínimos, Alfaguara, México, 2007, p. 68).
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