Durante su gestión del monasterio, el prior García Arias transmitió entre la comunidad de San Isidoro las ideas de ambos así como las de otros personajes y núcleos que simpatizaban con planteamientos cercanos a la Reforma.
Las enseñanzas de Egidio, de la Fuente y Vargas, junto con otros postulados renovadores de distinta procedencia, llegaron al Monasterio Jerónimo de San Isidoro del Campo, localizado a extramuros de Sevilla. El prior García Arias, mejor conocido como el maestro blanco por ser albino, introdujo, a decir del autor anónimo de Artes de la Santa Inquisición española, principios doctrinales que iban a contracorriente del corpus católico romano. El aserto anterior tiene validez ya que el proceso lo habría vivido el autor, o autores, de Artes. Es altamente probable que la citada obra haya sido prohijada por Casiodoro de Reina, o, al menos, editada por él, con la colaboración de otros monjes isidoros, entre ellos Antonio del Corro. Desde la óptica mencionada, García Arias:
Enseñaba que recitar las preces sagradas en los coros durante todos los días y todas las noches, ya rezando, ya cantando, no era orar a Dios. Que los ejercicios de la religión verdadera eran otros que los que el vulgo religioso pensaba. Que había que leer y meditar con sumo interés la Sagrada Escritura, de la que únicamente se puede obtener el verdadero conocimiento de Dios y de su voluntad, e igualmente el conocimiento de su religión que, por encima de todo, fuese por Él mismo aprobada. Que para lograr esto, habían de emplearse otras oraciones, a saber, las que surgiesen del propio sentido de necesidad y de la verdadera fe en Dios. A base de inculcar a menudo y con sumo ardor estos y otros axiomas semejantes de la religión cristiana, y ciertamente sin ningún peligro, pues absolutamente nadie sino un impío los negaría, suscitaba casi en todos el tedio de aquella religión presente y manida, pero con el deseo de otra mejor y, sobre todo, una especie de entusiasmo fortísimo por la Sagrada Escritura (González Montes, 1567: 274).
El maestro blanco nació en Baena, Córdoba, de una familia con antecedentes judíos. La información sobre él es muy limitada. La poca existente refiere que durante su gestión, y gracias a contactos con los doctores Egidio y de la Fuente, transmitió entre la comunidad de los monjes de San Isidoro las ideas de ambos así como las de otros personajes y núcleos (por ejemplo el de Valladolid) que simpatizaban con planteamientos cercanos a la Reforma. En julio de 1557 la Inquisición inició proceso contra García Arias para examinarlo doctrinalmente y corroborar si poseía libros prohibidos. El 12 de agosto del mismo año lo encarcelaron en el Castillo de Triana (López Muñoz, 2016a: 141). El 28 de octubre de 1562, en Sevilla, García Arias murió en la hoguera, a la cual fue sentenciado por “hereje luterano” Entre los bienes que le decomisaron había seis cajones de libros, el producto de la venta quedó en manos del fisco. (Schäfer, 2015a: 542 y 2015b: 444).
Los monjes de San Isidoro leyeron ávidamente la Biblia y paulatinamente varios de ellos conocieron muy bien el contenido tanto del Antiguo como del Nuevo Testamento. En 1552 el Santo Oficio confiscó al Monasterio “tres ejemplares de la Biblia París (1532 y 1545) y Lyon (1542); tres ejemplares del Libro de los Reyes Lyon (1542), tres ejemplares del Libro de los Salmos Lyon (1541 y 1542) y cuatro ejemplares del Libro de los Profetas Lyon (1542)” (López Muñoz, 2016a: 144). Para cuando tuvo lugar el decomiso ya tenían algunos años en San Isidoro los monjes Casiodoro de Reina (ingresó en 1546), Antonio del Corro (ingresó en 1547) y tal vez Cipriano de Valera (nació en 1532, estudio el bachillerato en Sevilla y al concluirlo ingresó a la orden de los jerónimos) (Moreno, 2017: 9; Ruiz de Pablos, 2010: 66; Kinder, 1985b: 166).
Al poco tiempo de haberse incorporado a la comunidad de San Isidoro es altamente probable que Casiodoro haya presenciado una ceremonia que algo le hizo conocer sobre la Nueva España. Reina pasó a formar parte de los monjes isidoros en 1546 (posiblemente antes), un año después, el 4 de diciembre, fue sepultado en el Monasterio el conocido como conquistador de México: Hernán Cortés, cuyos restos permanecieron en el recinto hasta 1566, cuando fueron llevados a México. Su deceso ocurrió dos días antes debido a disentería. El acto solemne aconteció en domingo:
A las tres de la tarde se inició el entierro. Acompañaron el cortejo los curas y capellanes de las parroquias cercanas, los frailes de las órdenes que había en Sevilla y cincuenta pobres a los que se vistió con ‘ropas largas de paño y caperuzas’, con hachas encendidas, más todos sus criados vestidos de luto. Lo presidían el joven Martín Cortés, fray Diego Altamirano y algunos de los grandes señores que eran amigos de quien fuera el conquistador de México.
Al llegar a la villa de Santiponce, a las cuatro de la tarde, se hizo entrega al prior del monasterio de San Isidoro del Campo, del cuerpo del difunto, ante el escribano público y testigos: el conde de Niebla, el marqués de Cortés, el conde de Castelar, don Juan de Sayavedra, alguacil mayor de Sevilla, Francisco Sánchez de Toledo, mayordomo de Cortés, y Melchor de Mojica, su contador. Los dichos hicieron constar que ese día y hora don Martín Cortés les entregó el cadáver de su padre. El prior hizo abrir la caja y se reconoció que el rostro era el de Hernando Cortés, y se la depositó en un sepulcro, en medio de las gradas del altar mayor del monasterio, que era la tumba del duque de Medina Sidonia (Martínez, 1989: 22).
Literatura de distintas corrientes de la Reforma protestante llegó a los monjes de San Isidoro por fuentes internas y externas. En cuanto a la vía interna Antonio del Corro, “sobrino (o hijo, o nieto) del canónigo sevillano e inquisidor homónimo” (García Pinilla, 2008: 595), se hizo de volúmenes sospechosos a través de intercambio de favores con oficiales de la Inquisición, y/o recibió de manos de su pariente libros de autores protestantes para que le auxiliara en el examen de los volúmenes con el fin de ser más efectivo en su labor inquisitorial.
Del Corro leyó libros de “Lutero y de otros doctores protestantes de Alemania”, lo cual tuvo como efecto que “en poco tiempo el Señor me adelantó en el conocimiento de su Palabra” (Corro, 1567a: 106). En el mismo sentido de haber tenido acceso a propuestas de teólogos reformados durante su época de monje, Corro informó a Bullinger, en carta del 7 de septiembre de 1574, que lo leyó y el efecto que causó en él: “Yo soy uno de aquellos, sabio hombre, que con la ayuda de tus escritos pudieron llegar al conocimiento más puro de la doctrina cristiana Esto sucedió hace veinte años [en 1554], cuando por obra de la providencia se presentó la oportuna ocasión de leer tus libros, que me daban los mismos inquisidores” (Gilly, 2005: 346-347). Un testimonio más acerca de las repercusiones para la comunidad de San Isidoro al haber podido estudiar libros de los llamados autores luteranos lo aporta otro que conoció de primera mano lo acontecido:
[Se] les proporcionó no sólo los libros de esas características que poco antes se habían atrevido a desear, sino también todo lo mejor y más exquisito de cuanto hasta aquel tiempo se había editado tanto en Ginebra como en cualquier parte a lo largo y ancho de Alemania. Enriquecidos con aquella abundancia y vueltos más opulentos que sus propios maestros, empezaron a instruir de tal manera a su monasterio, que de los dos que habían dado principio a aquel asunto, en poquísimos meses en el monasterio, por otra parte bien poblado, había muy pocos que no degustasen algún sabor de piedad, ninguno que estuviese en contra (González Montes, 1567: 276).
Los dos que, como dice la cita anterior, “habían dado principio a aquel asunto” (leer y difundir lecturas de teólogos protestantes) eran Antonio del Corro y Casiodoro de Reina (García Pinilla, 2012: 53). Entonces al contacto con las ideas del doctor Egidio, continuadas después por Constantino de la Fuente, se adicionó el conocimiento por parte de los monjes jerónimos de planteamientos de autores protestantes para perfilar la teología que cada vez más les hizo marcar distancia con el catolicismo romano.
La vertiente externa por la cual arribaron al Monasterio de San Isidoro del Campo libros protestantes fue por los esfuerzos que desde Ginebra hizo Juan Pérez de Pineda para filtrarlos a España. Acerca del personaje daré más datos en el próximo capítulo, por el momento solamente cabe mencionar que fue uno de los varios que se apropiaron de lo expuesto por Egidio y Constantino de la Fuente. Por el tiempo del proceso inquisitorial contra el doctor Egidio, Pérez de Pineda decidió salir de Sevilla en 1549 o en 1550. Exiliándose primero en París y más tarde en Ginebra (Moreno, 2017: 52, 87). Conoció bien a Juan Calvino e incluso fue con él en 1556 a realizar una misión en Frankfurt (Kinder, 1971: 36).
Pérez de Pineda estuvo muy activo en Ginebra en lo referente a editar obras para reforzar los núcleos disidentes españoles con materiales de tendencia protestante. En dicha ciudad “hizo imprimir seis obras: en concreto, dos traducciones bíblicas de cosecha propia (los Salmos y el Nuevo Testamento), dos traducciones de comentarios bíblicos de Juan de Valdés (de la Epístola a los Romanos y de la Primera Epístola a los Corintios), un catecismo (Sumario breve de la doctrina christiana hecho por vía de preguntas y respuestas) –el único publicado con su nombre– y una obra polémica, quizá la invectiva más virulenta de la época contra la Iglesia Católica: la traducción castellana de la Imagen del Antechristo, del protestante italiano Bernardino Ochino” (García Pinilla, 2012: 46).
Una vez producidos los libros el reto era introducirlos a España. La tarea la tomó Julián Hernández, asistente de Pérez de Pineda en la edición de las obras antes citadas. Julián tenía experiencia en la producción de libros, dado que “había trabajado como corrector de pruebas de imprenta de obras protestantes españolas tanto en Amberes como en Frankfurt” (Kinder, 2019: 38). Era apodado Julianillo por ser, como lo describiría años después Cipriano de Valera, “muy pequeño de cuerpo” (Valera, 1588: 249). Era originario de Villaverde de Medina de Rioseco, “enclave alumbrado”, y había huido de España en 1551 o 1552 (Moreno, 2017: 53). Se trasladó a Sevilla alrededor de 1540, y probablemente conoció el caso de Rodrigo de Valer y escuchó predicaciones del doctor Egidio (Nieto, 1997: 493).
Al menos en dos ocasiones Julianillo fungió de enlace entre Juan Pérez de Pineda y círculos partidarios de la Reforma en España. La primera vez visitó Aragón, en 1555, y llevó una misiva de Pineda a Miguel Monterde, en ella el remitente notificaba que deseaba “conocer qué disposición hay y en qué estado están las cosas de los píos afligidos por el amor de Dios” (Boeglin, 2012: 144). La segunda visita la realizó en julio de 1557 a Sevilla, para llevar de contrabando los libros que ayudó a editar en Ginebra y que antes han sido enlistados.
Julianillo emprendió el viaje desde Ginebra a Sevilla, donde para llegar tenía dos opciones: cruzar los Pirineos a lomo de mula o caballo, a veces a pie, y si no entonces por mar y desembarcar en Sevilla o cerca de ella. En cualquiera de las dos posibilidades debió tener colaboradores para evadir los peligros del bandolerismo (si viajó por tierra) o la vigilancia de los agentes inquisitoriales que espiaban las vías terrestres y marítimas (Nieto, 1997: 494).
Tras jornadas que debieron ser extenuantes, tanto por el desgaste físico al igual que por la posibilidad de ser descubierto, Julianillo llegó a Sevilla en julio de 1557. Llevaba dos toneles grandes llenos de libros cuyos títulos ya fueron mencionados. Eran libros prohibidos por los inquisidores, como escribió Cipriano de Valera al rememorar el episodio (1588: 249). Otra fuente menciona que “ardiendo en deseos de propagar en su patria la luz evangélica, transportó a España dos toneles enormes de Biblias en español” (González Montes, 1567: 261). Lo de biblias hay que entenderlo más bien como ejemplares del Nuevo Testamento de 1556 traducido por Juan Pérez de Pineda (Nieto: 1997: 495).
Además de las redes externas que lo respaldaron para que junto con los toneles pudiera adentrarse en territorio español, Julianillo tuvo a su favor redes internas para introducir los libros a Sevilla. Juan Ponce de León, Luis Ábrego y Francisco de Zafra contribuyeron en la recepción y diseminación de las obras (García Pinilla, 2012: 46). El primero sufrió condena “por hereje luterano, dogmatizador y contumaz en su error”, murió en la hoguera en el Auto de Fe celebrado en Sevilla el 24 de septiembre de 1559. El segundo, “escritor de libros de iglesia, [condenado] por hereje luterano” a ser quemado en el Auto de Fe mencionado. Finalmente, el tercero pudo huir y una estatua que lo representaba fue incinerada en el mismo acto que los dos anteriores y al igual que ellos la Inquisición lo declaro “hereje luterano” (López Muñoz, 2016b: 160-161).
Los núcleos receptores de las obras transportadas por Julianillo eran tres. Un círculo estaba conformado por la nobleza, de la que Juan Ponce de León formaba parte (era hijo de la condesa de Bailén), y también la marquesa de Villanueva, María Enríquez de Ribera. Ella y su esposo, Pedro Portocarrero eran discípulos de Constantino de la Fuente. Otro espacio receptor lo representaba la casa del ciego Gaspar Ortiz, quien tenía nexos con el Colegio de la Doctrina Cristiana y el cabildo catedralicio, “muy amigo de Egidio, Constantino y Casiodoro [de Reina]”. La tercera célula donde llegaron los volúmenes fue el del Monasterio de San Isidoro del Campo, este lugar posiblemente funcionaba como “depósito de libros desde el que progresivamente eran distribuidos por Sevilla a los destinatarios seleccionados, de día y con frecuencia también de noche a través de rotos de la muralla” (Moreno, 2017: 55-56).
Un error de Julián Hernández al entregar un ejemplar de la Imagen del Antechristo, cuyo autor era Bernardino Ochino, discípulo de Juan de Valdés, a un clérigo que tenía el mismo nombre del verdadero destinatario provocó que el receptor alertara a la Inquisición (Kinder, 1975: 13-14). La delación movilizó a las fuerzas represivas, Julianillo conoció el efecto de su confusión y escapó pero no pudo salir de territorio español ya que fue capturado y el 7 de octubre de 1557 lo encarcelaron en Sevilla. Iba con él Juan Ponce de León, quien también fue aprehendido y como se ha consignado antes fue llevado a la hoguera el 24 de septiembre de 1559 (Moreno, 2017: 62-63).
Julianillo, según documentos de la Inquisición, se convirtió al protestantismo en Alemania y llegó a ser “diácono en la congregación luterana de los valones en Frankfurt”. Incursionó en Sevilla con el objeto de proveer materiales a sus correligionarios en la fe, y a tal “secta había traído muchos libros […] para que los que los recibiesen conociesen por ellos el derecho camino para la salvación de sus ánimas y también para guiar a las personas que se quisieren ir a Alemania para huir con los luteranos, a los cuales él tenía por cristianos” (Schäfer, 2015b: 417-418).
Poco más de tres años permaneció encarcelado Julianillo. Fue interrogado en varias ocasiones, la sentencia determinó que se había separado de la fe católica y ley evangélica, “habiéndose pasado a la dañada secta luterana”, creyendo “con pertinacia sus dogmas y herejías y errores y que para que en esta ciudad [Sevilla] pudiesen ser instruidos en la dicha secta había traído a ella muchos libros”. Los jueces lo declararon “hereje pertinaz luterano, fautor y encubridor de herejes” (Schäfer, 2015b: 417). El veredicto contra Julianillo se cumplió el 22 de diciembre de 1560: muerte en la hoguera. Durante el proceso Julián Hernández animaba a sus correligionarios para que no se retractaran, de tal manera que se hizo conocido por las arengas que pronunciaba y, para evitar que las expresara el día de su ejecución, los jueces mandaron amordazarle. Ya iniciada la hoguera Julianillo comunicó con gestos que deseaba hablar. Los verdugos le quitaron la mordaza creyendo que el reo, ante el suplicio de las llamas, estaba dispuesto a reconocer sus errores. No fue así, Julianillo comenzó a dar palabras que denotaban persistencia en las ideas defendidas ante los inquisidores, entonces le “infligieron una herida mortal en medio de las misma llamas” (González Montes, 1567: 263).
Referencias bibliográficas:
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