De parte de Dios recibimos una y otra vez elementos que se cruzan en nuestra vida y que forman parte de Su provisión, de Su cuidado, de Su advertencia para que nos vaya bien.
Muy a pesar de lo que solemos creer, las situaciones que nos crean malestar no se generan de la noche a la mañana. Tampoco sucede así con las de peligro, o con las desgracias, y otras varias. Generalmente lo que nos sucede suele ser fruto de procesos. Y muchos de ellos, de hecho, nos dan señales de su paulatina aparición a lo largo del tiempo, pero simplemente, a pesar de que como advertencia no tienen precio, las ignoramos. Tanto es así, que ni siquiera somos conscientes de habernos cruzado con ellas. Para nosotros, simplemente, nunca existieron, aunque más bien las olvidamos porque las creímos con falta de utilidad.
Sin embargo, no solo estuvieron allí, sino que aunque fuera en un milisegundo de nuestra actividad mental, hicimos un cribado que las dejó fuera conscientemente y después simplemente se pasó a otra cosa, sin más. La prueba de esto es que, tiempo después, cuando estamos inmersos en aquella situación tremenda que quizá se avecinaba, solemos recordar como en un flash algunas de aquellas señales de aviso que eran como pequeñas (o grandes, a veces) banderas rojas que avisaban de algo. Había dos razones al menos que apuntaban a la prudencia: la primera, la bandera en sí, porque no suele haber banderas por todas partes; la segunda, su color, porque el rojo es un color que siempre merece la pena atender. Pero desde la convicción interna basada en la nada que a veces tenemos para decirnos “Seguro que no pasa nada”, se nos olvida a menudo el “Por si acaso, mejor tenerlo en cuenta”.
Nuestras vidas serían bien diferentes si tuviéramos más en cuenta las muchas banderas rojas que nos vamos encontrando en el día a día. A veces vienen en forma de pellizco en el estómago, o en forma de pieza que no encaja cuando tenemos una interacción con alguien. Otras veces la bandera viene en forma de aviso de un amigo o amiga que nos quiere bien. Y en otras nuestro propio cerebro nos anticipa lo que podría ser una situación futura si seguimos por el camino que estamos emprendiendo. Pero en vez de interpretar que estas cosas son avisos, más bien buscamos otras posibles explicaciones, vemos el color equivocado, y seguimos hacia delante.
En muchos casos, incluso cuando somos capaces de percibir la bandera y distinguir su color, somos especialistas en “quitarle hierro” al asunto y buscar explicaciones alternativas, de forma que llevamos el rojo al verde y, como si de un semáforo se tratara, reemprendemos nuestro camino sin vacilar. En la mejor situación posible, que no siempre es la habitual, cuando captamos el verdadero color y analizamos la cuestión, casi siempre hay un escollo que nos parece insalvable: que no entendemos lo que quiere decir esa señal, aunque la veamos. Y es ahí donde se produce el evento más trágico de todos los descritos hasta ahora, porque estando tan cerca de que la señal pueda ser verdaderamente útil, en el último momento lo estropeamos ignorando la bandera por falta de comprensión en ese momento.
Las palabras clave son justamente esas: “En ese momento”. Porque a veces lo que necesita esa señal es un contexto que viene dado por la acumulación de elementos, pero no damos lugar a que se produzca. En la superficialidad de nuestro análisis se nos escapa que dar tiempo a la comprensión sería vital, y darnos ese espacio sería fundamental para darnos cuenta de que no entender algo en un determinado momento no le quita ni un ápice de importancia al hecho de que hay una bandera y que, además, pinta roja.
Solemos entender las señales cuando la apisonadora ya nos ha pasado por encima. Ahí todo parece adquirir su justo peso, pero ya resulta demasiado tarde. La bandera nunca tuvo como intención que lo entendiéramos todo, y menos antes de tiempo. Solo llamaba a la prudencia, que es uno de los aspectos de nuestra vida en los que estamos menos entrenados, pero no lo supimos ver.
Pongámosle “rostro” a las banderas rojas de nuestro día a día: a veces es un malestar que no terminamos de entender en medio de una situación aparentemente inocua; otras veces es un mal gesto que vemos en alguien y que no nos cuadra con lo que pensábamos de esa persona; en otras ocasiones, podemos hablar de un comportamiento extraño, de un movimiento contranatural en alguien, de encontrar lo contrario a lo que esperábamos ver. Un cambio repentino en los hábitos de alguien, una evasiva sutil, un cambio de opinión “de la nada”... pueden ser indicios de algo que no vemos, pero que está bajo la superficie. Y nuestra percepción, que a veces capta estas cosas pero las deja pasar si no les damos su espacio, nos está indicando que el hecho de que algo sea sutil no significa que no importe.
Si no entendemos el sentido de una señal, retengámosla al menos en la memoria, metámosla en un cajón, a la espera de poder ser entendida por un contexto que se va creando solo con el tiempo y la acumulación de otras señales. Pero no... como si retener esos detalles verdaderamente ocupara lugar, solemos estar constantemente llevando a la papelera lo que no entendemos en el momento, vaciándola, incluso, cada dos por tres, y obligándonos a partir de cero como si ninguna señal hubiera aparecido en nuestro camino hasta ese momento, de forma que no podemos complementar la información acumulada.
Me da vértigo pensar en cuántas cosas no capto, cuántas desatiendo por dejadez o desidia, cuántas escojo ignorar porque no encajan en mi cosmovisión del mundo... y de cuántas me arrepentiré en el futuro porque tenían que ver con lo importante que no se ve a la primera. Demasiadas veces perdemos la oportunidad de entender el mundo desde los pequeños detalles. Y no solo el físico, el que vemos. También nos sucede con el mundo de las relaciones, de los sentimientos, del comportamiento de otros. Y, sin duda, nos pasa también en el plano espiritual, que más allá de la Psicología, me interesa como persona y que es, quizá, el más importante de todos por su trascendencia intrínseca, aunque es uno de los más ignorados por el ser humano del siglo XXI. Porque de parte de Dios recibimos una y otra vez elementos que se cruzan en nuestra vida y que forman parte de Su provisión, de Su cuidado, de Su advertencia para que nos vaya bien, de Su disciplina también, por supuesto, y que decidimos no atender simplemente porque no lo entendemos, no nos gusta, no lo aceptamos, o nos creemos más inteligentes de lo que somos.
La Biblia, una y otra vez, nos recuerda en Romanos que las personas somos inexcusables, porque Dios se ha manifestado a nosotros de múltiples formas claramente visibles desde el principio, empezando por la naturaleza, que nos incluye, y terminando por Jesús mismo, que es la máxima expresión de Su revelación y Su carácter. Los seres humanos, sin embargo, pasamos por alto todas esas banderas rojas, porque nos parecen irrelevantes, y decidimos no conocer a Dios, no glorificarle como tal, no darle gracias, entrando en el bucle de nuestros propios razonamientos, que tantas veces no nos llevan a ninguna parte. Creyendo ser sabios, nos hemos hecho necios porque hemos preferido mirar a otro lado y hacer que no vemos. Menospreciamos por el camino Su benignidad, Su paciencia con nosotros, e ignoramos que esa bondad y espera es para llevarnos al arrepentimiento. Porque llegará un día en el que todas las banderas rojas que ignoramos tendrán pleno sentido a la luz de un evento que será completamente irreversible: llegará un momento, tal cual se expresa, de nuevo en Romanos, que toda rodilla se doblará delante de Él, y no será por decisión propia, sino porque no habrá otra opción; ante la evidencia inapelable toda lengua confesará a Dios y tendremos que dar cuenta de nosotros, y también de nuestras banderas ignoradas.
Pero las personas que decidieron que Dios no jugara ningún papel en sus vidas no serán las únicas que darán cuenta de sí. Los que hemos incluido a Dios en nuestra vida y decimos seguirle también somos expertos en ignorar Sus señales. Pensamos que con el “ticket al cielo” ya basta, y eso demuestra que no hemos entendido nada. Cada uno de Sus mandamientos, que están ahí para bendecirnos y para que nos vaya bien, son ignorados, pisoteados, ninguneados o tergiversados por nosotros, ignorando que llegará un tiempo en que la claridad lo inundará todo y no habrá segundas interpretaciones de nada. Sus banderas rojas nos habían sido reveladas y teniendo la posibilidad de comprobar Su bondad en nosotros a través de tenerlas en cuenta, más bien seguimos nuestro camino sin considerar nada más que nuestro propio propósito, actuar desde una libertad malentendida, que nos aleja de nuestro verdadero y principal destino.
Ignorar algo no hace que desaparezca, y algún día todos sin excepción seremos conscientes de ello. En ese tiempo en que todo quede aclarado, cada cual de nosotros, metámonos todos, recordará las muchas veces en que hubo advertencias, señales, indicios, sospechas, hechos irrefutables por el camino... que no fueron atendidos convenientemente en el tiempo propicio y que, a la espera de poder comprender, se trataba de creer y obedecer.
Quizá ese tiempo traiga, para unos, condenación al ignorar la bandera roja por excelencia que nos dice que estamos separados de Dios y que tenemos que saldar cuentas con Él por medio de Jesús, que pagó nuestra deuda. Para otros, habiéndonos agarrado a Jesús, pero no estando a la altura de su sacrificio y entrega, traerá vergüenza profunda, porque no hemos vivido la plenitud de vida que podríamos vivir al atender Sus palabras, aunque seamos salvos “como por los pelos”. Pero ambas consecuencias son evitables en buena medida para unos y otros si decidimos atender a las muchas banderas rojas que a lo largo de la vida se nos presentan delante y que están ahí, tanto para los que creen, como los que no creen, para señalizarnos el camino que merece la pena vivir.
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