En general, ni las buenas palabras esconden siempre las mejores intenciones, ni las palabras mal dichas esconden necesariamente las peores.
“Lo siento”.
Dos palabras de las más ansiadas para los oídos de cualquiera de nosotros en determinados momentos de nuestra vida.
Dos palabras de las que más nos cuesta también pronunciar en las circunstancias en que más necesario sería.
Cargadas de significado, pero desprovistas a menudo de él debido a nuestros excesos y defectos al emplearlas. Y es que reconocer las propias faltas y, más aún, hacerlo en voz alta y frente a otro, nunca fue, ni será fácil. Tampoco responder ante ello.
Se hace, sin embargo, necesario volver a reflexionar sobre la importancia de los “Lo siento”, para procurar no caer ni en pasarnos, ni en no llegar.
Pensar en los que se dicen y en los que no se dicen, en los que debieron haber llegado antes, o que quizá no hubieran debido ser pronunciados por no ser realmente sinceros ni sentidos.
Todos esos sucedáneos que nos hacen casi irreconocible al verdadero, al que sirve para lo que se inventó: curar las heridas.
Demasiadas veces esas palabras salen precipitadamente de nuestros labios, como intentando con prisas apagar un fuego que nos tememos puede ser terrible si no se contiene.
Ya de pequeños, desgraciadamente, se nos enseña sobre el problema de forma demasiado simplificada y vacía: “Pides perdón, y ya está”; o “¿Ya os habéis dicho que lo sentís? Pues entonces ya sois amigos otra vez”.
Pero la realidad es que “no está y punto” por decir “Lo siento” y, a pesar de ello, repetimos la consabida fórmula de dos palabras con más insistencia si cabe, pero sin demasiada profundidad a veces, con lo que en la mayor parte de las ocasiones defrauda a quien lo escucha y también, claro, a quien lo dice, porque realmente resulta ineficaz.
La misma mentira, repetida múltiples veces, no solo no es verdad, sino que es más mentira que nunca.
Cuando algo es empleado en exceso y en vacío, resulta puramente cosmético. Poco más que algo bienintencionado en el mejor de los casos, facilón en la mayoría de ellos, superficial por poco veraz, finalmente, de forma que al final viene a resultar como aquella famosa frase del cuento (“¡Que viene el lobo!”) a la cual nadie hacía caso porque ya resultaba tan familiar como el oír llover, y no genera demasiada reacción en nadie porque pocas o ninguna vez implicó gran cosa, aparte de intentar salir del paso.
¡Qué decir de las muchas ocasiones en las que expresar un “Lo siento” tampoco resulta sanador porque, a poco que uno se fije, rápidamente descubre que son una especie de coartada para el impulsivo!
Parafraseado, sería algo así como “actúo sin pensar” -o pensándolo, lo cual es peor-, “a mi manera y en beneficio personal en cualquier caso, que ya pediré perdón si alguien se ofende”.
Y como la ofensa, lejos de ser objetiva para nosotros, tiene esa parte de subjetiva y opcional que tan bien nos viene, pues resulta que con un “lo siento” por encima ya parece suficiente para paliar el posible daño causado.
El problema para esos impulsivos es que los demás somos muy susceptibles y demasiado sensibles, de manera que, dicho el “Lo siento”, lo quisquilloso que quiera ser cada cual ya es cosa suya. Y asunto zanjado. La vida sigue.
En general, ni las buenas palabras esconden siempre las mejores intenciones, ni las palabras mal dichas esconden necesariamente las peores.
Pero “Lo siento” es de esas frases que, si no se dicen de forma sentida y profunda, no solo no sanan, sino que dañan profundamente en el presente y también de cara al futuro.
Nos dejarán condicionados negativamente para las siguientes veces en las que alguien que verdaderamente lo sienta, al decírnoslo y hacérnoslo saber, encontrará un profundo escepticismo creado por las antiguas heridas que otros dejaron. Justos por pecadores, como es ejercicio común entre nosotros.
Así, parece difícil acertar, pero en el fondo no lo es tanto.
Y ante esta aparente complicación uno se pregunta, ¿tan difícil resulta usar esta frase en condiciones? En realidad solo hay un uso bueno para la frase “Lo siento”: cuando encierra verdad y deseo de reparación.
Por contraste a todos esos malos usos, nos damos cuenta de su profundo valor, sentido y consecuencias cuando, añadido a las palabras, que en sí no suponen gran cosa per se, viene un sentido de verdadero pesar por la falta cometida.
Arrepentimiento, en definitiva. Dolor por el mal que se ha producido a otro y movimientos muy en firme por cuidar y restaurar a quien se dañó por el camino.
Lo que separa al arrepentimiento de simple remordimiento es quién es el verdadero protagonista de la historia para quien cometió la falta:
Necesitamos más arrepentimiento y menos maquillaje o disfraces de piedad. Porque todo lo que no sea arrepentimiento real es puro y ofensivo ejercicio de autoprotección.
Si me arrepiento, lo importante no soy yo, sino el otro. Y digo “Lo siento” porque verdaderamente lo siento. Me duele. No mi sentido de mantener mi currículum impoluto, sino la necesidad de que la otra persona sea restaurada de mi mal hacia ella.
El perdón es un elemento absolutamente sobrenatural y contranatura para el ser humano. No lo llevamos de serie en nosotros, ni lo practicamos con facilidad.
Pero además no resulta difícil solo aplicarlo sobre otros, sino que resulta difícil pedirlo, porque ataca directamente a nuestro orgullo personal, que es uno de nuestros “bienes” más preciados.
Construimos nuestras frágiles autoestimas a menudo sobre pilares dudosos, y este es solo uno de ellos.
De manera que vamos avanzando en nuestro día a día como salvando los muebles, avanzando casillas resolviendo muy por encima nuestros conflictos y teniendo de nosotros mucho mejor concepto que el que correspondería, simplemente porque no nos tomamos el tiempo de considerar verdaderamente las consecuencias de estas cosas.
Se hace imperativo, entonces, plantearnos varios cambios de base en nuestra comprensión del pedir perdón:
¡Qué difícil es todo esto!
Dos palabras solo. Usadas como amuleto para todo en momentos de todo tipo. Con efectos contradictorios por ser contradictorio también su empleo.
Pero que la forma humana de petición de perdón y nuestra pobre forma de otorgarlo no nos aleje de conocer y valorar el Perdón en mayúsculas, ese que es absolutamente inconfundible cuando se nos presenta delante.
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