Nos hacemos más cercanos a las bestias conforme pasa el tiempo, más inmediatistas, más ajenos a todo lo que no sean nuestros propios impulsos.
Desde que mi hija entró en la adolescencia, me ha dicho en un par de ocasiones una frase que ha retumbado en mis oídos más de una vez. Al principio no la tomé demasiado en serio, por aquello de que es una frase entre muchas dicha en cualquier momento ocupado del día, por lo que uno no le presta mucha atención. Pero al detenerme tiempo después en considerarla con más detalle, pensaba que tiene mucha razón. Ella decía que “es muy difícil ser adolescente en una época como esta”. Cuando alguna de esas veces hemos entrado a cierto “debate” sobre el asunto, me he visto a mí misma, casi sin darme cuenta, intentando argumentar lo de siempre; que para todos los adolescentes esa transición es difícil, que las generaciones anteriores también tuvimos nuestras dificultades… pero su mirada me lo decía todo al escucharme. “No, mamá, la nuestra es aún más difícil”.
He alcanzado la conclusión de que tiene mucha razón. No llego ahí desde la nada, sino desde la acumulación de acontecimientos, no solo en la vida de ella desde los últimos años de colegio e instituto, que también, (porque cada vez el comportamiento adolescente parece presentarse con más premura), sino por las muchas cosas que uno escucha alrededor en los medios constantemente y que nos ponen sobre su misma afirmación, aunque más generalizada, de que el mundo en el que vivimos es un mundo difícil de vivir, y no solo para los adolescentes.
Desde que empezó su periplo preadolescente, hemos tenido que vivir todo tipo de situaciones que no reconozco en mi propia adolescencia. Solo en este primer año de instituto hemos sufrido robos de libros, de dispositivo móvil, de tarjeta telefónica, insultos y amenazas, reacciones desproporcionadas e incomprensibles de profesores que vienen ya muy hartos de tener que enseñar en un contexto completamente hostil y que en ocasiones lo pagan con quien toca y con quien no toca… y eso solo en horario lectivo. Añadámosle el resto de horas del día, bajo el influjo constante de las redes sociales, lo que se dice de ellos, cómo viven la presión de lo que los demás esperan–cada vez dando menos, pero exigiendo más- y tendremos un cocktail verdaderamente difícil de manejar para cualquiera, mucho más siendo adolescentes.
Ahora bien, los adultos no lo tenemos mucho más fácil, aunque se supone que tenemos algunos recursos más. Recientemente golpeaba nuestras conciencias el caso Iveco y volvía a ponernos sobre la pista de qué tipo de mundo estamos construyendo. Una mujer de 32 años, madre de dos hijos pequeños de cuatro y nueve meses, no ve más salida en la vida que suicidarse a raíz de la distribución entre sus compañeros de un vídeo sexual en el que participaba. No era la primera vez que sucedía esto. Ya pasó años atrás, pero parece que había quedado, al menos en cierta medida, contenido.
Evidentemente, no fue así del todo. Ni la circulación de las imágenes no fue solo entre sus compañeros, ni estos fueron pocos. Rápidamente se pasó de 20 a 200 personas en la propia empresa que manejaban el vídeo y se burlaban de ella abiertamente. El tipo de diversión que nos motiva es algo que deberíamos hacernos mirar. Y aunque no todos lo vieron o lo pasaron, la verdad es que ninguno hizo realmente gran cosa al respecto. Tampoco la propia empresa a nivel directivo o de recursos humanos. De hecho, este ha sido durante días el vídeo pornográfico más buscado en portales de este tipo de contenido, aunque el vídeo no estuviera en ninguno de ellos.
También lo fue el relativo a la violación colectiva de una chica de 18 años por parte de La Manada, caso que nos conmocionó a todos por la sentencia aparentemente fría y sin sentido que se debatía entre particularidades lingüísticas, más que ante el hecho en sí de la agresión. Y en todos esos casos, como elemento vertebrador, encontramos la terrible masa pasiva, que es la misma que vemos en los colegios ante un caso de bullying, por ejemplo, actuando sin actuar. Porque no hacer nada es posicionarse del lado de quien agrede, y en eso, demasiadas veces, estamos todos. ¿Cómo es posible que tanta gente aparentemente de bien tenga, no solo estas inclinaciones, sino que tras la aparente impunidad que otorga internet o las redes –aunque luego todo se sabe- llegue a incluso a ejecutar una búsqueda de contenidos o incluso lo visione?
“¿En qué mundo vivimos?” es una pregunta que muchos nos hemos hecho cada vez con más frecuencia en nuestras vidas. Y mi respuesta hoy es, con plena convicción, que en uno muy difícil de vivir y sobrevivir con la cabeza bien amueblada. Las agresiones son más abiertas, se capta la crispación a cada paso, y para las mujeres en particular, salir a la calle a las cosas más normales, como caminar o correr, se está convirtiendo en un acto de heroicidad y atrevimiento. Recordemos, si no, el caso de la maestra asesinada hace pocos meses en Huelva, por mencionar solo uno de los múltiples casos que escuchamos a diario y con la boca abierta.
Así las cosas, parece que tendremos que dejarnos de ideas románticas de que el ser humano está evolucionando, porque más bien parece que involucionamos. Nos hacemos más cercanos a las bestias conforme pasa el tiempo, más inmediatistas, más ajenos a todo lo que no sean nuestros propios impulsos. Es evidente que nos duelen menos las cosas de los demás, que solo nos preocupa nuestra satisfacción aquí y ahora, que cualquier pequeño contratiempo nos destroza emocionalmente y que el suicidio hace mucho que dejó de ser una opción poco probable. En fin, que esto tiene toda la pinta de que vamos a peor, no a mejor.
Pero sin embargo se sigue haciendo mofa de los que, como seguidores de Jesús, continuamos diciendo (porque Él lo dijo) que la maldad reside y residirá en el corazón de las personas, y que no son solo las circunstancias y presiones alrededor las que nos llevan en esta dirección, como si nosotros no tuviéramos nada que ver en ello –“la corriente, que nos lleva sin remedio”- sino que desde luego no somos ni la mitad de buenos de lo que nos pensamos.
Ni los adultos somos buenos, ni los niños lo son tampoco. Las cosas malas que suceden, no siempre suceden sin más, sino que en la mayoría de casos están provocadas por nosotros mismos, sea por acción o por omisión. Y por cierto, no están tan ligadas a enfermedad mental como nos pensamos. Ni el enfermo mental está asociado a maldad o agresividad per se, ni las personas aparentemente sanas mentalmente son tan buenas como queremos pensar. Tampoco las sociedades son mejores, ni el grupo nos controla en nuestros impulsos como nos gustaría creer. Porque el grupo sigue sirviendo para ampararnos, para escondernos, para protegernos, para conseguir en ocasiones hacerlo peor y más grande. Y que después la responsabilidad quede diluida entre sus miembros.
Hoy nadie es responsable de nada. Más bien, “todos somos víctimas de este mundo horrible, que nos ha hecho como somos”. La pregunta con la que me quedo en mi mente tras esta reflexión es, ¿de verdad además de más fríos nos hemos hecho cada vez más tontos como para creernos, además de crearnos, semejante mentira? ¿O le daremos credibilidad a Quien nos advirtió que ese concepto que odiamos, llamado pecado y del que nadie quiere hablar, porque no está de moda, traería consecuencias nefastas sobre nosotros en cada una de sus formas posibles?
Mucho me temo que seguiremos buscando las causas de este mundo difícil de vivir fuera y no dentro de nosotros mismos…
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