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Protestante Digital

 

Maná para el peregrino LXX

 

Haciendo su voluntad en medio de tiempos convulsos

Rondamos por este mundo, donde nos alcanzan todavía gruesas y oscuras nubes; acechan las tinieblas. Solo uno venció mientras transitaba por aquí.

MUY PERSONAL AUTOR Jacqueline Alencar 08 DE JUNIO DE 2019 08:00 h

Todavía releyendo 1 Reyes, capítulo 18, leemos que mucho tiempo después que llegara Elías a la casa de la viuda de Sarepta, a los tres años, según dice la Palabra, Dios envía mensaje al profeta diciéndole que se presente delante de Acab y le anuncie que mandará lluvia sobre la tierra. Admirada sigo de este hombre, que, sin dudar, va a presentarse ante el rey, después de todo aquel historial que ya conocemos. El que enviaba era un Dios justo, soberano, amoroso, misericordioso y, por lo tanto, él no duda. Va. Y el panorama no era el mejor. Acab, influenciado, aunque él era quien tenía la responsabilidad por ser el rey, perseguía a los que no adoraban a los dioses de Jezabel, quien destruía y mataba a los profetas de Dios, y por eso Dios había azotado el país con la sequía. Mas se dice que había quedado un remanente de los que no habían doblado sus rodillas ante Baal. Y quedaban algunos profetas que de forma clandestina seguían enseñando y guiando al pueblo. Nos imaginamos el éxodo causado por la persecución religiosa, conculcadas las libertades, como sucede en tantos países donde los cristianos son perseguidos. Por lo tanto, era un riesgo presentarse ante el rey, ya que éste lo había estado buscando intensamente.  



Pero observamos que el rey y su casa, así como el pueblo, seguían doblando sus rodillas ante Baal y generando una persecución religiosa sin precedentes. A pesar de la situación en la que se encontraban, una situación de crisis extrema causada por la sequía que, con certeza, afectó la economía del reino, trayendo pobreza, desnutrición, enfermedades; afectó la flora y la fauna, etc., pues las situaciones son las misma ayer y hoy. Tanta era la sequía, que el propio Acab y su mayordomo Abdías salieron en busca de hierba por todas las fuentes y arroyos del país, para así preservar la vida de los caballos y las mulas. Con certeza fue una crisis que se cebó con los más vulnerables: los niños, las viudas, los extranjeros. Mas el rey no se conmovió ante la dramática situación de su pueblo, y lo más seguro es que la mesa de su casa estaba bien servida. Nadie clamaba al Dios de Israel.



Pienso que podemos afirmar que Acab y los suyos conocían muy bien la historia de Israel y lo que Dios había hecho por ellos. Sabía quién era Jehóvá, y quién lo había puesto al frente de Israel. Las evidencias estaban por todas partes, mas he aquí que pareciera que era un novato en todo esto. Como nos puede pasar a nosotros mismos, quienes, a pesar de tantas evidencias, y conocimiento de la Palabra, a veces nos decantamos por otros derroteros y nos olvidamos de consultar a Dios antes de enfrentar cualquier batalla. “Todos siguen su camino, todos van tras su proyecto… desaparece el honrado sin que nadie lo perciba; los fieles son eliminados sin que nadie se dé cuenta”, dice el profeta Amós.



Y me maravillo de que haya un Elías entregado y con celo por las cosas de su Dios, animándonos a seguir su ejemplo. Pero más me maravillo de la bondad de Dios para con su pueblo, dándoles otra oportunidad para que lo reconociesen en sus caminos, diciendo: “Buscadme y viviréis”. Y vuelve Elías para llamar al pueblo a volverse a Dios. Y constatamos que Dios, siempre pendiente de todo, busca a una persona más para ayudar en esta misión: Abdías, quien como ya hemos mencionado, ocupaba un cargo de responsabilidad en la corte del rey. Y “… era en gran manera temeroso de Jehová” (18.3). ¿Un hombre de bien sirviendo en la casa de este rey? Pues va a ser que sí, y manteniéndose íntegro. Dios sabe dónde colocar a cada uno según sus planes, que muchas veces no son los nuestros. Como bien dice el mismo Abdías a Elías, en medio de la persecución religiosa, cuando Jezabel mandó destruir a los profetas de Dios, él había escondido a cien de dichos profetas y los sustentó con pan y agua. Estaba en el momento y lugar donde era necesario, no elegidos por él sino por Dios. Podía haberse vuelto seguidor de Baal, pero no, sus convicciones eran muy fuertes. Una vez más constatamos que debemos estar en todas las esferas de la sociedad, desde donde podamos ser útiles para la misión de Dios.



Si bien en un principio Abdías está temeroso de participar como intermediario entre Elías y Acab: “… ve, di a tu amo: Aquí está Elías” (18.8), pues sabía cuál sería la reacción del rey ante la posibilidad de reencontrarse ante quien era responsable, según él, de las calamidades por las que estaban pasando. Es ese temor que podemos sentir al presentarnos ante determinadas instancias para llevar el mensaje.  Mas también parece ser que Acab quería que Elías acabase con la sequía, lo necesitaba. Todo estaba muy diseñado por el mejor Planificador. Había que aprovechar la oportunidad. 



Vemos a Dios dando oportunidades a quienes ni tan siquiera lo estaban buscando. Es más, Acab acusa a Elías de ser la causa de la sequía, no hay ni un ápice de arrepentimiento por su parte. Ni siquiera respeto por un mensajero de Dios. Elías responde: “Yo no he turbado a Israel, sino tú y la casa de tu padre, dejando los mandamientos de Jehová, y siguiendo a los baales” (18.18). Y le da instrucciones para que congregase a los profetas de Baal y Asera, ochocientos cincuenta en total, los cuales comían en la mesa de Jezabel. Dios todavía hablaba, y habla. Se preocupa para que no sucumbamos, es tanta su misericordia. Estaba agotando todas las posibilidades de demostrarles su poder y misericordia; su justicia y su perdón.  Cuando Acab convoca a todos los profetas y al pueblo en el monte Carmelo, les dice: “Hasta cuándo claudicaréis vosotros entre dos pensamientos? Si Dios es Dios, seguidle; y si Baal, id en pos de él” (18.21). Y les recalca que solo queda él como profeta de Dios, mientras que de Baal, cuatrocientos cincuenta. Ordena que se den dos bueyes, uno para él y otro para los sacerdotes de Baal, y que se pongan encima de leña, pero sin fuego debajo. Y dice: “Invocad luego el nombre de vuestros dioses, y yo invocaré el nombre de Jehová; y el dios que respondiere por medio del fuego, ése sea Dios. Y todo el pueblo respondió, diciendo: Bien dicho” (18.24). Elías no se deja amilanar por ser uno contra cuatrocientos cincuenta; David contra Goliat. Pero él sabía que su Dios era real, no como el de ellos que tenían boca, mas no hablaban; tenían orejas, mas no oían; tenían pies, mas no andaban… Sale de él una fuerza casi sobrenatural, es algo difícil de explicar: se acaba el temor, el cansancio se desvanece, no hay obstáculos que no se puedan superar… Si Dios está con nosotros, ¿quién contra nosotros? Elías habla con autoridad, se sabe respaldado.



Antes de pedir por la lluvia, Elías quiere que el pueblo se defina y no esté entre dos señores. Deben decidirse por Jehová o por Baal. Se muestra firme, valiente, con una fuerza que solo la puede dar la fe, ya que como sabemos el ambiente era muy hostil. Deja constancia que su confianza estaba puesta en Dios. Él iba en nombre de Dios, un Dios que era mayor que cualquier otro dios. Y sucede que Baal no responde, a pesar de los esfuerzos de sus cuatrocientos cincuenta profetas, pero Dios sí. Elías siempre buscaba la presencia de Dios; oraba, pues sabía que Él oía su clamor. Es un testigo fiel, llamado para realizar un trabajo para Dios. Y como tal, se preocupaba por la situación del pueblo. Se duele por lo que está pasando, por lo tanto, se implica por encima de sus asuntos personales; actúa. Sale de su zona de comodidad. Prácticamente estaba solo después del exterminio practicado por orden de Jezabel.



Ya conocemos los sucesos. Dios responde a Elías cuando clama con fuerza para que Dios muestre su gloria y responda por medio del fuego y el sacrificio sea consumado: “Respóndeme, Jehová, respóndeme, para que conozca este pueblo que tú, oh, Jehová, eres el Dios, y que tú vuelves a ti el corazón de ellos” (18.37). Cuando el pueblo presencia todo ello, exclama: “Jehová es el Dios; Jehová es el Dios”. Y el profeta ora por la lluvia, con esa cercanía de alguien que tiene una relación íntima con su Dios, en el que confía plenamente. El profeta oraba y la lluvia caía… Y podemos imaginarnos el regocijo del rey, del pueblo y de la tierra sedienta y agrietada por la sequía durante tres años y seis meses, gimiendo por ser rescatada de esta situación. El pueblo gozoso y dando gracias a Dios, quizá acordándose de todas las maravillas que antaño Dios había hecho por sus padres. Y que se habían ido contando de generación en generación. ¿Duraría aquella fiesta? ¿Se daría una nueva reforma, se volverían a leer los mandatos de Dios y se llevarían a la práctica? ¿Se derribarían los lugares de culto a otros dioses? ¿Se acabaría el mestizaje entre el culto a Jehová y a Baal?



 





Pues parce que el entusiasmo momentáneo no prosperó, pues cuando (en el capítulo 19) el líder del reino llega a casa y le cuenta a su esposa todo lo que Elías había hecho, no lo que Dios había hecho, y que además había exterminado a todos los profetas, los que se sentaban a su mesa, con la intención de enfurecerla y así utilizarla ya que se nota su cobardía para no actuar directamente, Jezabel se llena de cólera y manda un mensaje al profeta Elías. De esos que ella sabía le harían temblar. Nos podemos poner en su piel y hasta sentir un escalofrío recorriéndonos el cuerpo. Quién sabe si Jezabel no dijo que todo lo sucedido había sido un fraude y que había llovido porque sí. Para quitárselo de delante lo amenaza de muerte. ¿Acaso Acab no reconocía al Dios del que tanto había oído hablar?  ¿No percibe que tiene una nueva oportunidad para recomenzar? Esta situación puede ser repetida en nuestros días. Quizá no haya un justo, ni siquiera uno que pueda decir que alguna vez no ha pasado por alto cuando Dios le dice “ve y haz. Yo estoy contigo, no temas”. Dudamos a pesar de ver las maravillas de la creación y tengamos a mano las instrucciones escritas en millones de ejemplares que circulan en papel o en medios digitales, en diversos idiomas, y en lo que haga falta.



Seguro que Elías estaba todavía asombrado ante la muestra del poder de su Dios, contento por su respuesta, y seguro de que el pueblo volvería a los caminos del Dios verdadero, después de presenciar cómo había actuado. Mas vuelve a la realidad cuando recibe un mensaje de la temida Jezabel. Y no con muestras de gratitud y reconociendo que ya sabía quién era el dios verdadero. Más bien decía: “Así me hagan los dioses, y aun me añadan, si mañana a estas horas yo no he puesto tu persona como uno de ellos” (19.2). ¡Qué miedo! Y ¡qué decepción!, que se acentúa cuando el pueblo no sale en su defensa, ése que se regocijaba mientras Dios bajaba el fuego sobre el altar. Los que se beneficiaron de los aguaceros que Dios había derramado sobre los sedientos se habían olvidado ya de quién era el autor de estos privilegios. ¡Qué olvidadizos somos!



Y el pobre tiene que huir nuevamente, ¡si solo había hecho lo que Dios le había encomendado! Amenazado de muerte sale rumbo al exilio involuntario, otra vez. Sin tener dónde recostar la cabeza. Sale pues ya sabe que el asunto es serio, hacía un tiempo muchos habían perdido la vida por causa de la religión. Y nos preguntamos: ¿Dónde está aquel varón valiente, que se enfrentó a los cuatrocientos cincuenta profetas de Baal? Pero resulta que Elías transitaba por este mundo todavía, como tú y yo. Y no es fácil. Y se desanima mientras iba por el desierto, y pide morir. Lo que demuestra que el acoso, el asedio por largos períodos, puede ser demoledor hasta para los más fuertes. Se trataba de apagar cualquier atisbo de energía, de ideas, de acción, de palabra, de libertad de conciencia. El pobre profeta prefiere la muerte. Lo entendemos, no criticamos, ya que es algo por lo que hay que pasar mientras estemos por este mundo. Somos humanos y vivimos entre humanos. Humanos que queremos ir dejando las pesadas alforjas que cargamos como humanos. Hay momentos de tranquilidad, pero no siempre es así y debemos estar preparados. Y algo podemos estar gracias a las experiencias. Así, las sacudidas ya no sorprenden tanto y es más fácil recomponerse y seguir adelante. Es el aprendizaje. Ir aprendiendo a contentarse tanto en abundancia como en escasez. No es fácil; ya sea por nosotros mismos o por los otros.



Pero he ahí que había alguien que no abandonaba al profeta, y era su Dios. Él lo alimentaba y guardaba mientras se desarrollaba el proceso; no lo dejó sucumbir, pues la misión aún no había concluido. Y Elías es enviado a Horeb, después de caminar durante cuarenta días y cuarenta noches. Allí, mientras está metido en una cueva, Dios pregunta: ¿Qué haces aquí, Elías? Y él, seguro con un desánimo tremendo, responde: “He sentido un vivo celo por Jehová Dios de los ejércitos; porque los hijos de Israel han dejado tu pacto, han derribado tus altares, y han matado a espada a tus profetas; y solo yo he quedado, y me buscan para quitarme la vida”.  Como dice el profeta Amós: “Os hice estar a diente limpio en todas vuestras ciudades, y hubo falta de pan en todos vuestros pueblos; mas no os volvisteis a mí, dice Jehová”. El pueblo callaba mientras los profetas eran asesinados; la justicia era echada por tierra. Elías piensa que es inútil todo lo que ha hecho. En ese momento no puede distinguir cuál ha sido la finalidad de todo; se siente vencido, burlado, apenado. Estaba sujeto a pasiones, pues todavía transitaba por estos lares. ¿Quién dijo que por aquí todo iba a ser de color rosa? Todos dilataban el día malo.



Es entonces que Elías oye: “Sal fuera, y ponte en el monte delante de Jehová. Y he aquí Jehová que pasaba, y un grande y poderoso viento que rompía los montes, y quebraba las peñas delante de Jehová, pero Jehová no estaba en el viento… no estaba en el fuego. Y tras el fuego un silbo apacible y delicado. Y cuando lo oyó Elías cubrió su rostro con su manto, y salió, y se puso a la puerta de la cueva” (19.11-13). Y Dios le hace la misma pregunta, a lo que responde también lo dicho anteriormente, como si continuara sin entender lo que le estaba mostrando. Que tiene a alguien poderosos a su lado. Había visto la gloria de Dios, y, por lo tanto, no puede temer los planes de los humanos como él. Y que aun los medios pequeños son suficientes para llevar a cabo la misión encomendada. Hay que continuar. Y Elías tiene que volver por su camino, y ungir a tres personas, entre ellos a Eliseo.



Este pasaje me ha servido para comprobar una vez más que el Plan de Dios ya está definido y no hay vuelta atrás. Mas mientras se va llevando a cabo, y caminamos siguiendo esta hoja de ruta, por momento vamos bien, pero también, en otros, nos apartamos, ya sea por nosotros mismos o por la intervención de los que nos rodean. O de numerosas circunstancias que nos llevan a elegir otra ruta, aunque sea esporádicamente. ¿Construiremos becerros de oro como Israel? ¿Construiremos lugares altos para adorar otros dioses modernos? ¿Somos diferentes? 



Ellos, como nosotros, tenían que hacer la voluntad de Dios y vencer a pesar de los obstáculos, mas digo que no siempre es así. Vemos tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento, cómo, a pesar de tantas demostraciones de Dios a favor de su pueblo, estos tendían a apartarse de su voluntad. Venían las correcciones, los exilios, las deportaciones, y, aun así, después de asombrosas liberaciones, reincidían. La Palabra nos muestra realidades, no ficciones, para que tomemos ejemplo. Pienso en el rey Salomón, quien no pidió otra cosa que sabiduría y, de pronto, en la vejez, levanta altares para otros dioses. A punto de cerrar con broche de estrellas. Rondamos por este mundo, donde nos alcanzan todavía gruesas y oscuras nubes; acechan las tinieblas. Solo uno venció mientras transitaba por aquí.



Quizá muchas veces esperamos acontecimientos grandiosos, opulentos, para seguir adelante. Y, como observo ante los sucesos acaecidos con Elías, a veces Dios apenas se nos presenta en una leve brisa, una gotita de rocío, el perfume de una margarita o el canto de un gorrión. Y no en medio de estruendos.



Nos indica que no debemos despreciar los restos del aceite y de la harina, los escasos recursos, pues él mismo se encargará de hacerlos útiles y de multiplicarlos, si así lo estima. Porque en ocasiones, no los multiplica para hacernos ver que por ahí no. O los multiplica hasta un límite y luego lo hace escasear para indicar que hasta ahí nos ha ayudado y que luego toca cambiar de rumbo. Debemos estar atentos. Aunque la experiencia nos dice que no nos preocupemos, pues cuando no entendemos sus señales nos envía el mensaje por los medios más insólitos y nos saca a empujones si es necesario. Pero que no se enseñoreen los humanos creyendo que son ellos los autores de todo lo que se cuece por aquí, ya que somos peregrinos por este mundo y solo estamos de prestado, de paso. 



Sólo estamos de paso. Transitando como un peregrino que depende de la hospitalidad que va encontrando por el camino, y atento a las señales para no perderse, disfrutando y agradeciendo por las dádivas recibidas. Pero siempre en movimiento. Y mirando bien para no caer.


 

 


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