Cuando el buscador se interna en las páginas de la Biblia, se ve en un mundo nuevo, que no es un mundo de ideas donde el buscador encuentra información sobre Dios, sino que Dios es el que habla y los hombres escuchan, y suceden cosas increíbles.
Avanzando como peregrina, en el camino vuelvo a encontrarme con el libro de Juan A. Mackay, Prefacio a la teología cristiana, del que apenas quiero ofrecer unas líneas para que sea el propio lector quien se adentre en sus páginas. Sea lo que sea que nos haga sentir algo en común, que tiene que ver con nuestro propio peregrinaje, búsqueda, encuentro, transformación, fe, llamamiento, misión, nos ‘engancha’. Es como un imán que nos atrae. Es como cuando nos encontramos con alguien, sea hombre o mujer, y de pronto empiezas a hablar sobre estos temas y se te pueden pasar las horas queriendo adentrarte más en esos asuntos que nos atañen de forma personal y en lo que tiene a ver con los otros, sintiendo que hay Alguien en común que nos une y que tenemos un mismo asunto que tratar y materializar en el día a día. Donde juntos podemos decir: ‘Tú eres mi Dios’. Y podremos proveernos de nueva verdad, una verdad que nos interpreta la realidad, y además crea realidad en nosotros; esa verdad que cada uno hemos encontrado, porque tenemos ‘hambre y sed de justicia’, pero que también necesita que repostemos y renovemos para poder seguir transitando por el camino. Hago mías sus palabras.
Dice Mackay que “una conciencia de culpa y un hambre de justicia divina son los dos serios intereses que hacen de un hombre… un peregrino de tipo muy especial”. Y es así que, ese hombre, se lanza en la búsqueda de un Rostro, de una Ciudad donde mora esa justicia. Dice que en el camino el buscador va primero por los caminos secundarios de la cultura y la naturaleza…
“Nuestro buscador no halla nada, en lo mejor del pensamiento contemporáneo, que podría destruir su intuitiva afirmación de que la realidad tiene una base espiritual y de que en el gran sistema de las cosas existe sitio para la justicia”. Anteriormente ya hice referencia a lo que comenta Mackay acerca de cómo el buscador se adentra en la cultura, sobre todo aquella que constituye su propia herencia, y cómo queda asombrado por la influencia que la religión cristiana ha tenido sobre los asuntos humanos. Más adelante, señala que éste va al Libro de los Libros, la Biblia, que ha sido fundamental como ‘fuente de esa influencia’. Descubre que muchos lo están redescubriendo, leyéndolo con avidez. Descubre que es el libro más vendido en el mundo. Y que teniendo en cuenta la situación en el mundo y la urgencia de su búsqueda, ya no se le hace necesario adentrarse en otras religiones. Y Mackay confirma la certeza de esta decisión con la frase de un pensador: “La diferencia verdaderamente radical entre las religiones no es tanto entre oriente y occidente como entre la Biblia y la carencia de ella”.
Cuando el buscador se interna en las páginas de la Biblia, se ve en un mundo nuevo, que no es un mundo de ideas donde el buscador encuentra información sobre Dios, como si fuese el Internet de nuestro tiempo, sino que ocurre algo insólito: Dios es el que habla y los hombres escuchan, y suceden cosas increíbles.
“El viajero se encuentra, no en medio del silencio de un místico ashram oriental, sino en un campo de batalla en que se desarrollan a su derredor acontecimientos dramáticos. Las voces que oye hablan, con más frecuencia, en primera y segunda personas que en la tercera. Al escuchar con atención, llegan a su oído preguntas como éstas: ‘¿Quién eres?’, ‘¿Dónde estás?’, ‘¿Qué haces aquí?’, ‘¿Qué has hecho de tu hermano?’. Y en seguida comienzan a resonar voces de mando: ‘Haz esto y vivirás’, ‘Venid a mí’, ‘Creed en mí’, ‘Sígueme’. Voces humanas parecen responder: ‘Soy hombre de labios impuros’, ‘Ten misericordia de mí que soy pecador’, ‘Creo, Señor, ayuda mi incredulidad’, ‘Querríamos ver a Jesús’. El buscador se siente aludido y apremiado. Se da cuenta de que él también tiene que resolverse y llegar a una decisión. Se ve abrumado por la conciencia de la realidad y majestad de Dios, cuya existencia no se hace materia de prueba en la Biblia, sino que es en todas partes asumida como un hecho, y a quien se presenta como siempre en actividad, aunque a veces oculto. Si el buscador pensó alguna vez que la Biblia le iba a ofrecer datos para un tranquilo estudio ‘científico’ de Dios, su ilusión se ha desvanecido”.
Me asombro cuando Mackay dice que cuando el buscador recorre las páginas del Libro se encuentra con otros que han sido peregrinos como él, viajeros que han transitado en busca de ‘una ciudad’. Y es lo que sentimos hoy nosotros en nuestro peregrinaje. Y eso nos da la valentía: saber que hombres y mujeres de ayer, que eran como nosotros, están considerados en ese Libro. Cuántas veces no nos hemos sentido como Job, o como Rut, José, Pablo. O como Abraham, dice, que fue “llamado del Balcón de la civilización babilonia a la vida de un nómada en tierra extranjera, sin saber a dónde iba. Fue lo mismo en la vida de Moisés, que fue llamado de una existencia balconizada en Egipto al camino del desierto: pero al lado del sendero del desierto estaban tanto el Sinaí como el Pisga, el monte en que se dio la Ley, y el picacho desde el que se descubría la Tierra de la Promesa. Y lo fue con nuestro Señor mismo. Vivió en el Camino. Su único hogar, como escribió uno de sus biógrafos, era ‘el Camino por el que andaba con Sus amigos en busca de nuevos amigos”. En cuanto a Pablo, principal intérprete de Cristo, fue el más grande peregrino y cruzado que ha existido, cuyos viajes son todavía la desesperación de los viajeros modernos, dice.
Y con ellos nos sentimos identificados. Seres humanos con vidas oscuras, pero con algo maravilloso en común: que su Dios es nuestro Dios, y que somos instrumentos para el propósito de este Dios en su quehacer en el mundo. Ese Dios que es el Dios de Jesucristo y en Él se hizo carne, bajó a este mundo para derramar su gracia sobre los hombres. El logos hecho carne. Y pudimos contemplar la gloria divina en Cristo y exclamar como Pascal, según cita Mackay: “Tu Dios será mi Dios”.
Y nos señala la importancia de una relación personal con Cristo, que no depende de otros, y que para que esto sea verdad debemos experimentar la redención, es decir, la participación del hombre en la vida de Dios. La Biblia dice qué es lo que Dios ha hecho por ellos y cómo podemos hallar al Dios redentor, hacer su voluntad y buscar Su reino. Y que solo posesionándonos de esto es que podemos estudiar le Libro de los Libros con provecho. Y solo juzgándolo dentro de la perspectiva de la redención es que puede ser justamente juzgado. Para que el estudio científico de la Biblia sea de provecho, comenta, es necesario haber tenido un encuentro espiritual con el Dios de la Biblia, ese encuentro personal. El buscador entiende que la esencia, el fin de la verdad bíblica es la redención, y así comprenderá mejor lo que decía Kierkegaard: “La Biblia es una carta de Dios con nuestra dirección personal escrita en ella”. Lo cual me lleva a repensar en ese significado de la verdad bíblica, pues se puede conocer la Biblia de principio a fin sin encontrar la verdad que en ella está contenida, sin escuchar la voz de Dios que habla en la historia bíblica, como dice el teólogo del camino. Me gusta la cita que Mackay usa: “La Biblia debe leerse con el mismo espíritu con que fue escrita”.
Y ante la pregunta acerca de dónde encuentra el buscador a Dios, y en qué punto del camino de la vida puede arrodillarse y rendir su vida al Otro, sabiendo que el otro está ahí, dispuesto a recibirlo y hacerlo suyo, nos dice que es en Jesucristo que Dios se encuentra con el hombre. Y ante la pregunta de cómo podemos saber el camino al Padre, Jesús responde: “Yo soy el camino”. Y que todo lo que se refiere al camino se concreta en una Persona, quien es la encarnación de todo lo que en la Biblia se llama gracia. Nos recuerda que Él es el centro de las Escrituras y de la fe cristiana, y nos impele a escudriñarlas porque dan testimonio de Él. Y Él, solo Él, es la llave para entenderlas. Y nos recuerda que el encuentro con Cristo debe ser un encuentro con el crucificado. Cuando el buscador de la verdad se halla a la vista de la Cruz, dice, se encuentra próximo al punto en que comienza a ver al Nazareno bajo una nueva luz.
Extasiada e identificada con estas palabras escritas hace un tiempo, hecho una ojeada a este siglo XXI, en la que tenemos millones de ejemplares de la Biblia a nuestra disposición, gracias al gran descubrimiento de la imprenta siglos atrás, pero que, no obstante, millones de personas no pueden acceder a ella ya sea por cuestiones económicas o por ser un libro prohibido en sus países, lo cual conlleva a penas de cárcel o incluso la pena capital. El siglo XVI de hoy. También pienso que muchos no saben de su existencia, o quizá tengan equivocadas referencias sobre ella. Lo cual me lleva a preguntarme si tengo una parte de responsabilidad en esto. Es algo en lo que estoy pensando mucho últimamente. Quizá porque me siento privilegiada de poder leer un libro que no se encuentra fácilmente, en este caso el de Mackay, que me hace recordar la importancia, en mi vida espiritual, física, emocional, social, del Libro de los Libros. Hoy es el de este misionero enamorado de Cristo, escocés, aunque podría ser oriundo de España, o de cualquier otro país, porque creo que nadie dudaría en cuanto a que no hago distingos de este tipo, y lo digo con humildad. Reflexionando sobre ello, volví a las primeras páginas del libro, donde Mackay nos habla de esa ‘tranquila desesperación’ de los que transitan por el moderno camino de Emmaús, retratándonos el panorama de su actualidad, allá por los años cuarenta (cito fragmentos):
“Nuestra situación es trágica. Una nueva guerra mundial, la persecución de cristianos y judíos, la pérdida de valores que habíamos llegado a considerar como parte permanente de la civilización, una profunda divergencia de opinión entre los cristianos sobre el tema de la guerra: todo es parte del estado en que nos hallamos. En muchas instituciones de enseñanza sagrada, es tal la bancarrota a que ha llegado la erudición cristiana, que ya no tiene nada cierto que decir, acerca de Jesús de Nazareth, a los nuevos peregrinos de Emmaús. De los labios de muchas personas sencillas, se escapa la amarga queja de la Magdalena: ‘Se han llevado a mi Señor y no sé dónde le han puesto’. También con respecto al hombre y a la vida humana prevalece una especie de tranquila desesperación. Nos hemos alejado ya mucho de los días en que un poeta cantaba: "Gloria al hombre en las alturas", cuando la filosofía estaba cierta de que el hombre era ‘la medida de todas las cosas’, cuando el pensar se consideraba como la suprema actividad de la personalidad humana, cuando en todas las circunstancias el hombre era "capitán de su alma". ¡Cuán bajo han caído en el mercado mundial los bonos del hombre! (…). En los últimos tiempos, el homo sapiens ha fracasado rotundamente. En el arte, apenas si puede reconocerse su figura. En el arte modernista de la época se omite hasta el contorno mismo de la forma humana. Se retrata a los hombres, no como a los seres que hasta aquí habíamos conocido, es decir, como criaturas que portan la imagen de lo divino, sino como seres que no son más que símbolos de la voluntad de poder o los impulsos del deseo… La literatura, a pesar de sus pretensiones de realismo, se caracteriza por una fuga de la realidad. Los héroes de las novelas modernas carecen, espiritualmente hablando, de hogar. (…)”. El nihilismo se manifiesta hoy tanto en la esfera de la acción como en la del pensamiento…”.
Se denota que hay un anhelo por escuchar una voz autorizada, el ansia de poder leer en un rostro el sentido último de las cosas…
Por eso me llamó la atención la reflexión del profesor Archibald A. Bowman, de la Universidad de Glasgow, en las Conferencias Vanuxem, pronunciadas en la Universidad de Princeton, citadas por Mackay. Dice Bowman: “El apelar el hombre moderno a los dictadores, constituye una aberración de ese verdadero instinto humano por el cual, en épocas de aflicción suma, el espíritu humano demanda un Compañero”. (…) “Por tanto, la Encarnación no es una anomalía. En su angustia de haberse derrotado solo, el hombre mira en derredor en busca de un espíritu semejante a él, encarnado en forma humana, a quien tender las manos en demanda de ayuda. ¿No es en verdad, éste el fenómeno que caracteriza, por encima de cualquier otro, nuestra civilización? ¿Y no hay algo patéticamente familiar, y hasta inmemorial, en el culto contemporáneo a los tiranos deificados?”. Y concluye Bowman así: “Estimo justo decir que, en mi propio concepto, si algo prueba este argumento que con tanta extensión hemos expuesto, es que la doctrina de la encarnación de Dios en el hombre Jesús, es la única solución posible de la tragedia de este mundo que se ha perdido a sí mismo”.
Y mientras sigo avanzando en la lectura, descubro sorprendida que, en otros sectores laicos, también expresaban en esa época su ansia de escuchar una voz autorizada. El grupo director de la reconocida revista ‘Fortune’, pidió a la Iglesia Cristiana de los Estados Unidos que hablase con una voz en que los laicos pudiesen escuchar algo más que el eco de la propia voz de ellos. Decía en el editorial de ‘Fortune’:
“Si no escuchamos tal voz, los hombres de la presente generación se precipitarán por esa larga espiral de la depresión de la que hablan los economistas… Solo hay una manera de escapar de esa espiral, y es la del sonido de una voz, no nuestra propia voz, sino una voz que proceda de algo que no es nosotros mismos, y en cuya existencia no podemos dejar de creer. La tarea terrenal de los pastores es escuchar esa voz, hacernos escucharla a nosotros, y explicarnos lo que esa voz dice. Y si no pueden oírla, o no nos dicen lo que dice, estamos, como laicos, enteramente perdidos. Sin esa voz, seremos tan incapaces de salvar al mundo como lo fuimos de crearlo en el principio”.
Mackay señala que en este editorial se escucha una nueva sencillez infantil. Y que esta actitud es muy diferente de aquella “cuando se tenía una ilimitada fe en la ciencia y la de aquellos años rugientes de 1920 en adelante”. Además, dice que cuando hombres instruidos y viriles hacen un llamado de tal calibre, quiere decir que nos encontramos en los albores de un nuevo mundo, con horizontes espirituales ilimitados. Cumpliéndose así esa condición evangélica del nuevo nacimiento. Porque “Si no os convirtiereis y volviereis como niños, no entrareis en el Reino de los cielos”, dijo una Voz autorizada.
Este llamamiento me ha impactado. Aún resuena en este nuestro siglo…
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