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Primavera en invierno

El proyecto redentor de Dios alcanza en Jesús la plenitud y, por ende, la comunidad de los redimidos en Cristo recibe un nuevo corazón.

KAIRóS Y CRONOS AUTOR Carlos Martínez García 18 DE DICIEMBRE DE 2018 11:00 h

Un cuento de Oscar Wilde me conmovió hasta las lágrimas. Antes había leído El gigante egoísta (publicado en 1888), y al releerlo en días pasados descubrí con profunda emoción vetas antes no vistas. La narración es un cuento navideño, una obra maestra de la narrativa que presenta la conversión de un corázón pétreo y gélido, el del gigante, en otro, como dice el profeta, de carne (Ezequiel 36:26). El cuento de Wilde invita para que en pleno invierno de las conciencias florezca la primavera de la generosidad y el amor. Considero que es una hermosa lectura para la temporada de Adviento.



Adviento es tiempo de acercar el corazón gélido a la calidez del pesebre. Los corazones endurecidos, que se cierran a las necesidades y sufrimientos de otros seres humanos pueden ser reblandecidos por la ternura de la encarnación que celebramos en Navidad.



El endurecimiento del corazón afecta profundamente a personas de toda condición económica y social. Las razones de la dureza son múltiples, desde historias de sufrimiento que marcan las vidas de mujeres y hombres hasta contextos familiares en los que se privilegia un exacerbado egoísmo. En uno y otro caso el resultado es la insensibilidad que afecta a quien padece la petrificación de los sentimientos de solidaridad y, en consecuencia, el desdén hacia otras y otros flagelados por todo tipo de dolencias.



El exacerbado individualismo que prolifera en las sociedades contemporáneas nos hace inmunes a identificarnos con los padecimientos ajenos, porque la cultura hedonista nos satura con mensajes para que desenfrenadamente busquemos un creciente confort. Bien lo ha sintetizado el sociólogo Zygmunt Bauman: “En el mundo actual todas las ideas de felicidad acaban en una tienda”, en la cual los consumidores creen posible comprar el sentido de la vida.



La ternura del Dios humanado, la cordialidad acunada en el pesebre, nos convoca para emular su identificación con la humanidad sufriente. Es en las acciones compasivas con las que se mide nuestra consistencia doctrinal, no con peroratas de pretendida superioridad moral ni con juicios farisaicos estigmatizadores de los demás. Así lo consignó Jesús mismo, cuando recordó a sus oyentes el parecer divino transmitido por el profeta Isaías: “Este pueblo dice que me pertenece; me honra con sus labios, pero su corazón está lejos de mí. Y la adoración que me dirige no es más que reglas humanas, aprendidas de memoria” (29:13, Nueva Traducción Viviente).



La evocación del profeta realizada por Jesús tiene que iluminar y transformar hoy una religiosidad que se restringe a verbalizar determinadas creencias, las que solamente expresan palabras sin acciones comprometidas y nuevas formas de relacionarnos con los demás. El llamado es a “ser renovados en la actitud de [nuestra] mente; y [ponernos] el ropaje de la nueva naturaleza, creada a imagen de Dios, en verdadera justicia y santidad” (Efesios 4:23-24, Nueva Versión Internacional).



En Marcos 7, cuando los fariseos y escribas reprobaron a quienes seguían a Jesús por no cumplir con rituales de purificación e higiene, Jesús el Cristo les recriminó privilegiar la tradición antes que el amor y la solidaridad. Imaginemos el azoro de fariseos y escribas cuando Jesús en lugar de darles la razón por su celo en resguardar la ortodoxia, trajo palabras proféticas: “Hipócritas, bien profetizó de vosotros Isaías, como está escrito: ‘Este pueblo de labios me honra, mas su corazón está lejos de mí. Pues en vano me honran, enseñando como doctrinas mandamientos de hombres’. Porque dejando el mandamiento de Dios, os aferráis a la tradición de los hombres” (Marcos 7:6-8, Reina Valera 1960).



Fariseos y escribas quedaron atónitos ante la inconcebible respuesta de Jesús, también debieron indignarse por ser llamados hipócritas, vocablo proveniente del griego hypokrites, que hacía referencia a quien respondía con una máscara que cambiaba según su conveniencia. Más adelante Jesús recalcó a los guardianes de la conducta de los demás que no deberían poner el énfasis en lo externo, más bien que cuidaran lo que estaba anidado y era expresado por sus corazones: “Porque de dentro, del corazón de los hombres, salen los malos pensamientos” que se convierten en acciones dañinas para uno mismo y también para otros (Marcos 7:21).



El Señor, a través del profeta Ezequiel, prometió el establecimiento de un nuevo orden social, en el que la renovación sería integral, incluyendo el cambio pleno del ser: “Les daré un nuevo corazón, y les infundiré un espíritu nuevo; les quitaré ese corazón de piedra que ahora tienen, y les pondré un corazón de carne. Infundiré mi Espíritu en ustedes, y haré que sigan mis preceptos y obedezcan mis leyes. Vivirán en la tierra que les di a sus antepasados, y ustedes serán mi pueblo y yo seré su Dios. Los libraré de todas sus impurezas. Haré que tengan trigo en abundancia, y no permitiré que sufran hambre. Multiplicaré el fruto de los árboles y las cosechas del campo, para que no sufran más entre las naciones el oprobio de pasar hambre. Así se acordarán ustedes de su mala conducta y de sus acciones perversas, y sentirán vergüenza por sus propias iniquidades y prácticas detestables” (Ezequiel 36:26-31, Nueva Versión Internacional).



Las citadas palabras de Ezequiel datan de casi seis siglos antes de Jesucristo. Hay en ellas ciertas constantes de la acción del Señor para con su pueblo y la responsabilidad de éste al ser objeto de de la gracia divina durante el desarrollo de la historia de la salvación. El Señor que afirma hará nuevas todas las cosas (Apocalipsis 21:5), es quien por boca de Ezequiel promete al pueblo desesperanzado que le dará un nuevo corazón. El anterior, endurecido, esclerotizado, por la rebeldía y el olvido de los hechos portentosos del Señor en favor de la nación llamada a ser luz, será reemplazado por uno de carne. Además la promesa incluye el regalo del Espíritu, el que fortalecerá a las personas para que sigan los preceptos y obedezcan las leyes del Señor. La bendición de tener sustento diario y un entorno que provee lo necesario para la vida humana, deberá hacer recordar de manera vergonzante las prácticas execrables del pasado. El corazón de carne tiene que manifestarse en obras de justicia y ternura.



Jesús es el nuevo Adán (1 Corintios 15:45), precursor de la nueva humanidad conformada por la comunidad de sus discípulos y discípulas a lo largo de la historia (Efesios 2:15). Con el nacimiento, ministerio, muerte y resurrección de Jesús se ha sellado el Nuevo Pacto (Jeremías 31:31, 2 Corintios 3:6), y quienes le reconocen como Salvador y Señor son hechas nuevas criaturas llamadas a novedad de vida (2 Corintios 5:17, Romanos 6:4).



La Palabra instruye para salvaguardar el corazón (Proverbios 4:23) y no endurecerlo con intereses contrarios al paradigma representado por Jesús (Hebreos 3:7-8). El proyecto redentor de Dios alcanza en Jesús la plenitud y, por ende, la comunidad de los redimidos en Cristo recibe un nuevo corazón, que es de carne, no de piedra y blindado ante el dolor humano. Un corazón de carne que se identifica plenamente con las desventuras de los agobiados y desamparados, como los que Jesús vio al recorrer pueblos y aldeas (Mateo 9:35-38).



En Adviento, frente a la expectativa de celebrar al infinito que se hizo uno de nosotros, ofrezcamos el corazón fatigado y endurecido. A cambio, por el prodigio del Verbo que nace, tendremos un corazón vibrante y que palpita, del que brotan ríos de agua viva. Entonces florecerá la primavera en pleno invierno


 

 


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