No era este un motivo humanitario, sino el de mantener la Inquisición el negro orgullo de no derramar una gota de sangre con sus manos.
Pocos hechos referentes a la Inquisición Española levantan tantas pasiones encontradas, sentimientos y curiosidades como las torturas realizadas por los tribunales inquisitoriales. De tanta expectación que generan, no son infrecuentes los mitos y errores de bulto acerca de ellos.
El concepto adecuado para estos episodios de torturas es el de “tormento”. Y para ser correctos técnica y jurídicamente hablando, el de “audiencia de tormento”. Aunque la simple existencia de métodos de tortura institucionalizados y protocolizados de lugar al vuelo imaginativo, como si de un instrumento arbitrario más en la mano de los inquisidores para obtener las confesiones deseadas se tratara, la realidad documental nos arroja otra realidad bien distinta. Era pues, un acto procesal más de cuantos componían la instrucción del procedimiento anterior al juicio, sentencia y condena de un “hereje”. Además, por norma general sólo se realizaba una sola vez, salvo contadas excepciones en las que se repetía la audiencia con autorización del Consejo.
Tras la finalización del periodo de prueba, tratado en el artículo anterior de esta serie, y cuando no se había podido demostrar la culpabilidad del acusado, pero tampoco su inocencia (media prueba), el fiscal podía rogar al tribunal la realización de este acto violento. El tribunal en reunión con los consultores y el ordinario del lugar, realizaba la conocida como “vista del proceso”, en la que se leía la totalidad de las actas y se deliberaba acerca de la conveniencia de la realización del tormento. Mediante votación personal e irrecusable, por mayoría se decidía llevar a cabo este acto, dándose traslado al acusado para su conocimiento. Junto a la comunicación, se le realizaba de nuevo una monición para que confesara, y se advertía al acusado que en caso de negativa el tribunal no se hacía responsable de los daños que se le pudieran causar.
Cabía la posibilidad de que el acusado apelara al Consejo Inquisitorial, aunque infrecuente e inusual, pues el mismo tribunal territorial podía denegar el traslado de la petición al Consejo si la consideraba infundada.
Schäfer afirma que no se practicaba la tortura por mantenerse firme en la Fe, a modo de castigo, como suele sugerirse por diversos autores, sino que el objeto de la audiencia podía versar acerca de la confesión de delitos propios <
Puede parecer extraño el nivel de detalle que se puede obtener de este acto, pero la justificación radica en que durante cada audiencia el reo era asistido por un médico y por un notario, que protocolizaba todo lo ocurrido. Es curioso leer actas referentes a una audiencia de tormento, pues todo, absolutamente todo se encuentra recogido. El número de veces exacto que un preso exclama ¡ay!, cada una de sus palabras, cada uno de los pasos de intensidad de cada medio de tormento, cada palabra del tribunal o de cualquiera de los intervinientes. Todo.
Como ya comenté en artículos anteriores, el concepto funcionarial estaba muy arraigado en el tribunal, y esto se reflejaba también en la duración y horarios de las audiencias de tormento. Concretamente comenzaban a las 9 de la mañana, y se extendían hasta las 10:30. Hora y media por sesión.
En cuanto a nuestros protestantes, es de significar que en cuanto al tormento in caput propium, no tuvo grandes resultados, todo lo contrario que el tormento in caput alienum, donde los tribunales obtuvieron jugosas confesiones acerca de sus compañeros en la Fe. Ejemplo de promiscuidad delatora lo tenemos en Julián Hernández “Julianillo”, de los de Sevilla, y en el extremo opuesto el Dr. Arquer, de los de Valladolid.
El principio rector que rige el proceso de tormento era el de causar el mayo daño posible pero sin producir lesiones o daño corporal. Este principio contrasta con el operado por tribunales criminales civiles, especialmente el alemán, donde el desgarramiento de miembros o la dislocación de articulaciones era lo habitual. No era este un motivo humanitario, sino el de mantener la Inquisición el negro orgullo de no derramar una gota de sangre con sus manos, motivo por el cual nunca ejecutaba sus víctimas, sino que implicaba como victimario al Poder Civil, el “brazo secular”.
La aplicación de la tortura no era tampoco arbitraria, sino que seguía un arco de intervención gradual, comenzando por una nueva monición al inicio para que confesara. En caso negativo, la primera acción era desnudar al reo. Completamente. Hay que hacer un inciso en este punto para aclarar que si hay un ente “igualitario” en el siglo XVI éste era la Inquisición, pues trataba exactamente igual hombres que a mujeres, jóvenes o ancianos. Imagine el lector por un momento a una joven del siglo XVI, doncella de buena familia, desnuda a la fuerza ante varios eclesiásticos, un verdugo, un médico y un notario. Sólo esta sensación de vergüenza ya podía ser más dolorosa para la víctima que el propio tormento físico.
Únicamente tres tipos de tormento se usaron en España por la Inquisición: “cordeles”, “agua” y “garrucha”. Nada de damas de hierro y elementos similares que pueblan el imaginario y ciertos museillos de poca entidad repartidos por toda la geografía como museo de los horrores al uso.
El tormento de “cordeles” consistía en atar firmemente al reo, desnudo, sobre un banco. A partir de la muñeca se le ataba de manera envolvente un fino cordel que se hundía en la carne provocando un intenso dolor a cada vuelta y atirantamiento. Era el inquisidor el que ordenaba cada una de estas vueltas, anotando el notario todo lo acontecido, expresado o exclamado.
El siguiente tormento, conocido como “agua”, consistía en una simulación de ahogamiento, combinada con una tortura postural. Al inculpado se le colocaba sobre el “burro”, un tronco sujeto sobre un caballete, donde se apoyaba la parte lumbar de la espalda, quedando el cuerpo en forma de V invertida, con cabeza y pies más bajas que la zona lumbar. Las extremidades se ataban y atirantaban mediante cuerdas y una especie de tensor “garrote”, sobre cuya actuación ordenaba el inquisidor. Además, se le ponía sobre boca y nariz un trapo de lino fino “toca”, y se vertía agua sobre él. La simulación de ahogamiento era tal, que el trapo en ocasiones se llegaba a colar en la propia garganta del acusado.
Y por último, el tormento de “garrucha” consistía en atar las manos a la espalda del reo, colgarlo de ellas y dejarlo caer bruscamente desde cierta altura hasta casi tocar el suelo. Este tirón producido era muy doloroso, especialmente cuando el tribunal decidía aumentar su efecto colgando de los pies del inculpado pesas o piedras.
Un hecho significativamente curioso, sino chocante, era la necesidad de ratificación posterior del inculpado acerca de lo declarado durante el tormento y recogido en acta. Es decir, llamado a nueva audiencia con posterioridad al tormento, si el reo ratificaba su declaración, se consideraba válida. Pero si éste renegaba de ella, se consideraba como no realizada, permaneciendo el proceso con la media prueba de cargo ex ante. También en caso de testimonios exculpatorios era necesaria la ratificación posterior. Y digo curioso porque no había motivo alguno para creer en la posibilidad de desvirtuar la prueba obtenida en la audiencia de tormento, por vicios del consentimiento durante la confesión, elemento este obviado en el proceso inquisitorial.
Finalizada la audiencia de tormento y la posterior ratificación, quedaba el proceso visto para deliberación, votación y sentencia, extremo que trataré D.M en la próxima entrega.
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