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Pablo de Felipe
 

La curiosidad penúltima

Una reseña de la IX Conferencia Fliedner de Ciencia y Fe del físico Andrew Briggs y el artista Roger Wagner.

TUBO DE ENSAYO AUTOR Pablo de Felipe 02 DE JUNIO DE 2018 09:00 h
Un instante durante la conferencia. Pablo de Felipe

En la tarde del 12 de abril de 2018 tuvimos el placer de escuchar en la IX Conferencia Fliedner de Ciencia y Fe a los autores de “La curiosidad penúltima”, el Dr. Andrew Briggs, físico y catedrático de nanomateriales de la Universidad de Oxford y el artista Roger Wagner, profesor de dibujo en la Ruskin School of Art, Universidad de Oxford.



Los caminos convergentes de un artista y un científico



Antes de entrar en el tema de la conferencia, ambos ponentes describieron el camino que les llevó a interesarse por la historia de las relaciones entre ciencia y fe y a conocerse personalmente en Oxford. Roger Wagner empezó describiendo una de sus obras más conocidas: Menorah (expuesta en el Museo Ashmolean de Oxford). En el fondo están las chimeneas humeantes de una planta energética que le recordaron el candelabro de siete brazos del templo hebreo, pero también los crematorios de los campos de concentración. Por ello, frente a ese paisaje, pintó una crucifixión para expresar la ausencia y la presencia de Dios.



Wagner reflexionó sobre esta ambigüedad de la ciencia y relató el disgusto hacia ella de algunos artistas románticos, ya a principios del siglo XIX. Acusaban a Newton de destruir la poesía del arco iris, lo que uno de ellos, John Keats, llamaba “destejer el arco iris”, expresión usada por Richard Dawkins para titular uno de sus libros.



Pero esa postura de rechazo a la ciencia no es la única desde el mundo del arte, y Wagner dio ejemplos de arte inspirado por la ciencia, como los dibujos anatómicos de Leonardo da Vinci, el efecto estroboscópico en Las hilanderas de Velázquez o los dibujos del arco iris de Constable, precisamente realizados utilizando la física newtoniana. Wagner finalizó afirmando que “los científicos y los artistas realizan su trabajo de diferente manera, pero pueden hablar entre sí. […] Las conversaciones sobre ciencia, arte y religión que iniciamos Andrew y yo nos llevaron en una dirección que ninguno de los dos esperaba”.



Por su parte, Andrew Briggs describió el trabajo en su laboratorio centrado en el mundo de lo pequeño, de las moléculas y los átomos. La existencia de los átomos era un tema debatido a finales del siglo XIX, y una de las contribuciones de Einstein fue dar argumentos para apoyar su carácter real. Ahora hay técnicas de microscopía que permiten ver los átomos. Briggs ha trabajado en experimentos para evaluar el grado de ‘realidad’ de los fenómenos cuánticos. De esta manera se pueden examinar experimentalmente diferentes interpretaciones filosóficas de la realidad.



 



Andrew Briggs durante su exposición. / P. de Felipe

El estudio de Wagner en Oxford estaba situado en la planta superior de la casa en la que vivían Briggs y su familia. Esta proximidad los llevó a una forjar una amistad y un interés común sobre ciencia, arte y religión. Sus reflexiones sobre las preguntas últimas de carácter existencial y religioso y las penúltimas de tipo científico fueron el germen del libro La curiosidad penúltima, que se ha presentado en esta conferencia.



 



El despertar humano a la transcendencia y a la ciencia



Andrew Briggs planteó su búsqueda conjunta con Roger Wagner durante dieciséis años con esta pregunta: “¿Cómo se relacionan las motivaciones de las invocaciones religiosas en el exterior de esos edificios con las motivaciones de las investigaciones científicas que se producen en su interior?”.



No tardaron en darse cuenta de que los historiadores de la ciencia llevan décadas investigando las complejidades de las relaciones entre ciencia y religión. Es difícil hablar de causas, por lo que más bien debería hablarse de correlaciones entre los cambios religiosos y científicos en momentos clave de la historia.



De esta manera, los dos ponentes iniciaron un recorrido por las primeras evidencias de sensibilidad religiosa, lo que los paleontólogos llaman Homo religiosus, que quedan patentes en enterramientos de hace unos 90.000 años. Hace 40.000 años, apareció el extraordinario arte de las cuevas rupestres, que se piensa que no eran usadas como viviendas, sino con una función religiosa. Ahí ya hay un interés por la representación precisa del mundo visible. Milenios después se formaron las grandes civilizaciones, religiones organizadas y los primeros desarrollos en las ciencias.



Wagner y Briggs describieron su metáfora del “movimiento en estela” o “rebufo”. Las aves vuelan en forma de V y los ciclistas en una carrera se apelotonan tras el corredor que va en cabeza para aprovechar la menor resistencia proporcionada por el esfuerzo de este y el efecto de vórtice que se produce a sus espaldas. ¿Podría darse un fenómeno semejante entre la religión y la ciencia?



 



Cuando la religión y la ciencia van de la mano



El recorrido propuesto por Wager y Briggs empieza en la antigua cultura griega, en Mileto, durante el siglo VI a.C., con la reflexión sobre el arché, el principio de todo lo existente, que algunos empezaban a concebir como un principio divino único frente al politeísmo tradicional: “La idea de un principio racional divino detrás de todo dejó un espacio para una nueva clase de curiosidad sobre el mundo físico” (Briggs); “algo que puede llamarse curiosidad penúltima” (Wagner). También mencionaron los siguientes desarrollos con Platón, Aristóteles y la librería y el museo de Alejandría y la aplicación de las matemáticas al movimiento de los planetas.



El pensamiento judío y cristiano introdujo la idea de que lo divino no puede identificarse con ningún elemento del universo físico, sino que debe estar ‘detrás’ de él y determinar sus leyes. El impulso investigador pasó luego al mundo musulmán, que se convirtió en un crisol cultural del que bebieron las nuevas universidades medievales de la Europa Occidental cristiana, que insistieron en el ideal de leyes matemáticas para explicar los fenómenos físicos. En los siguientes siglos surgió un énfasis por la experimentación y el universo se ‘agrandó’ con el telescopio y el microscopio.



Galileo demostró, contra Aristóteles, que la Luna tiene montañas, confirmando las ideas de un poco conocido filósofo cristiano de la antigüedad: Juan Filópono. Es más, Galileo confirmó también otras ideas de Filópono sobre el movimiento y los astros.



En paralelo, las ideas de Lutero y los reformadores protestantes que defendían la democratización de la lectura de la ‘palabra de Dios’ fueron aplicadas por otros, como Francis Bacon, a la lectura de las ‘obras de Dios’. Su sueño era la exploración colectiva inspirada en los viajes de exploración de portugueses y españoles. Esa visión se hizo realidad en el siglo XVII con grupos como la Royal Society. Finalmente, sus sueños se cumplieron con los Principia Mathematica de Newton, que describían el universo físico con leyes matemáticas procedentes de la divinidad. La búsqueda de leyes se extendió y llegó en el siglo XIX con Darwin a la biología.



 



Roger Wagner hablando sobre La curiosidad penúltima. / P. de Felipe



¿Y qué hay de los conflictos entre religión y ciencia?



Esta historia de colaboración no lo es todo, hay casos también de conflictos. Wagner y Briggs usaron nuevamente su metáfora de la ‘estela’ para visualizarlo. El interés de los ciclistas del pelotón por acercarse lo más posible al líder provoca, de vez en cuanto, que las ruedas de las bicicletas se toquen y se produzcan caídas. Para Wagner y Briggs el problema es que cuando ciencia y religión se acercan mucho, “la tentación de cerrar el hueco entre ambas (hacer responder a la ciencia preguntas religiosas, y viceversa) se vuelve muy fuerte” (Briggs). Y esto lleva al conflicto.



Wagner y Briggs volvieron entonces a relatar la historia anterior, fijándose en las situaciones más conocidas de conflicto entre ciencia y religión. El primero que describieron fue el interés de Platón por explicar las órbitas planetarias en base a movimientos circulares perfectos que evidencian la racionalidad del universo. Frente a ello, Epicuro negó validez a cualquier investigación que no llevara a la paz interior.



Dos mil años más tarde, las ideas de Platón, desarrolladas por Ptolomeo, dominaban el clima intelectual cuando apareció un clérigo, Copérnico, que puso al Sol en el centro del sistema planetario. Galileo defendió con vehemencia estas nuevas ideas y las autoridades religiosas usaron su poder para acallarlo.



Un siglo más tarde la ciencia de Newton fue usada tanto a favor del materialismo como de la teología natural, lo que instrumentalizó la ciencia en una batalla intelectual. El campo de batalla se trasladó en el siglo XIX de la física a la biología, para confrontar el Génesis con la evolución de Darwin, uno de los conflictos más famosos.



 



En busca de los que evitaron el conflicto ciencia y religión



Wagner y Briggs volvieron a inspirarse en el ciclismo para explicar qué pasa cuando se produce un choque y caen los ciclistas. El ‘director de carrera’ interviene avisando de los obstáculos y, cuando se produce una caída, aparta los vehículos caídos y facilita la vuelta a la carrera de los ciclistas. Entonces, pregunta Wagner: “¿Hay personas en la historia que hayan actuado como ‘directores de carrera’, avisando de las condiciones complicadas y despejando los obstáculos?”.



Así, los conferenciantes iniciaron una tercera revisión final de la historia de las relaciones entre ciencia y fe en busca de estos interesantes personajes. El primero fue, precisamente, Juan Filópono, el filósofo cristiano de la Alejandría del siglo VI, que advirtió a sus correligionarios de que la Biblia enseñaba: “El hecho de la creación por Dios pero no cómo se llevó a cabo”. Filópono defendió la observación del universo frente a los prejuicios del pasado, señalando que los cielos no eran divinos, que dos pesos distintos caen a la vez y que Dios podría haber establecido una única fuerza que impulsara los astros y que también estuviese detrás del movimiento de los objetos terrestres. Su lema era: “Que nada, de ningún modo, obstaculice la verdad”.



El siguiente personaje de su lista fue “el filósofo de los árabes”, Abu Yasaf Ya’kub al Kind, promotor de los numerales indios, que afirmaba: “No debemos avergonzarnos de admirar la verdad, o de adquirirla, venga de donde venga. Aun cuando proceda de naciones remotas y de pueblos extranjeros… todos son ennoblecidos por ella”. Otros personajes en esa línea fueron Averroes y Maimónides, en Córdoba, que construyeron puentes entre el mundo clásico y su propio tiempo. Durante el siglo XIII, Robert Grosseteste, primer Rector de la Universidad de Oxford y después Obispo de Lincoln, advirtió a los cristianos contra “intentar inútilmente cristianizar a Aristóteles”, recomendando en cambio aprender de sus métodos para encontrar la verdad, y siendo pionero en campos como la geometría de la luz.



Sin salir de Oxford, John Wilkins, director del Wadham College y luego Obispo de Chester, publicó un libro a los ocho años de la condena de Galileo defendiendo las nuevas ideas de Copérnico, Galileo y Kepler. Inició también un club que se convirtió en la Royal Society. Dos siglos más tarde encontramos, en la misma ciudad, al médico Henry Acland, una persona religiosa que promovió la concesión de un grado honorario a Darwin y convenció a los teólogos de la universidad para apoyar su gran sueño de construir el actual Museo de la Universidad de Oxford, donde pretendía reunir la religión, la ciencia y el arte. Símbolo de esa unidad es un ángel con un libro en una mano y tres células germinales en la otra sobre la puerta de entrada.



En Cambridge, uno de los más destacados físicos de la historia, Maxwell, inscribió sobre las puertas del mítico Laboratorio Cavendish las palabras del Salmo 111: “Grandes son las obras del Señor, dignas de estudio para los que las aman”. Como conclusión, Briggs afirmó que: “Mientras que Maxwell pensaba que los cristianos de mentalidad científica debían enfocar su trabajo en este espíritu, tenía igualmente claro que, dado que la ciencia está siempre cambiando, es un error buscar una armonía permanente entre ciencia y religión”. Y Wagner apostilló: “No confundamos la curiosidad penúltima con la última. Viajemos en la estela, sin que las ruedas choquen.”



Tras la conferencia hubo un animado tiempo de preguntas. Seguidamente, el Dr. Pablo de Felipe presentó el libro del Roger Wagner y el Dr. Andrew Briggs, La curiosidad penúltima, disponible ya en la Librería Calatrava, al que hicimos referencia en un artículo anterior en Tubo de Ensayo.



El video de la conferencia e información relacionada están disponibles en la web.



La conferencia ha sido organizada por el Centro de Ciencia y Fe de la Facultad de Teología SEUT (Fundación Federico Fliedner) y la Cátedra Francisco José Ayala de Ciencia, Tecnología y Religión de la Universidad de Comillas.



Durante la mañana, antes de la conferencia, Wagner y Briggs visitaron las instalaciones de la Fundación Federico Fliedner, incluyendo la Facultad de Teología SEUT y el colegio El Porvenir, donde proyectaron fragmentos del documental preparado por ellos con el mismo nombre, “La curiosidad penúltima”, a los alumnos de Bachillerato. Su presencia en Madrid ha sido parte de un largo viaje para promocionar su obra en España y Portugal.


 

 


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