Como todo lo que nos pasa a nosotros mismos nos parece injusto, y minimizamos lo que le hacemos a lo demás, las respuestas de Jesús nos desconciertan.
En estos días en los que empiezo a contar lo que falta para la llegada del verano, mi estación más exquisita, me pregunto cuándo es la hora de marcharse de un determinado lugar, trabajo, sea éste de cualquier índole. ¿Acaso debemos esperar señales drásticas? ¿Cuándo empezamos a torturarnos mutuamente? ¿Quizá debemos irnos cuando percibimos el dolor, la desesperación de los que están alrededor y sufren al ver lo que hacemos, llevándoles incluso a decir o a hacer locuras? ¿O a dar lecciones para que el otro aprenda y sea perfecto como nosotros, pero no lo decimos con franqueza y mirándole a los ojos?
No esperemos a ver estas señales. Y que Dios nos dé la sabiduría necesaria...
Sí, buenas intenciones, pero yo misma miro hacia atrás, bien atrás, y no me digan que no vale dar una repasadita al pasado, veo muchas señales que pasé por alto. Y es que hay que atacar los problemas en su inicio mismo. Muchas veces vi las señales. O no las vi porque no me las mandaron directamente, pensaba que eran para otros. Y si las vi me puse a pelear como una Doña Quijota, pensando que ese era mi lugar y no para otro.
No es fácil ser imparcial; decidir como Salomón en medio de dos mujeres que gritaban. Dando cada una su propia versión del asunto. Buenos argumentos. Pero él tenía la sabiduría que viene de lo alto, no confió en la suya propia. No era dueño de los destinos; reconocía que había otro con más poder y Señor de todo lo que se mueve en el universo. Aquel que decía de sí mismo ‘Yo soy el que soy’. Por lo tanto, se hizo justicia a favor del agraviado. Pero si no miramos al Justo, podemos ser como tierra arrasada y devastada.
¡Ay, cuánto necesito de esta sabiduría en mi peregrinaje! En este exacto momento me estoy arrepintiendo en siete idiomas de no haber salido corriendo cuando tenía que cambiar mi lugar de trabajo por otro. Y necesité unos empujones que podría haber evitado.
Es fácil ser imparcial con los que amamos, con los más cercanos, cuyo Curriculum Vitae conocemos con exactitud. Y eso es lo que antes habíamos oído: Ama a tu prójimo, el que está próximo, y odia a tu enemigo. Pero Cristo deja por sentado que para ser hijos del Padre que está en el cielo debemos amar a los enemigos, y más aún, orar por los que nos persiguen. Casi nada. Es que Jesús lo trastoca todo, desbarata nuestras formas humanas de respuesta. Poner al último como el primero, igualar los salarios, perdonar y olvidar, no ser rígido con los días de reposo, decir que su familia son los que aman a su Padre. El listón es sumamente alto. Pues si Dios hace que salga el sol sobre malos y buenos y que llueva sobre justos e injustos nosotros no podemos ser menos. Nos pide perfección. Y como todo lo que nos pasa a nosotros mismos nos parece injusto, y minimizamos lo que le hacemos a lo demás, las respuestas de Jesús nos desconciertan. Decir que hasta los corruptos de este siglo aman a los que los aman, por lo tanto, nada de especial tenemos los que hacemos lo mismo. Ay, cómo temblamos al dar la otra mejilla. Al darle al que nos aborrece. Quedarnos hasta sin la camisa… Saludar al que nos dice que nos vayamos lejos, muy lejos, al sur, o al norte, porque Dios lo quiere así… Dar un beso al que desayuno, almuerzo y cena habla mal de ti, o te dice que todo lo que haces es un fraude…
Vale la pena, porque ciertamente los justos son recompensados; ciertamente hay un Dios que juzga en la tierra (Salmo 58.11. NVI). ¡Oh Señor!, que como un imán se adhieran a nosotros tus verdades. Tállalas en nuestros corazones.
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