Lo depositado por la viuda pobre fue su vida.
Un pequeño acto de inconmensurables dimensiones. Otra vez, como en tantas ocasiones en la extensa historia de las comunidades cristianas.
Una viuda pobre ha conmovido con un sacrificial gesto de amor y agradecimiento a la hermandad de la que forma parte, la cual, por fe, ha comenzado la reconstrucción de sus instalaciones.
La familia de fe de la que soy integrante, y donde comparto el ministerio pastoral con Óscar Jaime Domínguez, decidió que era necesario remodelar a fondo el espacio donde nos reunimos, para sirva mejor a las necesidades educativas de quienes conforman la iglesia.
La proyectada primera etapa se encontraba detenida. Eran necesarios más recursos para llevarla a buen fin. Una fuente para obtener los fondos requeridos era que quienes pudiesen hicieran nuevos donativos y/o préstamos que se devolverían poco a poco.
Corríamos el peligro de quedarnos como aquellos que no calcularon con precisión los costos de edificar una torre y la dejaron inconclusa, ejemplo usado por Jesús en Lucas 14:28-30.
Al final de la reunión dominical siempre tenemos tiempo para conversar y compartir café o bebidas frescas, según sea la temporada. Se me acercó ella, viuda y pobre muy comprometida con la vida de nuestra comunidad, y me dijo que tenía ahorrada cierta cantidad y quería donarla para contribuir a la conclusión de la obra en su primera etapa.
Conociendo su situación, le comenté que no era necesario, ya veríamos cómo hacerle para avanzar en cumplir el plan. Con amorosa firmeza me aseguró que el Señor había puesto en su corazón dar lo ahorrado, que no le negara el privilegio de dar lo que había venido guardando para cuando fuese necesario ofrendarlo para la obra del Señor.
Que lo hacía con gusto y alegría, como lo dispone la Palabra en 2 Corintios 9:7: “Cada uno debe dar según lo que haya decidido en su corazón, no de mala gana ni por obligación, porque Dios ama al que da con alegría” (Nueva Versión Internacional).
No quiso que la comunidad supiera de su donativo, me pidio que guardara silencio al respecto.
El desprendimiento de esta viuda pobre me dejó cimbrado, profundamente conmovido por su plena cofianza de que el Señor cuida de ella y proveerá para sus necesidades.
Debo comentar que la comunidad de creyentes de la que soy parte es muy solidaria y ha tomado en serio lo de sobrellevar las cargas los unos de los otros, especialmente de los más frágiles en distintos sentidos, y la querida hermana de la que comparto en esta ocasión es protegida por la hermandad.
La viuda pobre cuyo ejemplar acto me ha tocado atestiguar me hizo ver encarnadamente hoy lo realizado por otra viuda pobre en el ministerio de Jesús.
En Marcos 12:41-44 se narra que Jesús estaba sentado frente a la arca de la ofrenda, miraba como distintas personas depositaban en ella y los ricos “echaban mucho”. Marcos no lo dice, pero probablemente ostentosos depositantes se jactaban de su magnanimidad, buscando con ello el reconocimiento público.
Entonces “vino una viuda pobre, y echó dos blancas, o sea un cuadrante”, dice la Traducción Reina-Valera 1960. La viuda pasó desapercibida por todos, pero no para Jesús, quien “llamando a sus discípulos, les dijo: De cierto os digo que esta viuda pobre echó más que todos los que han echado en el arca; porque todos han echado de lo que les sobra; pero ésta, de su pobreza echó todo lo que tenía, todo su sustento”.
Lo depositado por la viuda pobre fue su vida. Monetariamente apenas pudo echar dos blancas o leptones, equivalentes a un cuadrante. El denario era el salario usual por un día de trabajo, en tanto que el cuadrante apenas representaba la 64ª parte de un denario.
Dos blancas o leptones alcanzaban solamente para comprar magra comida de un día, tal vez para menos. Y la viuda, como dijo Jesús, dejó ir en esa dos moneditas “todos su sustento”.
La fortalecía una fe inconmovible, una certeza en que el Dios protector de los marginados no la desampararía. En su acto sacrificial iba implícita una teología en la cual la fe es central.
Desde el Antiguo Testamento queda prescrito el cuidado de Dios por los más vulnerables. Éxodo 22:21-23 hace un llamado a no olvidar los tiempos de esclavitud y a comportarse con justicia: “Y al extranjero no engañarás ni angustiarás, porque extranjeros fuisteis vosotros en la tierra de Egipto.
A ninguna viuda ni huérfano afligiréis. Porque si tú llegas a afligirles, y ellos clamaren a mí, ciertamente oiré yo su clamor”. En Deuteronomio 10:18 dice que el Señor “hace justicia al huérfano y a la viuda; que ama también al extranjero dándole pan y vestido”.
En el Salmo 68:5 leemos que “Padre de huérfanos y defensor de viudas es Dios en su santa morada”. Por la forma en que una sociedad cuida o agrede a huérfanos, viudas y extranjeros se muestra su estado socio espiritual.
Cuando sus padres presentaron a Jesús en el templo, además de Simeón que al ver al niño exclamó “han visto mis ojos tu salvación”, la viuda Ana reconoció a Jesús como el Mesías prometido por Dios, “y comenzó a hablar del niño a todos los que esperaban la redención de Jerusalén” (Lucas 2.38).
La desolación de otra viuda del poblado de Naín, que para aumentar su tragedia había perdido a su único hijo y lo llevaba en un cortejo fúnebre, hizo que Jesús sintiera compasión por ella, es decir que sintió su dolor como propio, y con ternura le dijo que no llorara. Jesús resucitó al muchacho y se lo devolvió a su madre.
El Nuevo Testamento contiene otras narraciones de Jesús y las viudas. Tal vez debiéramos estudiarlas con detenimiento para comprender mejor dimensiones de la fe vivida desde la fragilidad.
Otra vez una viuda, parecida a la que exaltó Jesús ante sus discípulos, en silencio ha ofrendado generosamente para que otros sean bendecidos. Lo hizo sin aspavientos, confiada de que el Señor guardará su entrada y su salida, desde ahora y para siempre (Salmo 121:8).
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