Podemos apreciar una continuidad en el reino de Israel en donde el Señor constituye la última expresión de esta cadena sucesoral de la monarquía judía.
Flotaron las palmas y se oyeron jubilosas las voces. El ruido retumbó en las calles de Jerusalén y un gozo contagioso de apoderó de la multitud. Jesús, humilde y montado en un asno se aproximaba a la ciudad. Esta fue la forma de iniciar la cuenta regresiva hacia el Calvario.
Jesús sé encaminaba hacia su propia muerte, pero antes era necesario dejar evidencia de su calidad de monarca. La Biblia establece que Él había de heredar el trono de David. No se trata de un asunto simbólico, Jesús se constituyó con su nacimiento en el real y legítimo heredero del trono de Israel.
Incluso, el profeta Isaías dice claramente al anticipar el nacimiento de Cristo: “Porque un niño nos es nacido, hijo nos es dado, y el principado sobre su hombro; y se llamará su nombre Admirable, Consejero, Dios Fuerte, Padre Eterno, Príncipe de Paz. Lo dilatado de su imperio y la paz no tendrán límite, sobre el trono de David y sobre su reino (Isaías 9 :6-7).
De manera, que podemos apreciar una continuidad en el reino de Israel en donde el Señor constituye la última expresión de esta cadena sucesoral de la monarquía judía. Esto viene a establecer que, si bien, nuestro Señor Jesucristo no emprendió una resistencia política al Imperio Romano, por lo menos estableció claramente su señorío y su calidad de rey. En esta oportunidad con la aclamación y el reconocimiento de una multitud que lo recibe como tal.
En esta ocasión el Señor no declinó al homenaje que le rindió la multitud. Más bien se evidenció que Él estaba consciente de que había que reivindicar su calidad regia, por lo menos con un acto o un gesto donde las multitudes lo reconocieran y homenajearan como merecedor del trono.
Es obvio que el Señor siempre se mostró humilde. Nunca se vio turbado o impresionado por las lisonjas callejeras. Los elogios los manejó con sobriedad. Sin sobresaltos ni estridencias aceptó sereno aquellos reconocimientos que destacaban sus cualidades divinas o encajaban con el propósito esencial del ministerio que el Padre le había encomendado.
Sin embargo, estaba previsto en el plan de Dios, que Jesús fuese reconocido como lo que es: el rey de Israel. Ya Zacarías lo había profetizado cuando expresó: “Alégrate mucho, hija de Sión, da voces de júbilo hija de Jerusalén; he aquí que tu rey vendrá a ti, justo y salvador, humilde, y cabalgando sobre un asno” (Zac.9: 9)
Esto indica claramente que, aunque el Señor Jesús no constituyó un foco de resistencia al imperialismo romano, su presencia en la tierra en calidad de rey tiene profundas implicaciones políticas. Cabe destacar que Jesús entra a Jerusalén como rey, como legítimo heredero del trono de David. Quiere decir que, de acuerdo a las costumbres y leyes establecidas, en términos políticos, Jesús es el rey, y es a Él a quien le corresponde el trono.
La entrada triunfal a Jerusalén fue un tributo a su condición de hijo y enviado de Dios, pero también fue una manifestación de carácter político al legítimo heredero del trono. Este reconocimiento vino a confirmar la promesa que Dios le hizo a David y las promesas que de formas diversas, Dios le había hecho a Israel a través de los profetas.
Posteriormente a esta jubilosa manifestación, Jesús iría al degolladero a completar el plan de Dios para la humanidad. Sin embargo, la próxima incursión de Jesús en esta tierra, también será en su calidad de regia, pero con una actitud y propósito diferente. Dice la Biblia que vendrá montado en un caballo blanco mostrando todas las evidencias del triunfo. Vendrá como Señor y Juez y otra vez su pueblo jubiloso habrá de recibirle. En esta ocasión vendrá, no a establecer la constancia legal de que es rey; si no que vendrá a tomar su trono y a ejercer toda la autoridad soberana que tiene sobre el mismo.
Esto nos ayuda a comprender que Dios tiene un plan de carácter político. Que la continuidad del trono de David va ser completada con el ejercicio de un gobierno que Dios va establecer en la tierra. Está predicho el establecimiento de un reino en la tierra en manos del Mesías, el Hijo de David. En ese reino prevalecerá la paz y la tierra será llena del conocimiento y de la gloria del Señor como las aguas que cubren el mar.
Dice el profeta Isaías que “dominará de mar a mar, y desde el río hasta los confines de la tierra. Ante Él se postrarán todos los moradores del desierto, y sus enemigos lamerán el polvo. Todos los reyes se postrarán delante de Él; todas las naciones les servirán... Será su nombre para siempre, se perpetuará su nombre mientras dure el sol. Benditas serán en él todas las naciones; lo llamarán bienaventurado. Bendito Jehová Dios, el Dios de Israel, el único que hace maravillas. Bendito su nombre glorioso para siempre, y toda la tierra sea llena de su gloria. Amén y amén. (Sal.72: 8-11, 17-19).
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