El cáncer no es una enfermedad de un par de semanas. No es una carrera de velocidad: es un maratón en el que la soledad se hace presente.
Hace justo un año estaba empezando a batallar contra un cáncer. Hoy veo ese día como lejano, y durante este tiempo han pasado muchas cosas.
Unos meses atrás una de las personas que está pasando por lo mismo me pidió compartir sobre algún desafío durante este proceso, en concreto el de la soledad. Me sorprendió, porque soy más de hablar en positivo, de poder animar viendo el lado brillante de las cosas pero, a veces, tienes que hablar la realidad para poder entenderla, darle la vuelta, ver su lado bueno, tener más perspectiva.
Creo que muchos de los que han pasado una enfermedad larga y complicada podrán identificarse, e incluso añadir mucho más a los siguientes párrafos.
El cáncer no es una enfermedad de un par de semanas. Es decir, no es una carrera de velocidad, es un maratón. Se hace largo, lo que importa no es cuán rápido vayas, sino llegar viva al otro lado. Las esperas, el proceso, el dolor, la montaña rusa de emociones, las noticias de doble cara, las decisiones a tomar, tu vida.
Parece que pasa a cámara lenta y te quedas atrás cuando te comparas con la vida de los demás. A veces es imposible evitar la comparación, pero estás tan enfocada en sobrevivir y salir hacia adelante que te olvidas de lo que pasa a tu alrededor.
Al principio del cáncer, muchos empiezan contigo en la línea de salida, muchas palabras, muchas visitas. Cuando la cosa se va alargando, pocos son los que permanecen en el camino.
El cáncer te hace sentir solo en general. Al principio te sientes así porque no conoces a nadie en tu situación. Después porque entiendes que es tu lucha, es tu vida y nadie puede identificarse contigo si no ha pasado por ahí. Hay tantas palabras que la gente dice con buena intención que te entran por un oído y te salen por el otro… Y aunque estés acompañada todo el día, al final te quedas tú con tus pensamientos, en los que siempre pelean la esperanza y el desánimo.
Los que estamos en este lado del proceso no necesitamos gran cosa, tampoco muchas palabras que endulcen nuestro presente. Necesitamos a gente de verdad a nuestro lado, que sean lo que dicen que son, que lo demuestren simplemente estando cerca, dando normalidad a toda esta situación. Que estén para cuando quieras reír y que, si tienes que llorar y decir las cosas feas, que también estén ahí.
Que no tienen que ser muchas, pero que de la misma manera que tú llevas todo el peso de la incertidumbre yendo al campo de batalla cada día, que te acompañen. No tienen que hacer nada, solo estar contigo. Quieres sentir que alguien te cubre la espalda, o te tira de la mano hacia adelante. Eso es todo. Al fin y al cabo necesitamos gente tan constante como nuestra enfermedad. No es que queramos llamar atención, todo lo contrario; y aunque muchos nos llamen guerreros y luchadores, necesitamos que nos animen en cada batalla y celebren con nosotros cada victoria. Eso nos hace mucho más fuertes para seguir cada día.
Gracias a cada uno de los que empezaron y todavía están a mi lado hasta que todo esto acabe.
Y esta soledad para mí es transitoria, los desiertos son pasajeros, forman parte del camino. Dicen que es en el desierto cuando uno conoce realmente a Dios, porque allí no hay nadie más que Él y tú. Fue en el desierto donde Jesús fue probado, pero también donde demostró su convicción, su identidad, su autoridad. Y donde sus necesidades fueron suplidas al final de ese tiempo. Fue en el desierto donde David pasaba tiempo con Dios y se forjaba su corazón. Fue en el desierto donde Dios llamó a Moisés, y en el desierto donde el pueblo de Dios recibía su maná cada día.
Y gracias al Señor, Él es el mismo que está en la cima de la montaña, el que está en lo más profundo del valle, y el que incluso está en el desierto. A veces en silencio, pero siempre revelando quién es. Él no deja de hacer en el desierto, y no deja de ser y estar.
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