La Biblia ha venido siendo cuestionada desde que las ideas evolucionistas se impusieron en la sociedad.
¿Resulta posible sostener todavía la existencia real de la primera pareja humana ante los nuevos descubrimientos de la ciencia moderna? Acaso, si se elimina la literalidad bíblica de Adán y Eva, ¿no se pone en peligro el núcleo central del cristianismo?
El apóstol Pablo escribió: Porque así como por la desobediencia de un hombre los muchos fueron constituidos pecadores, así también por la obediencia de uno, los muchos serán constituidos justos (Ro. 5:19). Pero, ¿cómo pudo desobedecer un “hombre” que nunca existió? ¿De qué manera pudimos ser constituidos pecadores por la desobediencia de un primer hombre inexistente? Si Adán no existió realmente y, por tanto, no pecó ni constituyó pecadores al resto de los seres humanos, ¿de qué nos tiene que salvar Jesucristo? Al eliminar un Adán y Eva literales, se anula el principio fundamental del evangelio.
De manera que la Biblia ha venido siendo cuestionada desde que las ideas evolucionistas se impusieron en la sociedad. El mecanismo general propuesto por Darwin para la aparición de todos los seres vivos, conocido como la “descendencia con modificación”, se aplicó también al origen de los seres humanos. La ciencia lo asumió como un hecho incuestionable y hoy se acepta generalmente que las personas surgieron también por un proceso de selección natural a partir de unos antepasados simiescos.
El estudio de los fósiles de homínidos (paleoantropología) ha venido tratando de reforzar científicamente esta evolución y se han encontrado restos de especies que muestran mezclas de características humanas y de simios. Fósiles como Australopithecus, Ardipithecus, Homo habilis, Homo erectus y el hombre de Neandertal, entre otros, constituirían supuestas formas de transición que unirían las especies más antiguas localizadas en África con los Homo sapiens modernos.
No obstante, ni el estudio de los fósiles ni ninguna otra disciplina relacionada con la teoría de la evolución puso a prueba, la tesis central de Darwin. Es decir, la ascendencia común de simios y hombres o de cualquiera de las demás especies biológicas.
No ha sido hasta el surgimiento de la genética moderna y del papel del ADN en la herencia que el evolucionismo ha intentado aportar la verdadera prueba sobre los orígenes humanos. Durante las últimas décadas, se han publicado montañas de datos acerca del ADN de muchas especies, no sólo de la humana, y esto ha brindado una oportunidad de oro para corroborar las afirmaciones darwinistas.
En base a esto, se ha afirmado que los chimpancés son la especie genéticamente más próxima a los seres humanos, ya que supuestamente compartiríamos del 98 al 99% de nuestro ADN. Al parecer, la comparación de genomas indicaría también que los linajes genéticos más antiguos se encuentran en el continente africano. Y, lo más preocupante, que la cantidad de diversidad genética existente en los humanos modernos sólo podría explicarse si descendemos, no de una sola pareja como dice la Biblia, sino de toda una población antigua formada por miles de individuos que vivieron hace cientos de miles de años. En fin, un rechazo en toda regla de la enseñanza bíblica acerca de un Adán y Eva históricos.1
Tales descubrimientos genéticos parecen, a primera vista, presentar un importante desafío al relato bíblico de Génesis. Sobre todo por lo que respecta a la historicidad de nuestros primeros padres, pero también a la separación fundamental entre el ser humano y el resto de los animales.
No obstante, cuando se analiza meticulosamente lo que realmente ha descubierto la genética, desde una óptica no evolucionista, dichos datos muestran unos resultados muy diferentes que cuestionan el modelo evolutivo generalmente aceptado.
¿Demuestra nuestro genoma y el de los simios que tuvimos un mismo antepasado?
Si, en verdad, compartiéramos un mismo antepasado con los chimpancés, nuestro ADN y el suyo deberían ser más parecidos entre sí que con el de cualquier otra especie animal. Muchos trabajos parecen confirmar que esto es así. En líneas generales, los humanos tenemos más ADN en común con los primates que con otros mamíferos. De la misma manera, compartimos más ADN con los mamíferos que con los reptiles o los peces, que estarían mucho más alejados de nosotros en el supuesto árbol de la vida de Darwin. Pero también tenemos más en común con los vertebrados, como aves, reptiles, anfibios y peces, que con invertebrados como los insectos.
Todo esto parece reflejar bien las expectativas genealógicas de la evolución, así como las jerarquías genéticas relativas de su hipotético árbol filogenético. Ahora bien, ¿significa esto que la evolución de las especies ha sido ya científicamente demostrada? En realidad, no. Decir que el parecido entre los distintos genomas es una “prueba” de la evolución es un clásico ejemplo de especulación pseudocientífica. ¿Por qué? Porque lo mismo podría decirse si todos los seres vivos fueran el producto de un diseño inteligente.
En efecto, un creador podría haber diseñado anatómicamente los organismos, más o menos parecidos entre sí, en función de múltiples factores biológicos (alimentarios, fisiológicos, estructurales, ecológicos, etc.). Y sería lógico pensar que las semejanzas entre ellos se reflejaran también en sus respectivos genomas. De manera que las similitudes y divergencias de su ADN no indicarían entonces ninguna filogenia evolutiva sino, más bien, un diseño común para la adecuación a cada ambiente particular.
El método científico es un proceso de eliminación de aquellas hipótesis poco probables y, por el contrario, de refuerzo de las más viables. Pero las pruebas científicas nunca pueden demostrar positivamente nada. De manera que el parecido genético entre especies no demuestra necesariamente que todas hayan evolucionado a partir de un ancestro común, tal como suele decirse, sino que también puede ser explicado por medio de una hipótesis de diseño genérico, que predice asimismo patrones jerárquicos estructurales entre las diversas especies.
Este patrón jerárquico que se observa entre todos los seres vivos, y que permite clasificarlos mediante grupos dentro de grupos, en clases, órdenes, familias, géneros y especies, fue identificado ya en siglo XVIII por el naturalista sueco Carl von Linneo, cuando no se sabía todavía nada del darwinismo. Entonces se aceptaba perfectamente que tal patrón de clasificación en grupos distintos era coherente con el diseño realizado por el creador.
Sin embargo, Darwin le dio la vuelta a esta idea y dijo que semejante patrón era consistente con su teoría e inconsistente con el diseño. A pesar de que resulta difícil encajar las pretendidas sucesiones graduales e ininterrumpidas de organismos -que proponía Darwin- con una clasificación discontinua por grupos -como la descubierta por Linneo-, el darwinismo le dio la vuelta a la tortilla y logró imponerse. Pues bien, actualmente, el evolucionismo continúa con esta misma idea y la lleva hasta la genómica para decir que ésta refleja también el árbol de la evolución de Darwin.
No obstante, lo cierto es que el hecho de que existan en la naturaleza patrones jerárquicos y que los seres vivos se puedan agrupar sistemáticamente no demuestra que desciendan de un antepasado común. También los distintos vehículos para el transporte humano, por ejemplo, se pueden agrupar por jerarquías sistemáticas (terrestres, acuáticos, aéreos, motorizados, sin motor, etc.) y, sin embargo, todos han sido diseñados por el hombre. De manera que el descubrimiento de tales patrones jerárquicos en la naturaleza no demuestra que la evolución tenga más posibilidades que el diseño, o que humanos y simios descendamos de un antepasado común.
¿Deberíamos tener ADN inútil?
Quizás una prueba más científica que los patrones genéticos para evaluar el dilema “evolución versus diseño” sería el análisis de las funciones del ADN. En efecto, la evolución predice que buena parte del genoma humano será no funcional ya que se supone originado mediante el proceso ciego de la selección natural. Por tanto, se debería encontrar gran cantidad de ADN inútil junto al genoma funcional. Por el contrario, el diseño, al suponer que somos el producto de una planificación inteligente, no espera hallar demasiado ADN basura en el interior de nuestras células. Esto es algo que sí puede ponerse a prueba y que, de hecho, la ciencia ya lo ha realizado. ¿Cuál ha sido el resultado?
Durante la última década, numerosos hallazgos genéticos han mostrado poderosas evidencias para pensar que no existe gran cantidad de ADN basura en el genoma humano, en contra de las predicciones evolucionistas. El famoso proyecto ENCODE ha descubierto funcionalidad en el 80% de nuestro ADN y es muy probable que esta cifra aumente durante los próximos años. Desde luego, estos resultados no encajan con lo esperado por el evolucionismo ya que se suponía que casi el 90% del ADN carecía de utilidad. Esto ha generado bastante polémica entre los especialistas y, por supuesto, muchos están ya readaptando la teoría. Pero lo cierto es que los resultados hablan por sí solos. La funcionalidad del genoma humano contradice las expectativas evolucionistas.
A pesar de esto, la existencia de ciertos trozos de ADN, considerados como “errores”, todavía suponen un desafío para la hipótesis del diseño inteligente. El evolucionismo afirma que si los chimpancés poseen en su genoma uno o muchos de tales errores y en la misma posición que nosotros es porque ambas especies derivamos de un ancestro común, que es quien sufrió dicha mutación o error genético y lo transmitió a su descendencia. Estos errores compartidos por ambas especies son secuencias de ADN como los llamados pseudogenes, denominados así porque se parecen a los genes funcionales verdaderos pero se supone que mutaron en el remoto pasado y dejaron de ser útiles.
No obstante, el prefijo pseudo (falso) se les aplicó antes de realizar cualquier prueba para determinar si realmente tenían o no alguna función. Se supuso que no la tenían y lo que está ocurriendo actualmente es parecido a lo que pasó a propósito del mal llamado ADN basura. Es decir, que un número cada vez mayor de estos supuestos pseudogenes resulta que sí poseen también determinadas funciones, relacionadas con el procesamiento de información intracelular. Esto significa que, en realidad, hay poca evidencia de que humanos y chimpancés hayan heredado su ADN de un ancestro común.
Otro argumento evolucionista, basado también en las supuestas equivocaciones genéticas, se refiere al orden en que aparecen las letras en el ADN (A, T, C y G) de los genomas humano y del chimpancé. Si se compara el genoma con un libro, los cromosomas podrían ser los capítulos. Pues bien, el evolucionismo afirma que nosotros y estos simpáticos simios compartimos un número similar de capítulos y una disposición parecida de letras de ADN a lo largo de dichos capítulos o cromosomas (un fenómeno denominado sintenia).
Y, de nuevo, se comete el mismo error de siempre ya que se supone que la disposición física de las letras de ADN a lo largo de los cromosomas no tiene ninguna relación con la función de dichas letras o bases nitrogenadas. Es decir, según el neodarwinismo no habría ninguna razón funcional por la que las personas y los chimpancés tuvieran que compartir sintenia, o el mismo orden de letras en el ADN. Por lo tanto, la ascendencia común debería ser la única explicación posible.
Sin embargo, este razonamiento vuelve a ser culpable de especulación prematura antes de comprobar aquello que se supone cierto. En líneas generales, se ha hecho poca investigación acerca de la sintenia, o si tiene función o no la disposición espacial de las letras de ADN a lo largo de los cromosomas. No obstante, recientemente se han publicado estudios que indican que, en efecto, la sintenia desempeña un papel funcional en las células.2 Y esto modifica por completo los argumentos evolucionistas.
Como es sabido, los humanos tenemos 46 cromosomas (dos conjuntos de 23) en el núcleo de nuestras células, mientras que los simios poseen 48 (dos grupos de 24). Esta es una diferencia significativa. Sin embargo, según la teoría de la evolución, tal disparidad cromosómica se explicaría mediante la hipótesis de que en el supuesto simio antecesor de la especie humana se debió producir una fusión de dos de los 24 cromosomas. De esta manera, el evolucionismo ha tomado tal discrepancia entre hombres y simios para convertirla en un argumento a favor de la evolución humana, diciendo que el cromosoma 2 humano confirmaría esta hipótesis ya que llevaría las cicatrices de dicha fusión. Pero, ¿refrendan los datos dicho argumento?
Una vez más, la interpretación evolucionista condiciona los hechos genéticos y los convierte en otra especulación prematura. A pesar de la amplia publicidad que se le ha dado a este asunto, lo cierto es que cuando se analiza detalladamente el cromosoma 2 humano -sin prejuicios darwinistas- los datos rechazan esta hipótesis al menos de dos maneras. En primer lugar, si dos cromosomas ancestrales se hubieran fusionado, tal como el evolucionismo pretende, se debería encontrar la señal de dicha unión en el lugar exacto del ADN donde supuestamente se produjo la unión. Como los extremos de los cromosomas suelen poseer muchas secuencias cortas y repetitivas llamadas telómeros, tales estructuras deberían hallarse por duplicado en medio del cromosoma 2 humano.
Pero, lo cierto es que semejantes secuencias de telómeros -supuestamente procedentes de los dos cromosomas fusionados del simio ancestral- están completamente ausentes del cromosoma del hombre. Aunque se diga que tal fusión fue algo excepcional, ocurrida hace muchísimo tiempo, y que ya se habrían borrado las huellas de las repeticiones teloméricas que se deberían encontrar, la verdad es que tales huellas no existen. Insisto, el hecho de que el 70% de estos dos cromosomas del chimpancé coincida con otro tanto del cromosoma 2 humano puede explicarse también porque ambas especies son fisiológicamente muy parecidas. Cuando se afirma que es como juntar dos libros en los que millones de páginas coinciden, se olvida que precisamente las “pocas” páginas teloméricas que faltan son precisamente las que demostrarían tal fusión cromosómica. Y dichas páginas siguen siendo una entelequia en la que el evolucionismo deposita su fe.
En segundo lugar, no sólo no hay rastro de telómeros sino que en el mismo lugar donde éstos deberían encontrarse, si se hubiera producido la pretendida fusión, existe una secuencia de genes funcionales. Resulta difícil imaginar, desde la propia perspectiva evolucionista, cómo una supuesta fusión de cromosomas agrupó miles de secuencias teloméricas para después eliminarlas por completo y, más tarde, crear por evolución (mutaciones al azar y selección natural) las actuales secuencias funcionales perfectamente integradas en los circuitos de información intracelulares, en tan sólo seis millones de años, que es el tiempo que se le supone a dichos cambios.
Según lo veo yo, la hipótesis evolucionista de la fusión de dos cromosomas de simio en uno humano, no tiene suficiente base científica. Más bien es al revés, la diferencia que se observa hoy entre el número de cromosomas de hombres y simios es un argumento a favor de que tuvieron ascendencias separadas. De manera que ni las jerarquías genéticas relativas ni tampoco la función genética apoyan la conclusión evolucionista de que los simios fueron nuestros antepasados.
Nos queda por tratar asuntos como el tanto por ciento de ADN que realmente compartimos con los simios, nuestro pretendido origen africano y si podemos a no descender de una sola pareja humana. Pero esto será, D. M., la próxima semana.
1 Venema, D. R., 2010, “Genesis and the Genome: Genomics Evidence for Human-Ape Common Ancestry and Ancestral Hominid Population Sizes”, Perspectives in Science and Christian Faith, 62: 166-178.
2 Alejandro Rodriguez & Pemilla Bjerling, “The links between chromatin spatial organization and biological function”, Biochemical Society Transactions 41 (2013): 1634-1639; Michael D. Wilson, et al, “Species-Specific Trancription in Mice Carrying Human Chromosome 21”, Science 322, no. 5900 (October 2008): 434-438.
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