Me gustaría mencionar algunas de las diferencias entre la Escritura y la Persona de Jesucristo, así como algunos de los riesgos a los que nos exponemos cuando no tenemos esto en consideración.
Que la Escritura no es Jesucristo debería ser algo obvio, ¿no? Empero, pululan en nuestro tiempo algunos creyentes con una fuerte influencia mediática que, en su deseo de defender y ensalzar la Escritura, menoscaban la humanidad de las Escrituras sobre-enfatizando el factor divino de las mismas y elevándolo a un grado cuanto menos peligroso.
Afirmaciones que a veces leemos como: «La Escritura es Jesucristo» tratan de buscar su fundamento o analogía en la declaración joánica: «Y el Verbo [literalmente “la Palabra”] se hizo carne» [και ο λογος σαρξ εγενετο] (Juan 1:14). Pero, ¿permite el texto tal relación de semejanza entre Jesucristo y la Escritura?
En las siguientes líneas me gustaría mencionar algunas de las diferencias entre la Escritura y la Persona de Jesucristo, así como algunos de los riesgos a los que nos exponemos cuando no tenemos esto en consideración.
Primero, en la Escritura encontramos la revelación progresiva de Dios al hombre; en cambio, en Jesús encontramos la cumbre de la revelación de Dios al hombre. Por tanto, debemos ser sumamente cautos a la hora de igualar la Escritura con Jesús o de referirnos a ambas como «Palabra de Dios» en el mismo sentido. El mismo Lutero diferenciaba entre ambas al decir: «Cristo es el Señor de las Escrituras y todas las obras… Entonces no me importa si me presentas con un millar de textos de las Escrituras que apoyan la justicia de las obras contra la justicia de la fe, y clamaras que con todo eso la Escritura está en mi contra. Pues tengo al autor y Señor de la Escritura conmigo».1
Segundo, en Cristo, la Palabra, habita toda la plenitud de la deidad (Colosenses 2:9) y, en Él, encontramos la revelación de la imagen misma del ser de Dios (Hebreos 1:3); pero, no podemos decir lo mismo de la Palabra de Dios como Escritura, pues no podemos limitar la revelación divina al espacio de la Escritura ni a los tiempos bíblicos. En consecuencia, afirmaríamos como el apóstol: «Ahora vemos por espejo, oscuramente; mas entonces veremos cara a cara. Ahora conozco en parte; pero entonces conoceré como fui conocido» (1 Corintios 13:12).
Tercero, las Escrituras hablan de Cristo y apuntan a Él, pero no son Él. En la Biblia encontramos ruidos incidentales, porque es el registro de humanos imperfectos como Moisés, Isaías, Pedro, Juan, Pablo, etcétera o bien porque, en diversas ocasiones, recoge las palabras del mismo Satán. Esto no quita que podamos referirnos al conjunto de todas estas recopilaciones como «palabra de Dios», pues Dios nos habla y enseña a través de ellas (Romanos 15:4; 1ª Corintios 10: 6, 11; 2ª Timoteo 3: 16-17, etc.). Pero que la Biblia sea inspirada por Dios no convierte las palabras del diablo en palabras de Dios. Por ende, debemos ser precavidos al decir que todo es «Palabra de Dios» en el mismo sentido.
Cuarto, si Cristo fuese «Palabra de Dios» en el mismo sentido en que lo es la Escritura, entonces, ambas tendrían el mismo valor, autoridad y trascendencia. Lo cual sabemos que no es así, pues el mismo Jesús exclamo: «Oísteis que fue dicho… pero yo os digo…» (Mateo 5), demostrando de esta forma su superioridad sobre la Ley de Moisés. Esta es la razón por la que las Escrituras deben leerse en clave cristológica.
Las palabras de Jesús son eternas y atemporales (Marcos 13:31); no obstante, en la Escritura encontramos muchas declaraciones que hace siglos perdieron su vigencia (como aquellas que declaraban ciertos alimentos como impuros: Levítico 11; leyes ceremoniales: Éxodo y Levítico), y que contrastan radicalmente con el espíritu de Cristo (leyes como aquellas que ordenaban apedrear a los hijos que persistieran en la desobediencia y rebeldía a los padres: Deuteronomio 21: 18-21 o la Ley del Talión). Y no solo del Antiguo Testamento, sino del Nuevo. Véanse por ejemplo las ordenanzas que el apóstol Pablo da a los esclavos del primer siglo: «Esclavos, obedezcan a los que aquí en la tierra son sus amos…» (Efesios 6:5, NVI; Cf. Colosenses 3:22). No entender que estos textos eran circunstanciales fue lo que llevó a muchos siervos de Dios, como George Whitefield, a defender la esclavitud sobre bases bíblicas. Que textos como estos estén recogidos dentro de lo que llamamos «Palabra de Dios» no significa que sean declaraciones permanentes y del mismo valor que la revelación recibida directamente por medio de Jesucristo. Por eso, la Escritura debe leerse siempre en clave Cristocéntrica (a la luz de Jesús, la máxima y más clara revelación de Dios).
Quinto, Jesús denunció el error de los fariseos de creer que la vida eterna se encontraba en las Escrituras como «palabra de Dios» y no en Jesús como «Palabra de Dios»: «Escudriñáis las Escrituras, porque os parece que en ellas tenéis vida eterna, y ellas son las que dan testimonio de mí. ¡Y no queréis venir a mí para tener vida!» (Juan 5: 39-40, BTX). La Escritura como «Palabra de Dios» es un medio que nos presenta al Salvador; Jesucristo. En cambio, Jesús no es el medio, sino el fin, el Salvador. Dicho de otro modo, la vida es Jesús y no las Escrituras por sí mismas.
Sexto, Jesucristo es la plenitud de la revelación de Dios: «El que me ha visto a mí, ha visto al Padre…» (Juan 14:9), pero no puede decirse lo mismo de la Escritura, que siendo parte de la revelación especial de Dios no es plena, y apunta a Cristo, quien es la plenitud de la revelación (Hebreos 1:1-2). De hecho, no todo el contenido de la Escritura es revelación. No hablo aquí en términos de la neo-ortodoxia («La Biblia contiene la Palabra de Dios, pero no es Palabra de Dios en su totalidad»). ¡Ni mucho menos! Creo en la inspiración plenaria de las Escrituras. Pero creer en la inspiración de las Escrituras no implica que todo lo contenido en la Biblia sea revelación. Hay que definir términos.
Revelación es aquello que Dios da a conocer a los hombres que antes estaba oculto y que a los hombres les era imposible conocer de forma natural o por sus propios medios. Dios tuvo que revelar sus atributos, doctrinas tales como la Trinidad, la gracia divina, el propósito de la existencia del hombre, los eventos futuros y la realidad del más allá de la vida terrenal. En este sentido, la Biblia contiene mucha revelación de Dios.
Pero lo que a los hombres les es posible conocer por sí mismos, no es en modo alguno revelación. Y la Biblia también está llena de este tipo de contenido. Ejemplo de ello son la mayoría de las genealogías bíblicas –que los judíos tanto cuidaban–; las historias de guerras del pueblo de Israel, las vidas de personajes como Salomón (1 Reyes 11:41); la lista de los reyes de Israel (1 Reyes 14:19) y de los reyes de Judá (1 Reyes 15:7), etcétera. Esto sigue siendo inspirado por Dios y entra dentro de la definición de «Palabra de Dios», pero no implica revelación alguna. Los acontecimientos históricos (que no son revelación) también son usados por Dios para nuestra enseñanza: «Y estas cosas les acontecieron como ejemplo, y están escritas para amonestarnos a nosotros, a quienes han alcanzado los fines de los siglos» (1 Corintios 10: 11; Cf. Romanos 15:4).
En este sentido, el autor del libro Grandes Doctrinas de la Biblia, William Evans señala: «No todo lo que se encuentra en la Biblia ha sido "revelado directamente” al hombre. Contiene historia y el lenguaje de los hombres, aun de hombres malvados. Pero no hay parte alguna del relato bíblico que no haya sido inspirado».2
Séptimo, el cuarto evangelio presenta a la Palabra, Cristo, como una hipostasis divina (Juan 1:1), igual a Dios, lo cual nunca sucede con la Escritura. Quienes divinizan la Escritura hasta el punto de decir que: «El Verbo se hizo Escritura» o que «Jesucristo es la Escritura» comenten un grave error. ¡No! El Verbo (Cristo) jamás se hizo Escritura; el Verbo, según el testimonio bíblico, se encarnó (ο λογος σαρξ εγενετο). Decir que «la Palabra de Dios» (el Verbo de Dios en el sentido de Juan 1) se hizo Escritura es elevar la Escritura al nivel de Dios mismo, convirtiéndola en una cuarta hipostasis divina, junto con el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. ¡Qué dislate! Esto, sin lugar a dudas, es bibliolatría. ¡Qué peligro!
Aquellos que divinizan a lo sumo la Escritura en aras de defenderla, están cometiendo un flaco favor. En realidad, están perjudicándola; peor aún, tergiversándola –diciendo de ella lo que no es y menospreciando la obra y la existencia del Verbo encarnado–. Pueden sonar muy espirituales, pero no lo son más que aquellos que en los primeros siglos del cristianismo cayeron en herejía al sobre enfatizar la divinidad de Cristo por encima de su humanidad. La imagen que estos tienen de la Biblia se acerca más a la idea que el islam tiene del Corán –como la palabra increada y nada humana de Dios–. Definitivamente, esa creencia está muy lejos de ser parte de la teología cristiana.
No. Jesucristo no es la Escritura. Él es infinitamente más valioso que ella.3
1 S. CAMACHO, HAROLDO. El comentario de Martín Lutero sobre la epístola a los Gálatas (1535/2011): justificados por la fe sola. EEUU: Editorial San Bernardino, 2011, p. 251.
2 EVANS, WILLIAM. Las grandes doctrinas de la Biblia. Grand Rapids, Michigan: Editorial Portavoz, 1974, p. 189.
3 La expresión: «Él [Jesucristo] es infinitamente más valioso que ella [la Escritura]» debe entenderse dentro del contexto del artículo. El autor no trata de minusvalorar la Escritura ni de humanizarla desmedidamente. Los motivos por los que la Persona de Cristo es más valiosa que la Sagrada Escritura son más que evidentes (algunos fueron mencionados en el artículo). Pero la frase no debe sacarse del contexto en el que está escrito.
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