La gracia que Dios pone en nuestras manos cada día es, no solo sobreabundante, sino infinita en cuanto a sus recursos.
El camino de la vida cristiana es largo y complicado.
No es una carrera de velocidad hacia el estrellato, tal como algunos parecen entenderla, sino sin duda una carrera de fondo, en el que sabemos que la victoria está ganada por Aquel a cuyos méritos nos acogemos, pero que nos advirtió de que el camino sería tremendo, duro, cuesta arriba tantas veces, contracorriente la mayor parte del tiempo, y en que todos los elementos de gracia que nos son dados para enfrentar la batalla se harán absolutamente necesarios.
No podemos prescindir de ninguno de ellos, hemos de llevarlos puestos a cada momento de nuestro recorrido, y buscar reposición de aquello que flaquea o que se deteriora en cada enfrentamiento una y otra vez.
Porque, de otra manera, decaeremos, no solo por nuestra falta de fuerzas, sino por la presión, asedio y maldad del enemigo de nuestras almas.
De cara al recorrido extenso que tenemos por delante, se nos han entregado elementos que, sin embargo, tantas veces despreciamos, no quizás abiertamente, porque eso sería muy políticamente incorrecto, pero sí de forma sutil, por abandono o negligencia, ya que o bien no terminamos de ver la utilidad de ellos, o simplemente no sabemos cómo usarlos.
La fe, la Palabra, la oración… son solo algunos de ellos, pero hemos de reconocernos que tantas veces no somos capaces de sacarles todo el provecho que obtendríamos de ellos si los empleáramos como se nos entregaron, siguiendo su propio manual de instrucciones, abiertos a lo que Dios puede hacer a través de ellos, aunque nosotros no sepamos verlo en el momento inicial.
Añadido a nuestra incapacidad para sacar el mejor provecho de lo que se nos da, está la realidad de un enemigo que nos rodea constantemente para aprovechar cada situación de flaqueza, de debilidad, de despiste… y no solemos ser conscientes, no solo de su presencia, sino de su poder.
Somos incautos, en general, y por más avisos que recibimos, por más insistente que se haya sido respecto a la necesidad de una armadura completa en la que el despliegue de medios es absoluta (lo cual nos da la medida del enemigo que enfrentamos), seguimos pensando que, en el fondo, “no es para tanto”.
Ni siquiera parecemos conocer la forma en la que el enemigo se acerca a nosotros y nos ataca. Es como si no hubiéramos aprendido nada de las experiencias de otros en nuestros mismo lugar.
Y esto se muestra en la forma en la que hablamos, en cómo nos conducimos, en el tipo de situaciones a las que nos exponemos, considerándonos muy fuertes cuando no lo somos en realidad, porque nunca lo fuimos, ni en el mejor y más fuerte de nuestros momentos de fe.
Nuestra autosuficiencia se muestra cuando salimos de casa, por ejemplo, sin poner el día en manos de Dios, cuando hacemos planes dando por hecho que podremos abarcarlos sin que Él los bendiga, cuando decidimos ir nosotros delante y que Él nos siga, en vez de hacerlo al revés. Hablamos tantas veces desde la ausencia de temor… y no tardamos mucho en estrellarnos.
La gracia que Dios pone en nuestras manos cada día es, no solo sobreabundante, sino infinita en cuanto a sus recursos. Sin embargo, vemos a Dios como un Dios escaso, que quizá, suponemos, nos dirá que no si venimos demasiadas veces a pedirle ayuda, o si somos demasiado pesados, o si le pedimos demasiada fe…
Él, sin embargo, no anda haciendo presupuesto con Sus recursos. Los pone al alcance de una oración, de un gesto de dependencia sincero de nuestra parte.
En tantas ocasiones, sin embargo, y justo en ese punto, no sabemos qué pedir. Cuando entendemos que no puede ser sino sujetos al Señor que recuperemos fuerzas, que veamos un cambio en las circunstancias, o que nuestra visión de las cosas cambie, no sabemos en qué términos pedirle Dios.
Tememos equivocarnos. Tememos que Dios no nos lo dé, pero también muchas veces tememos no estar pidiendo aquello que realmente sea lo mejor. Porque en el momento que entendemos que Dios es Dios, omnisciente, omnipotente, y que solo Él conoce los tiempos y las formas para un resultado verdaderamente bueno, conforme a Su voluntad, nos damos cuenta también de que si Él hace las cosas como Él quiere, verdaderamente saldrán como deben.
Observar cómo oraban los grandes personajes que en nuestras Biblias encontramos es una fuente de inspiración para mí. Ahí descubrimos a hombres normales sometidos a circunstancias increíbles y observamos también a Dios obrando en ellos de manera absolutamente sobrenatural, por medio de la oración y la sujeción a Él y a Sus fuerzas.
Desde la perspectiva completa de sus vidas comprobamos cómo, cuando sometieron su vida al Señor, cuando entendieron el enemigo que enfrentaban, Él trajo bendición a sus existencias, reinos, familias… y cómo la provisión de Dios para ellos nunca fue pobre o mediocre. Donde nosotros no vemos nada, Él lo sabe todo.
Donde creemos que estamos solos, Él nos acompaña. Donde nos vemos sin salida, podemos acudir a que sea el propio Espíritu el que pida por nosotros lo que no sabemos escoger.
Ver a grandes hombres de Dios, reyes, apóstoles, visionarios, profetas, sometiendo su voluntad a la de Aquel a quien apelaban, no pidiendo siempre un cambio en las circunstancias, sino un cambio en su corazón, buscando la aprobación de Dios en el examen de sus intenciones, de los pecados que incluso les eran ocultos, nos pone sobre algunas de las pistas que debiéramos seguir, para encontrarnos en el mejor lugar posible cuando no sabemos qué pedir: siguiendo Sus pisadas, apelando a Su gracia, descansados en Sus promesas, anhelando Su visión de las cosas, para hacerla nuestra.
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