Ahí está el tema del Apocalipsis: Jesucristo es el Señor. Jesucristo es Dios, digno de adoración al igual que el Padre.
Los capítulos cuatro y cinco del Apocalipsis nos dan la descripción de un majestuoso culto en el cielo. Era "día del Señor" y el pobre Juan estaba preso en la isla penal de Patmos. Su corazón de pastor anhelaba estar con la comunidad para adorar al Señor, pero por supuesto, no había manera. Sin embargo, Dios mismo lo buscó a él en su exilio. Le dio primeramente un glorioso encuentro con Cristo (Apoc 1:9-20) y después, todo un culto, aún más glorioso, en los mismos cielos (Apoc 4-5). Dios lo lleva en espíritu a las puertas del cielo, y desde ahí Juan contempla la adoración celestial.
Juan primero describe el escenario y los personajes que son el trasfondo del culto (4:1-8a), y entonces los cuatro "vivientes" (aspecto de león, buey, humano y águila respectivamente) inician la adoración con un solemne "Sanctus" (4:8b). "Santo, santo, santo" es una cita de Isaías 6:3, y "el que era, el que es, y el que ha de venir" es una traducción ampliada del "Yo soy" a quien vio Moisés en la zarza que ardía (Ex 3:2,14). Es posible también que la segunda frase, "el Señor Dios Todopoderoso" sea una alusión indirecta al "El Shaddai" con que Dios se reveló a Abraham (Gén 17:1). Desde un principio, notamos el contenido bíblico y teológico que debe estar presente en el culto.
En el capítulo cuatro la adoración va exclusivamente a Dios Padre, en cuanto Creador y Soberano del universo (4:3, cf. Gén 9:13-16; 4:6-8 la vida; 4:11 la creación). Dios se llama, con soberanía absoluta, "el que está sentado en el trono" (cf. Isa 6:1). En este capítulo, no aparece ni Jesucristo ni la salvación. Por eso lloró Juan cuando nadie respondió para abrir los sellos (5:2-4). El culto, que comenzó con sólo cuatro, crece a 24 voces (los presbíteros), que se arrodillan y adoran a Dios como Creador (4:11). Con este paso, comienza un proceso de "crescendo" que seguirá hasta el final del culto, con propósitos bien claros y con una "direccionalidad" bien definida. ¡Este culto va bien dirigido hacia una meta específica, sin desviarse con zigzagueos!
Aparece en la mano derecha de Dios un libro con siete sellos, que puede entenderse como el libro de los sucesos históricos venideros (p.ej. 6:1-8). Nadie tiene autoridad para abrir sus sellos, por lo que Juan llora desconsoladamente, pero uno de los ancianos le dice, "no llores, el León de Judá (Gén 49:9-10), el Renuevo de David (Isa 11:1), ha vencido y es digno de tomar en sus manos el señorío del futuro y de la historia". En eso Juan mira hacia el trono, en el centro del escenario, y lo que ve no es un león sino un Cordero, con las cicatrices de su sacrificio, pero vivo y parado sobre sus dos pies.
Ahora, con la presencia del Cordero, ocurre un salto cualitativo en la adoración. Se juntan los cuatro vivientes y los 24 ancianos en una especie de "coro unido" de 28 voces, y ahora no sólo "dicen" como antes (4:8,10) sino "cantan un nuevo cántico" (4:9), y eso con acompañamiento de una "orquesta" de 28 arpas, junto con ricos perfumes (4:8). Antes, cuando adoraban a Dios Padre como Creador, la adoración no alcanzaba este nivel litúrgico y doxológico, como ahora, adorando al Cordero.
Enseguida el culto da un nuevo paso hacia adelante: aparecen millones de millones de ángeles que adoran al Cordero con el mismo ritual séptuple de cuando ellos adoran a Dios Padre en el cielo (5:12; cf. 7:12; según los rollos del Mar Muerto, la consigna para los ángeles cuando adoran a Dios era, "glorificad a Dios con siete palabras magníficas"). Aquí todos los ángeles adoran al Cordero con la misma adoración que rinden a Dios Padre, y lo hacen en la misma presencia del Padre, a quien antes venían adorando.
Esto es especialmente sorprendente e impresionante, porque el mismo libro de Apocalipsis prohíbe tajantemente toda adoración de cualquiera que no sea Dios mismo (19:10; 22:9). La polémica contra toda idolatría es un tema central de este libro. Sin embargo, esta adoración al Cordero por el coro unido de 28 voces y por la inmensa muchedumbre angelical, es el clímax de este culto. ¿Por qué? ¡Porque ese Cordero es Dios! Por eso el Padre no se ofende cuando adoramos a su Hijo, ni es blasfemia ni sacrilegio adorar al Cordero, aun en la misma presencia del Padre.
El culto culmina con la adoración de todo lo creado (¡nada menos!) "al que está sentado en el trono [capítulo cuatro] y al Cordero [capítulo cinco]" (5:13). En esa forma, Juan logra una hermosa simetría para todo el bloque textual; primero presenta la adoración al Padre, después la adoración al Cordero, y termina con la adoración al Padre y al Hijo por toda la creación (tema del capítulo 4). De ahí en adelante, el gran trono se llamará "el trono de Dios y del Cordero", así equiparados en gloria, soberanía y adoración.
Ahí está el tema del Apocalipsis: Jesucristo es el Señor. Jesucristo es Dios, digno de adoración al igual que el Padre.
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