Aterra pensar en lo que la humanidad se ha convertido olvidando las directrices del Creador, y en lo injusto y atroz de sus repartos.
De cuanto tenemos o podríamos tener, nada hay tan esencial como la vida. Nacer, en sí, siempre es hermoso y bueno. Es aparecer, como un admirable acto de amor, salir de la inexistencia, sumergirse en los inmensos mares de la vida, y ser a la vez un admirable minúsculo recipiente de ella.
Nacer es ingresar en la incontable hermandad de los hombres, en la impaciente y larga búsqueda del amor, del sentido de la vida, de la verdad, a la que vemos tan turbia y tan lejana, cuando más descuidado tenemos al Creador de la misma y tan lejana como el pez ve a las estrellas.
Un nacimiento, además de una evidencia del don de la maternidad, debería ser siempre una ocasión de gozo, una renovación de la esperanza, esa hermana siamesa de la vida. Quizá sea como uno de los simbolismos de la Navidad: alguien infinito que nace para compartir, para ejemplarizar lo que es el amar al prójimo, al ser humano.
Por eso, aterra pensar en lo que la humanidad se ha convertido olvidando las directrices del Creador, y en lo injusto y atroz de sus repartos. No es ya el nacer uno de los primeros pasos hacia la confusa majestad de ser hombre, hacia la improbable felicidad si no se tiene relación con el Diseñador de benditos caminos, hacia la verde y agridulce danza de la naturaleza.
El hombre es una vida consciente de sí misma, eso es lo que le erige en superior de todo lo demás, pues no en vano es creatura llevando la imagen de la divinidad. Y eso también es lo que le hace responsable. El tigre es inocente, el ciclón y las mareas también son inocentes. El hombre no lo es.
Tan sólo diez justos hubieran salvado las ciudades de Sodoma y Gomorra: no se encontraron tantos. No, no es cualquier cosa, es nacer bueno y hermoso. Y quizá nos beneficie reflexionar en ello cuando conmemoramos la Navidad, que debió y debería transformarnos, pero no lo consiguió como no lo consigue porque no nos dejamos transformar, no nacemos de nuevo.
Alrededor de 795 millones de personas en el mundo no tienen suficientes alimentos para llevar una vida saludable y activa. Eso es casi una de cada nueve personas en la tierra. Y nadie podrá decir, que el Gran Diseñador no creara un mundo que produce lo suficiente para alimentar a toda la población mundial de 7 mil millones de personas. Sin embargo, una de cada ocho personas en el planeta va a la cama con hambre cada noche.
En algunos países, uno de cada tres niños está bajo de peso y por causa de su nutrición deficiente, el 12,9% de la población presenta desnutrición, siendo la causa de que casi la mitad (45%) de las muertes sea de niños menores de cinco, (3,1 millones de niños cada año). Que no han cometido más falta que la de estar vivos, que en el tiempo del tribunal eterno, reclamarán ante la irresponsable indiferencia de los padres ¿qué digo, padres? más bien progenitores, como podrían ser los conejos y las conejas.
“Desde el Corazón” ¿no da escalofríos?; ¿no estremece?; ¿qué mundo, ciego, sordo insensible es este, que se dispone cada año, volviendo la cabeza, aunque realice campañas de sensibilidad mediática, como aquella película de Berlanga “Plácido”, ponga en Navidad un pobre en su mesa , a celebrar su Navidad?; ¿qué Navidad es la que celebra este mundo egoísta, ensangrentado, devorador, materialista, necio?; ¿qué sinceridad cabe entre mazapanes, inventados Papás Noeles, belenes cuyas apariencias engañan tanto como las desapariencias?; ¿qué horripilante comedia autocomplaciente e hipócrita de enseñar sólo por estas fechas niños dolientes y pueblos hambrientos?; no penas finas, no penas imaginarias, no desazones por sueños fracasados: sufren por hambre, por hambre de justicia, por hambre de esperanza, por hambre de pan, por hambre de caridad bien entendida.
Por mucho que este año, la Lotería Nacional, haya esgrimido que la suerte es compartir. Nacer no es compartir. El sufrimiento de las dos terceras partes de la humanidad no lo comparte con la otra. El Dios de amor que nació para enseñar con su vida, enseñanza y hechos, que el compartir en amor es la ley y los profetas, millones no lo hacen, por eso, parte de este mundo quiere reemplazarlo por papaítos, nicolasitos y klausitas.
Sé que El que vino en Navidad, volverá otra vez para remunerar, para poner las cosas en su sitio. Para denunciar que una humanidad que permite que cada año se dejen morir más del 12,9% de la población es una deshumanizada humanidad. Y debe concluir. Quizá por eso, para concluir se esfuerza tanto en armarse, se esfuerza tanto para producir su propio suicidio.
“Con el Corazón” he leído que con el coste de un misil intercontinental se podrían plantar doscientos millones de árboles, regar un millón de hectáreas, dar de comer a 50 millones de niños. La humanidad ha perdido el Norte, ya lo perdió clamorosamente cuando colgó en una cruz al Salvador del mundo.
La humanidad que no sabe dónde está la luz, la verdad, el poder, cree avanzar y retrocede, piensa que progresa y vuelve a la caverna. Como si casi nada estuviese ocurriendo, seguiremos comiendo y bebiendo, en Navidad más aún, religiosos de días, alegres y creyéndonos seguros ¡qué torpe farsa!
No consintamos celebrar, con tal comedia, la Navidad de un niño que sobre todo habló de amor: de entrega, de renuncia, de compasión, de comunión, de vida. Comamos y bebamos, como dice el villancico “que me voy a emborrachar”, pero sin poner como pretexto al Niño de Belén.
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