Dios no sólo perdona los pecados de los hombres, sino que, una vez perdonados, los olvida. Es decir, los perdona del todo.
Conozco muy bien un Pastor, y entonces no era aún diabético crónico, que estaba harto de una hermana un tanto exaltada que en todas las reuniones venía a contarle las revelaciones que Dios personalmente le hacía. En una campaña de Evangelización, que sobre el mensaje central “Cristo es la Respuesta” realizaban las Iglesias Evangélicas de Valencia, en una carpa montada en la Plaza de Aragón, de la ciudad del Turia y que duró todo un mes, de la que el conocido Pastor tenía la responsabilidad del programa, plataforma y mensajes. Pues durante aquellos días, uno tras otro, la buena señora recibía comunicación directa del cielo, de lo que tenía que compartir en la campaña. Y el Pastor, queriendo clarificar ya, que las comunicaciones desde el cielo eran más imaginaciones que reales, dijo a la mujer: “mira, la próxima vez que dialogues con Dios dile para que yo me convenza de que es Él quien te habla, te diga cuáles son mis pecados, esos que sólo yo conozco”. El Pastor pensó que con esto, la mujer se callaría de esas particulares ideas. Pero a los pocos días, con la continuación de la campaña, la señora fue directa hacia el Pastor antes de subir a la plataforma para empezar un nuevo culto, y adivinando el sonsonete que la hermana venía a comunicarle, se anticipó y le preguntó: ¿qué, volvió a hablarte el cielo? “sí” “¿y qué te dijo de mis pecados?”, “me dijo que no me los podía decir porque los ha olvidado”. Con lo que el Pastor se quedó tan sorprendido como meditabundo. Por lo menos asintió que la teología de aquella mujer era buena y de cierta profundidad, porque la verdad es que Dios no sólo perdona los pecados de los hombres, sino que, una vez perdonados, los olvida. Es decir, los perdona del todo.
Como el lector comprenderá, con esta sencilla historia estoy tratando de salir al paso de la viejísima frase del “perdono, pero no olvido” que con tanta frecuencia se pone hasta como modelo de perdón y virtud cuando muchas veces es una forma refinada de resentimiento y venganza. Y “Desde el Corazón” me parece que en este campo hay que hacer dos o tres distinciones.
Perdonar es una de las más nobles funciones de la naturaleza humana. Y cuando digo noble no quiero significar que sea extraordinaria y no lo normal. En un hombre noble lo que sale del alma limpia, es el perdón. La venganza sólo puede salir de lo que tenemos de animal.
También sé “Desde el Corazón” que a veces perdonar es difícil. Hay demasiada gente que vive amargada contra sí misma, y le cuesta perdonarse a sí misma. Que no se perdona sus propios errores y fracasos y se convierte este resentimiento en agresividad hacia los demás. Pero la verdad es que pasarse la vida dándole vueltas a nuestros propios errores es señal de un refinadísimo orgullo. Quien, en cambio, se acepta serenamente a sí mismo, quien a su vez sabe exigirse y sonreír frente a su espejo, ya está bien preparado para perdonar a los demás.
Porque, a fin de cuentas, perdonar es casi siempre la consecuencia lógica de comprender, y en palabras de Martin Luther KING “el que es incapaz de perdonar es incapaz de amar”. Y no pocas veces me he dicho que si fuéramos capaces de conocer el último porqué de las cosas tendríamos compasión hasta de las estrellas. El que hace un esfuerzo por comprender al ofensor casi no necesita perdonarle, porque no llega realmente a ser ofendido. Y me gustaría que el lector, leyera dos veces el pensamiento de este aprendiz de escribidor. El que es generoso es, literalmente, inaccesible a las ofensas. Puede alguien tratar de hacerle daño, pero la ofensa no le llega a él. Él “no se siente” ofendido, porque es más rápido en perdonar que el ofensor en ofender.
El generoso, además, olvida el mal o al menos hace todo lo posible por olvidarlo. Ya sé que hay dolores que no se pueden olvidar; si a alguien le falta una mano siempre la echará de menos. Pero hay muchos males que nos siguen doliendo años y años no porque sean muy profundos, sino porque nosotros los alimentamos dándoles vueltas en la memoria. Hay quienes parecen disfrutar manteniendo abiertas sus propias heridas. Eso, y no otra cosa es el resentimiento. Y no hay cosa más triste que esta gente que es esclava de sus viejos rencores. En lugar de dedicarse a vivir, parece ser que su oficio sea sólo recordar y recordar lo malo. No se dan cuenta de que con ello se autocondenan a la tristeza y sufren doblemente.
Por una serie de razones perdonar es saludable: la primera, porque uno de los remedios contra el mal es olvidarse de él. La segunda, porque lo que pasó, pasó, y puede enmendarse, pero no rehacerse. Y la tercera -esta vez copiando a Unamuno que supo sufrir y perdonar- “porque hay que olvidar para vivir; hay que hacer hueco para lo venidero”. Efectivamente: el alma de los hombres es muy pequeña; si la vamos llenando de rencorcitos, la tendremos siempre llena, y no podrá surgir de ella ni un acto de amor, e incluso cuando alguien nos ame, no entrará dentro ese gesto de cariño porque tendremos el alma ya llena de esos tenaces resentimientos.
Y esa es la última razón por la que Dios, además de perdonar, olvida los pecados, porque tiene que dedicarse tanto a amar que no tiene ni tiempo para recordar el mal.
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