Hoy vivimos el tiempo como si fuera un puzle que debemos rellenar con múltiples piezas diferentes.
Nuestra condición mortal nos lleva casi siempre a estirar el tiempo tanto como podamos. El hombre procura huir de la esclavitud del reloj coleccionando instantes diferentes. Cada momento de la existencia se convierte así en un tiempo de espera para el siguiente que suponemos será mejor. La felicidad se sitúa generalmente en el futuro pero al llegar éste y descubrir que no era como se esperaba, rápidamente se sustituye por otro instante imaginario del porvenir. Se trata, en el fondo, de una carrera frustrante en busca de lo inalcanzable que no nos permite disfrutar del momento presente. Hoy vivimos el tiempo como si fuera un puzle que debemos rellenar con múltiples piezas diferentes. Trabajo, hogar, familia, transporte, automóvil, niños, congresos, actividades sociales, radio, televisión, móvil, redes sociales, ordenador y mil cosas más le roban a nuestra vida cotidiana el silencio y la dimensión profunda necesarios para poder vivir serenamente y reflexionar acerca de nosotros mismos. Es menester realizar un esfuerzo personal con el fin de lograr ese espacio íntimo y ese tiempo privado que puede edificarnos interiormente. Pero, ¿es posible estirar el espacio?
En otro orden de cosas, lo que se desprende de la teoría física de la relatividad general es que la respuesta a tal pregunta debe ser afirmativa. Resulta necesario imaginarse que el espacio se está estirando continuamente y por igual en todas las direcciones. Esto provoca que las galaxias se estén separando progresivamente. Los cosmólogos llaman a semejante acontecimiento contrario al sentido común: “expansión homogénea e isótropa”. No existe ningún punto privilegiado del universo ya que desde cualquier galaxia se percibiría que el resto de las galaxias se aleja de manera parecida. Aplicando la ley de Hubble, que dice que la velocidad de alejamiento de cualquier cuerpo cósmico lejano ha de ser proporcional a la distancia que nos separa de él, se deduce que la velocidad de alejamiento de una galaxia aumenta unos 20 km/s por cada millón de años-luz de distancia. Esto significa que si una estrella se encuentra, por ejemplo, a dos mil millones de años-luz de la Tierra, se está alejando de nosotros a unos cuarenta mil kilómetros por segundo.
¿Qué ocurrirá en el futuro? ¿Seguirá el universo expandiéndose hasta su muerte definitiva o, por el contrario, se ralentizará e invertirá el ritmo de expansión en una especie de gran encogimiento hasta originar un nuevo Big Bang y así sucesivamente per saecula saeculorum? Hasta finales del pasado siglo XX, muchos cosmólogos aceptaban esta segunda opción. Si el universo estaba formado únicamente por materia y radiación, se comportaría como cuando se lanza una piedra hacia arriba. Primero sube pero la gravedad pronto la frena y provoca su inmediato descenso. Del mismo modo, llegaría un momento en que el cosmos detendría su expansión y produciría una gran implosión o “Big Crunch”. No obstante, a principios del presente siglo, las cosas cambiaron con el descubrimiento de la misteriosa “energía oscura”.
Se trata de una extraña forma de energía que llenaría uniformemente todo el universo. No se conoce su origen ni por qué existe en tal cantidad. Resulta difícil adaptarla a los actuales esquemas de la física moderna. Algunos cosmólogos creen que se trata del ingrediente que decidirá el destino del cosmos. Se piensa que la energía oscura es la responsable de que la expansión del universo no sólo no se esté frenando -como se creía hasta los noventa- sino todo lo contrario, que se acelere continuamente. Al parecer, dicha energía oscura provocaría una “repulsión” gravitatoria que incrementaría la expansión cósmica. Algo que vendría a modificar algunos conceptos físicos hasta ahora bien establecidos. De manera que para que el universo se expanda aceleradamente como lo está haciendo, se requeriría una cantidad aproximada de energía oscura del 68% de la densidad crítica. Lo cual encaja perfectamente con lo que faltaba para completar la densidad total del universo.
La existencia de esta enigmática energía oscura permite predecir cómo será el futuro del cosmos. Si su densidad es constante y no cambia en el tiempo, como hasta ahora, la expansión continuará a un ritmo cada vez mayor. Las galaxias seguirán alejándose unas de otras hasta que superen la velocidad de la luz. En ese momento, las más alejadas dejarán de ser visibles desde la Tierra ya que la luz que emitan viajará hacia el planeta azul a menor velocidad que la expansión del universo y nunca nos alcanzará. Los cosmólogos dicen que “habrán salido de nuestro horizonte”. El Sol pasará por la fase de gigante roja, aniquilando la vida en la Tierra, antes de convertirse en una enana blanca y después en otra negra. Este será el fin de nuestro mundo según la cosmología moderna.
Desde la perspectiva teológica, se acepta también un fin del mundo. La Biblia contiene numerosas referencias a dicho acontecimiento. Sin embargo, el tiempo, y todo lo que nos ocurre dentro de él, se concibe y adquiere significado por medio del Dios que se revela en Jesucristo. La fe en él permite al ser humano temporal acceder a la vida eterna. Para el cristiano, el tiempo es pues como la eternidad. Un eterno presente que debiera estar cargado de acciones responsables hacia los demás. Según la Escritura, el amor es lo que debe llenar siempre nuestro tiempo. Tenemos que disponer de él para dedicarlo a quienes nos necesitan, a aquellos para los que nadie tiene tiempo. Los creyentes estamos llamados a seguir las palabras del Maestro: “enseñándoles que guarden todas las cosas que os he mandado; y he aquí yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo” (Mt 28:20).
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