nuestra propia época, como es fácil constatar, se parece más al escenario pluralista y globalizado que le tocó vivir a la Iglesia antigua que al escenario que le tocó vivir a los reformadores del siglo XVI.
Al cumplirse sus 500 años, estamos entrando a un intenso año de discusión sobre la Reforma protestante. Pero nuestra propia época, como es fácil constatar, se parece más al escenario pluralista y globalizado que le tocó vivir a la Iglesia antigua que al escenario que le tocó vivir a los reformadores del siglo XVI.
Ya lo decía, generaciones atrás, Bonhoeffer desde su celda: “leo con mucho interés a Tertuliano, Cipriano y a otros padres de la Iglesia. En parte son mucho más actuales que los reformadores”. La intensa discusión del próximo año sobre los orígenes del protestantismo traerá sin duda algunos frutos positivos, pero no debiéramos perder de vista el modo en que requerimos también nutrirnos de un pasado más remoto.
El reciente libro de Alan Kreider, The Patient Ferment of the Ancient Church, constituye una excelente puerta de entrada para invitar a tal reflexión. Es fácil agotarse con el tipo de literatura que lamenta el estado del cristianismo contemporáneo y lo contrasta con las glorias del cristianismo primitivo. Yo mismo no tengo mucha paciencia con el tipo de literatura que contrasta la Iglesia preconstantiniana con la postconstantiniana. Pero precisamente de eso –y de esa paciencia– trata esta obra. Y ese tipo de contrastes entre épocas, que en su usual tono general carecen de interés, adquieren un tono mucho más convincente cuando son vinculados a una práctica o una virtud específica.
Kreider discute el lugar específico de la paciencia en la Iglesia antigua, el modo en que en dicha paciencia cristalizan elementos de su práctica y de su visión de Dios, y la especial atención de la que fue objeto esta virtud. Bajo ese prisma, la Iglesia antigua se nos aparece como una realidad con rasgos muy distintivos. Esta Iglesia antigua que no nos dejó un solo tratado sobre la evangelización, sí nos dejó un conjunto de tratados sobre la paciencia. Ésta fue la primera virtud en la que los cristianos dejaron caer su mirada.
Partamos por notar que el acento cae aquí sobre ciertos rasgos de la Iglesia post-apostólica que no solemos tener en mente: piénsese, por ejemplo, en la cantidad de sermones que están preservados dentro del Nuevo Testamento y el escaso número de los mismos que, por el contrario, se conserva de los siglos inmediatamente siguientes. Si bien en un sentido muy distinto de los gnósticos, cabe decir que la Iglesia antigua se tomó en serio lo de no arrojar perlas a los cerdos. Su doctrina no era publicada en las esquinas y en las plazas. El acceso a la Iglesia no era respuesta a una eficiente campaña publicitaria; el interés de los vecinos parece nacer más bien de notar en los cristianos un peculiar carácter, y es en las preguntas por el mismo que se va abriendo el camino a la Iglesia y sus misterios.
No eran, en efecto, los cristianos, sino el paganismo cívico el que intentaba aumentar sus fieles haciendo que la gente se sienta bienvenida e incluida. Los cristianos, en cambio, parecían más bien poner obstáculos: el bautismo no seguía de modo inmediato a la conversión, sino que aparecía como punto culminante tras una cuidadosamente elaborada catequesis. Con frecuencia se habla del temprano cristianismo como más “radical” que el de hoy. Que se hable así, si se quiere, pero esto no es lo que suele entenderse por radicalidad.
No se trata, hay que insistir, de una virtud analizada como aislada disposición interior, sino en cuanto encarnada en prácticas sociales específicas. Se reflexiona sobre ella porque solo ella permite entender el tipo de persona que hay que ser para enfrentar los negocios, la sexualidad o la enemistad de los modos en que los cristianos estaban exhortando a hacerlo. O, por decirlo desde la perspectiva opuesta, los mandatos –como los de amor al enemigo o de castidad– no cuelgan en el aire, sino que pretenden reflejar este tipo de carácter. Hay entre los primeros cristianos una aguda conciencia de que la violencia acecha a solo un paso de la febril impaciencia, y de que la paciencia, por el contrario, nos mantiene enraizados en el ecosistema de fe y esperanza en el que es posible la reconciliación tanto con Dios como con los hombres.
No todo, desde luego, es encomiable en el libro de Kreider. En su interés por resaltar el carácter distintivamente cristiano de esta virtud, minimiza, por ejemplo, en exceso la importancia que ella tenía también para algunas escuelas no cristianas como los estoicos. Tampoco me parece del todo equilibrada su discusión del cristianismo posterior (en particular la de Agustín de Hipona, a cuya discusión sobre la coexistencia de trigo y cizaña podría haber sacado bastante más provecho). Pero hay algo que está muy bien logrado, y es la combinación de extrañeza y cercanía que debiera producirnos todo auténtico enfrentamiento con el pasado. La Iglesia antigua es extraña, no es como nadie de nosotros la imagina cuando quiere ponerla por modelo. Pero es una extrañeza que, si es escuchada con paciencia, tiene algo relevante que decirnos.
¿Cómo se vería modificada, por ejemplo, nuestra discusión sobre la tolerancia si prestásemos atención a este pasado? Los cristianos de hoy se dividen con facilidad entre quienes rechazan la tolerancia como si en ella se tuviera la apoteosis de una ideología de la indiferencia y quienes, por el contrario, la abrazan pero sin detenerse un segundo a precisar lo que quieren decir al declararse tolerantes. Kreider no entra en estos asuntos, pero no está demás notar aquí que hasta el siglo XVII el sinónimo común de tolerantia –desde los canonistas medievales hasta los reformadores protestantes y más allá– era patientia.
¿Cuánto se ganaría en discurso propio sobre la tolerancia si fuésemos capaces de enraizar nuestra concepción de la misma en aquella virtud de la que más escribieron los primeros cristianos? Es solo una de las preguntas que podemos hacernos si nos abrimos a aprender de este singular pasado.
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