El creyente sabe que, ante la caída de cualquier pilar, el mejor sustituto es el pilar que siempre debió estar en el lugar del primero
Desde la profesión en la cual el Señor me ha permitido desarrollarme profesionalmente, es quizá mucho más fácil verse en un espejo, porque al fin y a cabo, lo que le pasa a las personas que se sientan enfrente de uno no es tan diferente de lo que le sucede a uno mismo.
Esas personas son, de alguna manera, mi propio espejo, y no sería una mala cosa empezar a mirar a los demás, no solo en mi campo profesional, sino en los diferentes aspectos de la vida, como las superficies en las que nos reflejamos, probablemente con mayor transparencia.
No hay nada que les suceda a los demás que no pueda acontecernos a nosotros. Cuanto más aprendemos acerca de la naturaleza humana, más nos damos cuenta, si somos honestos, que no somos nada diferentes los unos de los otros, aunque nos lo parezca o nos guste creerlo.
Una persona cualquiera, puesta en unas circunstancias propicias, puede terminar haciendo lo que nunca imaginó que haría. Por las motivaciones más variopintas, seguramente, pero lo haría. Y esto es válido desde las cuestiones más graves a las que el ser humano puede enfrentarse, como en los elementos más pequeños de nuestra vida cotidiana.
Haríamos bien en aprender de lo que a otros alrededor de nosotros les sucede. Seremos sabios si consideramos que, en la piel de esa misma persona, podemos estar nosotros si las circunstancias se cuadraran de una determinada forma. Y lo que de bueno y malo esas personas hagan ante su situación, probablemente sería lo que nosotros mismos podríamos aportar en un cuadro similar.
Sin embargo, en nosotros aparece una y otra vez la sorpresa ante la condición y la respuesta humana, como si no pudiéramos identificarnos con lo que estamos viendo porque en nada parece retratarnos. Sentimos que estamos lejos de esa persona y de lo que le sucede, incluso me atrevería a decir que no la comprendemos porque su acción y sentimiento, su forma de pensar nos parece extraterrestre. Pero no lo es y si estamos dispuestos a verlo no tardaremos demasiado en comprobar que la distancia entre nosotros no es tan grande como pensábamos.
Una de las cosas más habituales en la consulta, más allá de diagnósticos clínicos que no vienen a cuento en este momento, es contemplar cómo las personas han perdido algún pilar fundamental en sus vidas. La vida de un individuo funcionaba aparentemente bien, pero uno de los pilares de su vida se desploma, muchas veces porque quizá no era tan sólido como se pensaba, y con ese desplome mucho de la estructura personal se precipita al vacío también.
En ese tiempo, el sentimiento es desolador: no nos queda nada. La cara de perplejidad que puede despertar en quienes nunca han vivido esto es ciertamente increíble, pero esto, créanme, no es nada de lo cual alguno de nosotros podamos estar exentos o libres. Porque todos tenemos nuestros propios dioses, nuestros ídolos personales (aunque no les llamemos así), pilares en los que, en el fondo, confiamos, y de los cuales pensamos que nunca nos fallarán.
Pero el día del desplome termina llegando, si no en una forma, en otra, si no con un pilar, con otro. Porque en esta vida, todo nos defrauda en una o en otra manera. Y si para ese entonces no tenemos como perspectiva actuar en base a algo más que nuestros propios sentimientos, nos espera un desenlace francamente desolador.
Porque cuando el dolor es realmente punzante después de un desplome, las posibilidades de notar el bálsamo de lo que aún funciona en nuestra vida son muy pequeñas. Querríamos sentir que lo que funciona es suficiente, pero nuestra atención solo parece poder centrarse en lo que se ha perdido… y perdemos la perspectiva, simple y llanamente.
El sesgo que nuestro propio dolor en esos momentos nos impone, nos hace distorsionar la realidad de las cosas, que sería de los pocos elementos que, mostrándose con claridad, nos permitirían volver a retomar el camino correcto, el de la reconstrucción. Necesitamos ver la realidad transparente, como realmente es, pero nuestras emociones nos lo impiden. Y es entonces el momento de apelar a algo diferente, porque de otra manera nos hundimos: necesitamos convicciones.
En los momentos de pánico por la pérdida hemos de girarnos hacia lo que conocemos, hacia lo que sabemos que es cierto, aunque no lo sintamos. Quizá todas esas cosas que aprendimos en la niñez, cuando éramos mucho más permeables y teníamos bastantes menos prejuicios. Es el tiempo de volver a las verdades absolutas, que cuando se trata de la vida del creyente, tienen su base en Dios mismo y en lo que Él dice acerca de la vida, de Su persona y de quiénes somos nosotros.
Para muchos, esto será una mala noticia, porque darán por mal empleada la reconstrucción si el pilar renovado no es sinónimo de fortalecerse ellos mismos. Hoy la moda y el énfasis está en que seamos nosotros los capitanes de nuestro barco y los dueños de nuestro propio destino.
Sin embargo, el creyente sabe que, ante la caída de cualquier pilar, el mejor sustituto es el pilar que siempre debió estar en el lugar del primero. Cuando ese funciona, todo el edificio cuenta con la capacidad de mantenerse. Ese pilar no nos va a fallar, porque Él mismo lo dice, porque se ha comprometido en Su palabra y Su prestigio para que eso sea así.
Y es el momento que Él escoge para recordarnos y hacernos ver que no hay mejor lugar en el que podamos estar cuando todo parece desplomarse y tambalearse, que a la sombra de Sus alas, bajo la convicción de Sus promesas.
Quizá no lo siento… pero lo creo y puedo decidir que mis acciones y mi día a día vayan en consonancia con mis convicciones sobre la Roca inconmovible y no con mis sentimientos. Más bien habremos de pedirlo a Dios, porque en nuestras propias fuerzas no podremos, pero quizá hay pocas cosas que podamos rogarle con tanta convicción de no estar errando como esta: que cuando todo cae, nos permita agarrarnos a Él, que nunca cambia.
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