Creo en comunidades redentoras, en el sentido más amplio de la palabra.
A quienes estamos familiarizados con el lenguaje cristiano y con el mundo de la fe, se nos ocurre pensar en clave positiva más que altruista. Cuando le pedimos a Dios en la oración del Padrenuestro que venga su Reino y que se haga su voluntad en la tierra como en el cielo, le estamos pidiendo, a criterio de algunos, la gran utopía, pero lo sorprendente es que el mismo Señor nos propone demandárselo en oración y, hasta donde yo sé, este buen Dios nuestro nunca miente ni nos crea falsas expectativas.
Sin embargo, estoy seguro que esta declaración de la llegada de su Reino a la tierra, en estos tiempos, tiene que ser una constante en nuestras oraciones. En principio se trataría de interpretar este deseo del Padre de manera correcta, sin fabulaciones, pero también sin cortapisas ni reduccionismos basados en nuestra incredulidad. Tampoco pretendo discutir el sentido teológico del Reino en toda su dimensión, en cuanto al ahora sí, pero todavía no. Pero pedimos a Dios fervientemente que venga su Reino a la tierra hoy, aquí y ahora.
Creo en comunidades redentoras, en el sentido más amplio de la palabra.
La Iglesia de Jerusalén era una comunidad extraordinariamente redentora, en cuanto a su mensaje de salvación y en cuanto a su preocupación por las viudas y por los pobres de solemnidad; además fue redentora de su cultura, influida poderosamente por la religión de la época. La Iglesia de Jerusalén también fue redentora de la esclavitud porque transformó las relaciones entre amos y esclavos en relaciones asertivas hasta su completa abolición en el vasto imperio británico por la cámara de los comunes en 1833, gracias a la tenaz labor del insigne Willian Wilberforce. La lista de quienes han contribuido a redenciones sociales, culturales e incluso políticas y, por supuesto, espirituales, como resultó ser la influencia de Juan Wesley en la Inglaterra del siglo XVIII, es casi interminable.
La Iglesia es una comunidad de fe y, como proclamadora de la redención en Cristo Jesús, tiene la misión de testificar en todos los ámbitos posibles acerca de la salvación del alma, pero como Sal y Luz también debe contribuir a influenciar en nuestra sociedad para saborizar la vida humana con la gracia de Dios e iluminar con sus actos de amor y misericordia las necesidades de la gente, que no son pocas.
Una comunidad cristiana responsable debe influenciar en el arte, la cultura y la vida social, de tal manera que sea capaz de redimir lo grotesco y lo perverso de un mundo cada vez más endemoniadamente oscuro en la concepción de nuevos valores. Redimir significa literalmente: Conseguir la libertad de una persona o sacarla (rescatarla) de la esclavitud mediante el pago de un precio. Esto es justo lo que hizo Cristo en la cruz por cada uno de nosotros, con su muerte nos rescató de nuestra vana manera de vivir; no con piedras preciosas o metales como el oro o la plata, sino con su preciosa sangre derramada en el monte Calvario.
La cultura contemporánea, en buena medida, necesita ser liberada de la sutil, cuando no perversa, influencia de la serpiente antigua que ha intoxicado la belleza de todas las cosas, representando una visión sombría, fatalista y desvirtuada del hombre y de la mujer en su relación con todo lo creado.
La redención de Cristo en la cruz es una redención cósmica, además de salvar a la raza humana de una terrible condenación por medio de la fe en su obra expiatoria, consigue la reconciliación de todas las cosas, las que hay en los cielos y en la tierra. Esto nos habla del alcance de la contaminación del pecado, quebrantándolo todo y siendo redimido solo y únicamente por la sangre de Su cruz (Colosenses 1:20). Los cristianos de esta generación somos, o debiéramos ser en su pura esencia, una fuerza redentora en todos nuestros ámbitos de influencia, porque el tiempo de la redención ha llegado a nosotros.
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