La persecución nos revela dos cosas: lo que somos ya aquí en la tierra y lo que nos espera en el más allá.
El gozo y la alegría a que se refiere el Señor Jesús no se desprenden de la propia situación de persecución. Ésta es siempre un mal censurable y lamentable promovido por el príncipe de este mundo. Dios no desea que ninguno de sus hijos sea perseguido injustamente. Tampoco se está diciendo aquí que el cristiano deba adoptar una personalidad masoquista que disfrute por medio del dolor. Esto podría dar pie a situaciones enfermizas como las de ciertas personas que creen que maltratando físicamente el cuerpo, haciéndole sangrar a golpes de cilicio o cualquier otra práctica semejante, están agradando a Dios. Nada más lejos de la realidad. Jamás el Creador se complace con el sufrimiento, ni lo considera como una obra meritoria para lograr la salvación personal. El Dios de la Biblia no es un sádico que disfruta con el dolor del hombre o se lo impone para sentirse satisfecho, como hacían los antiguos dioses paganos inventados por los pueblos primitivos. ¿Por qué entonces deberíamos alegrarnos al ser perseguidos?
La persecución nos revela fundamentalmente dos cosas: lo que somos ya aquí en la tierra y lo que nos espera en el más allá. En efecto, al ser perseguidos por causa de Cristo, el Hijo de Dios, somos como aquellos profetas del Antiguo Testamento que sufrieron y dieron su vida por predicar a los hombres la voluntad del Creador. Como ellos, somos siervos del Altísimo y de la misma manera en que ellos gozan ya de la gloria divina, también nosotros la disfrutaremos algún día no muy lejano. De esto debemos alegrarnos, de que nuestro sufrimiento presente, que se convertirá en un triunfo eterno como les sucedió a los profetas que fueron antes que nosotros, es también como una acreditación divina de nuestra filiación espiritual. Por medio de la persecución, Satanás nos demuestra que somos hijos de Dios y que lucha contra él, maltratándonos a nosotros. Le perjudicamos, por eso nos perjudica. De alguna manera, la persecución inducida por el Maligno puede llegar a ser una bendición para el que la padece y entiende espiritualmente, pues le certifica que es un hijo de Dios al que vale la pena combatir. Si no fuera así, el diablo no se tomaría la molestia de acosarlo. Cuando el cristiano es tratado como se trató a su Señor es porque se parece a él y su vida se identifica plenamente con la suya. Y esto también es motivo de alegría.
La segunda razón para el gozo es que la persecución nos indica también hacia donde nos dirigimos. Nuestro destino eterno es una recompensa grande en los cielos. Si padecemos persecución por la fe, esto es una señal indiscutible de que somos ciudadanos del más allá. Nuestro destino final está ya fijado de antemano. La mayor recompensa que puede recibir el ser humano es estar eternamente al lado de Dios. Esta es la felicidad absoluta que espera a los perseguidos por causa de la justicia. Por tanto, todos aquellos padecimientos temporales que sufrimos en este mundo por nuestra fe sirven para que descubramos quienes somos en realidad y tengamos conciencia de lo que nos espera en el futuro. Como escribe el apóstol Pablo: Porque nuestra momentánea y leve tribulación produce para nosotros un eterno peso de gloria más que incomparable; no fijando nosotros la vista en las cosas que se ven, sino en las que no se ven; porque las que se ven son temporales, mientras que las que no se ven son eternas (2 Co 4:17-18).
Lo hemos dicho ya muchas veces, la recompensa que espera a los hijos de Dios no depende de las obras que hayan podido hacer, sino de la gracia divina. Nadie merece la salvación ya que ésta es un don de Dios. Lo que ocurre es que el Creador nos trata igual que un padre cariñoso que le aconseja al hijo realizar ciertas cosas. El deber de todo hijo es obedecer a su padre. No obstante, el padre le dice también que si le obedece como es su obligación, obtendrá una recompensa. No es que el hijo merezca dicha recompensa, sino que el padre se la concede por gracia como una expresión de su amor. De la misma manera, nadie merece el cielo pero Dios recompensa a su pueblo.
Santiago escribe: Bienaventurado el hombre que persevera bajo la prueba; porque cuando haya sido probado, recibirá la corona de vida que Dios ha prometido a los que le aman (Stg 1:12). La corona de vida es la recompensa del cristiano. No se trata de una corona como, por ejemplo, la de la reina de Inglaterra, sino de algo muy diferente. Es una corona que nos permitirá ver a Dios tal como es, mediante ojos pertenecientes a cuerpos transformados y glorificados. Ojos sin lágrimas. Cuerpos incapaces de sufrir más dolor ni enfermedad. Organismos que no se cansarán ni envejecerán. ¿Cómo será la gran recompensa? Gloria infinita. Muerte abolida para siempre. Negación eterna para los conflictos, desavenencias, guerras, separaciones, despedidas, rupturas, divorcios, etc. No habrá más desdicha e infelicidad. No existirá ni un solo segundo de sufrimiento. Gozo más alabanza, más pureza, más santidad, más perfección. Esto y mucho más es lo que espera a los seguidores de Jesucristo. ¿Por qué no pensamos más a menudo en tales cosas?
Estamos tan influenciados por el mundo temporal que casi no nos atrevemos a imaginar cómo será el más allá que nos espera. Al hombre de hoy no le gusta reflexionar acerca de tales asuntos. Le molesta que se hable de la muerte y de lo que hay después porque no está preparado para enfrentarse al fin de su existencia. Sin embargo, el creyente nacido de nuevo debe regocijarse pensando con frecuencia en ese enorme don que le espera, en ese otro mundo maravilloso y eterno que Jesucristo tiene preparado para él. Este es el mandato del Señor: ¡gozaos y alegraos, porque vuestra recompensa es grande en los cielos!
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