La tentación a desquitarnos de los ataques injustos que sufrimos es una tendencia propia del ser humano natural, pero no debe ser practicada por el verdadero discípulo de Cristo.
El acoso contra los creyentes puede adoptar múltiples formas, desde simples bromas burlonas en el ambiente laboral a difamación, pérdida del trabajo o llegar en ocasiones a la violencia más extrema, como pueden ser los actos terroristas contra capillas cristianas, sufrir la cárcel por motivos religiosos o incluso, en ciertos lugares y momentos, hasta la pena de muerte.
No vamos a detenernos en los modos que adopta la persecución en nuestros días. Quien esté interesado en este asunto puede obtener mucha información a través de internet ya que existen páginas dedicadas a tales injusticias sociales. Lo que sí nos interesa es ver cómo puede el creyente enfrentarse personalmente a la persecución que padece o que puede llegar a padecer.
Jesucristo nos indica en su Palabra cómo podemos hacerlo. Debemos entender en primer lugar que no hay que responder al mal con el propio mal. La venganza nunca debería formar parte de nuestros pensamientos, ni mucho menos llegar a materializarse. La tentación a desquitarnos de los ataques injustos que sufrimos es una tendencia propia del ser humano natural que vive sin Dios, sin fe y sin esperanza, pero no debe ser practicada por el verdadero discípulo de Cristo.
Es verdad que tal comportamiento puede resultar muy difícil, sobre todo para ciertos temperamentos, pero es necesario que aprendamos a mantener la boca cerrada soportando el oprobio como hizo nuestro Señor Jesucristo cuando le maltrataban. Hay que controlar el sentimiento natural de ira y el instinto de venganza sin responder a las provocaciones.
Cuando se consigue este dominio propio viene una segunda fase que puede resultar un poco más difícil. Se trata de la superación del enfado. Si sabemos contener la lengua y no reaccionamos respondiendo de manera iracunda, ya tenemos parte de la batalla ganada. Pero si tal contención de nuestros instintos provoca en nosotros una situación de enojo permanente hacia los demás, que afecta nuestro estilo de vida y nos roba el gozo y la alegría propios del cristiano, no habremos logrado gran cosa.
De ahí la necesidad de dar un paso más hasta alcanzar ese estado de gracia en el que ya no nos molestan las palabras o acciones torpes e injustas de los demás. Se trata de una situación de superación y victoria sobre la persecución. Podemos airarnos como dice Pablo, pero sin llegar a pecar porque no permitimos que el enojo permanezca mucho tiempo en nuestro corazón.
Cuando uno se acostumbra a soportar la persecución, entiende que quienes pretenden ofendernos y hacernos daño son instrumentos inconscientes del Maligno. Esclavos infelices del poder del mal que están siendo utilizados para hacerle daño a Cristo y atacar su reino en la tierra, provocando y acosando a sus discípulos. Al llegar a semejante conclusión podemos alcanzar ese estado en el que ya no nos sentimos tan afectados por tales cosas, sino que incluso descubrimos su lado positivo.
Esto es precisamente lo que reconoce Pablo al decir: Quiero que sepáis, hermanos, que las cosas que me han sucedido han redundado más bien para el adelanto del evangelio (Fil 1:12). El apóstol entiende que el hecho de haber sido encarcelado por causa de Cristo, en lugar de suponer algo negativo para la predicación cristiana, fue como un revulsivo.
Una publicidad para los creyentes del mundo antiguo que impulsó todavía más el reino de Dios en aquel tiempo. Los cristianos, en vez de acobardarse por ver a Pablo en la cárcel, tomaron aún más ánimo y se atrevieron a predicar la Palabra sin temor a los enemigos. Con razón dice la Escritura que a los que a Dios aman, todo ayuda a bien.
El gran apóstol de los gentiles, que siempre había sido una persona sensible a la que le dolían las críticas de sus adversarios, poco a poco alcanzó esa madurez espiritual que le llevó a no sentirse afectado por tales cosas. Pablo llega a decir a los corintios: Para mí es poca cosa el ser juzgado por vosotros o por cualquier tribunal humano; pues ni siquiera yo me juzgo a mí mismo (1 Co 4:3).
Prefiere dejar el juicio a Dios. De la misma manera, nosotros no debemos ofendernos ni enojarnos por aquello que nos hacen los incrédulos. En este sentido, tampoco deberíamos permitir que la persecución deprimiera nuestro semblante y nuestra alma. Quizás para algunos cristianos este sentimiento de tristeza cueste más de erradicar que para otros.
También aquí, como digo, influye el temperamento natural de cada cual. No obstante, debemos hacer un esfuerzo por superar esas preguntas que nos conducen al pesimismo. ¿Por qué tiene que ser así? ¿Qué razón hay para que se nos trate tan mal? Cuando la depresión invade nuestro espíritu es muy fácil perder el rumbo de la vida cristiana.
Jesús nos recomienda todo lo contrario: gozaos y alegraos. Es decir, frente a la tendencia que sería lógica en el hombre natural de responder a la persecución injusta por medio de la venganza, el enojo y la depresión personal, el Señor afirma que el verdadero cristiano debe contestar por medio del gozo y la alegría. ¿Quién es capaz de reaccionar así cuando sufre el acoso del mundo? Pues, el mismo Jesucristo actuó de esta manera.
Tal como reconoce el autor de la carta a los Hebreos en sus palabras de estímulo para los creyentes: puestos los ojos en Jesús, el autor y consumador de la fe; quien por el gozo que tenía por delante sufrió la cruz, menospreciando el oprobio, y se ha sentado a la diestra del trono de Dios (He 12:2). Padeció el sufrimiento del Calvario pensando en el gozo que le esperaba después de ver cumplida su misión en la tierra: sentarse a la diestra del Altísimo. ¿Cómo puede el discípulo cristiano lograr esta alegría en medio de la adversidad? Lo veremos la próxima semana.
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