Las personas tenemos una tendencia a creer que lo bueno proviene de nosotros y lo malo de los demás.
Por definición, consideramos un reparto equitativo cuando a cada una de las partes le toca exactamente lo que le corresponde, ni más ni menos. Da igual si lo que se reparten son caramelos o méritos. Se espera de un reparto equitativo que sea, simplemente, justo.
Evidentemente hay “justicias” que son más obvias y fáciles de medir que otras. Por ejemplo, si volviendo al ejemplo comentado, lo que repartimos son caramelos, es difícil equivocarse. Se hace la división y punto. Pero cuando se trata de conceptos o ideas más abstractos, lógicamente, la cosa se complica y sobremanera.
Pensemos, si no, en lo que sucede cuando intentamos repartir responsabilidades, culpas o porciones de éxito y fracaso. Eso ya no es tan fácil de medir y, por ello, es más probable caer en repartos no equitativos, que tanto nos molestan y tanto nos ofenden.
En esto, sin embargo, merece la pena mencionar que, en general, todos decimos querer repartos equitativos. Solo estamos dispuestos a hacer la vista gorda en esa exigencia cuando la discriminación nos afecta positivamente a nosotros, claro, lo cual empieza y termina siendo absolutamente injusto y no equitativo para la otra parte. Con lo cual, concluimos que lo que nos interesa más no es tanto la equidad, como que el reparto nos convenga, evidentemente.
De ahí que seamos, tan a menudo, terriblemente injustos a la hora de adjudicar y repartir. Tan profunda es la injusticia en nosotros, que muy a menudo ni siquiera somos conscientes de ello. Pensemos, por ejemplo, en el análisis y valoración que hacemos en ocasiones (muchas, diría yo) acerca de nuestras propias bondades, nuestros méritos, aquello de lo que nos atribuimos la autoría, frente a lo que adjudicamos a los demás, o a Dios mismo.
Las personas tenemos una tendencia, por las razones que ya hemos mencionado líneas atrás, para creer que lo bueno proviene de nosotros y lo malo de los demás. Es esa ilusión que nos acompaña desde pequeños que pronto, desde nuestras primeras palabras, se concreta en un muy español e infantil “Yo no he sido”. Muchos, sin embargo, no abandonamos esto en la infancia, ni mucho menos lo dejamos atrás, sino que lo arrastramos a lo largo de los años para terminar viviendo afincados completamente en ello.
Somos víctimas, pero no responsables y señalamos hacia fuera con nuestro índice, mientras corazón, anular y meñique siguen apuntando hacia nosotros.
Por extensión, generalmente lo que hacemos bien es cosa nuestra, y lo que hacemos mal es cosa de la mala suerte, de la perniciosa influencia de los demás, de que somos víctimas, de nuevo… pero nos sigue costando mucho asumir nuestras propias responsabilidades. Claro que hay excepciones, personas que piensan al contrario, que son los responsables de todas las desgracias ajenas y propias, pero esta perspectiva catastrofista se aleja mucho también de la realidad y de la idea de justicia que comentamos aquí.
Y son los menos, en comparación con los muchos que piensan, incluso de forma inconsciente, en la dirección contraria. La línea general de nuestra inclinación nos lleva más en la dirección de creernos protagonistas (que no es lo mismo que responsables), si es posible, y víctimas, si no hay opción de lo primero. El objetivo es salir siempre ganando, caiga quien caiga, siendo en esos casos, la justicia, verdaderamente lo de menos. Lo relevante es salir bien parados según nuestra propia opinión y proyectar hacia fuera lo que verdaderamente queremos que los demás vean.
Ahora bien, si pretendemos ser justos, equitativos, no podemos saltarnos el “pequeño detalle” de girar la mirada a la referencia por excelencia de lo que significa la justicia. Dios es justo. Solo Él es verdaderamente justo. Y si queremos medir nuestras responsabilidades, habilidades, aptitudes, acciones o cualquier otra cosa, solo podremos ser honestos en sentido amplio considerando la referencia perfecta que Dios nos proporciona.
Pero claro, ese análisis no gusta, porque es uno en el que siempre saldremos perdiendo. En esa comparativa uno descubre con dolor que nada de lo bueno que aparentemente hay en nosotros lo producimos en primera persona, sino que nos ha sido dado. Ahí nos vemos incapaces, inútiles, sin nada que ofrecer, con todo por agradecer. Y ello anula, elimina esa ilusión de grandiosidad y omnipotencia que a veces nos creamos de nosotros mismos.
La gracia nos pone en nuestro verdadero lugar. Por eso para todos en general y para muchos de una manera particular resulta tan difícil aceptarla, porque incluye, compromete y obliga a una reconsideración de las propias fortalezas, para descubrir que no tenemos ninguna por nosotros mismos, sino que todo es un regalo. “¡Menudo reparto!”, dirán algunos.
Lo que de malo hay en nosotros es fruto de nuestro pecado y lo que hay de bueno es fruto de la acción de Dios sobre nosotros y a través de nosotros. “¿Y qué ganamos nosotros en todo esto?” He ahí la cuestión… que nosotros no ganamos nada porque lo teníamos todo perdido. Quien está sumido en la oscuridad, como lo estamos nosotros, no tiene posibilidad de negociación ni de exigencia. Lo que se le da, a pesar de la herida al orgullo que eso produce, es de gracia y así ha de entenderse.
El beneficio, sin embargo, está escondido en ese mismo gesto que va mucho más allá de la misericordia. Quien se acerca a la gracia desde la convicción de que no tiene nada que ofrecer, recibe el mayor regalo de todos: disponer, de forma inmerecida, pero ya justa a través de la justificación que Otro ha propiciado, de todas las maravillas, dones, regalos, posibilidades y perspectivas que Dios mismo, el justo, ofrece y que da generosamente, previa aceptación humilde de ese regalo inmenso. La explosión de generosidad a partir de la negación de uno mismo, en definitiva.
Difícil camino, sin duda, pero es que no hay reparto verdaderamente justo a la luz de la justicia de Dios, si no se atraviesa ese valle oscuro que implica asumir quiénes somos, puro polvo, y quién es Él, pura gloria.
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