Hemos de reconocer que cuando ya hemos hecho todo lo que podíamos, es donde Dios se extiende y empieza a mostrarnos lo que puede hacer Él.
“Ya lo he intentado todo” es una de esas frases que uno escucha muchísimo en consulta y con las que, francamente, a menudo es difícil pelear. Porque suena a frase verdadera contra la que no se puede hacer nada. ¿Qué le vas a pedir que haga a alguien que ya lo ha hecho todo?
Pero normalmente entre sus letras esconde alguna que otra trampa que, de no descubrirse, nos deja desarmados y con la sensación de impotencia de quien no puede verdaderamente hacer nada más por solucionar lo que tiene delante.
Las trampas escondidas son sutiles. Tras el “Ya lo he intentado todo” se encuentra desesperanza, cansancio, dolor… y a uno casi le da hasta miedo intentar comprobar si la persona que tiene delante verdaderamente lo ha intentado todo. Porque es casi como ofenderle. Porque por el tono y el cariz de la frase así lo parece, ciertamente y no tenemos por qué dudar... Pero no siempre es así, no por una cuestión de intenciones, sino por algo más.
A veces o muchas veces, diría yo, no se ha intentado todo, aunque nos lo parezca. No ha podido hacerse porque no se nos ha ocurrido qué más se podía hacer. No podríamos haber hecho más porque entre nuestros recursos no se encontraban las herramientas que necesitábamos. Y porque estamos cansados… muy cansados, con lo que cuando decimos “ya lo he hecho todo” queremos decir “no tengo fuerzas para hacer más”.
En otras ocasiones lo que sucede es que lo hemos PROBADO todo, pero sin demasiada constancia. Quizá con una gran determinación y motivación al principio, pero sin poner toda la carga de carne en el asador durante el tiempo suficiente, justo el que hace falta para que las cosas lleguen a pasar. Porque lo que tardó en llegar hasta el punto en el que está, no suele desaparecer tampoco con facilidad, sino que requiere sus tiempos. Es un proceso.
Y la paciencia, hemos de reconocer, no es precisamente una asignatura sencilla para los seres humanos. Nos cuesta mantenernos. Este tipo de situaciones se ven frecuentemente en la educación de los niños: probamos una estrategia una vez, a veces incluso dos veces, y cuando vemos que no nos funciona a la primera, la abandonamos y rápidamente probamos otra, por si resulta que descubrimos que esa segunda nos funciona rápido o ya. Pero no dejamos verdaderamente el tiempo y espacio necesarios para que lo haga. Con lo cual, lo contabilizamos como intento y, más aún, como estrategia de dudosa utilidad ya que no ha servido para nada.
Y así, desde este peregrinar por los diferentes intentos y aproximaciones para resolver un problema, es que vamos quemando todas las posibles opciones que teníamos a nuestro alcance para darle respuesta a la situación que nos acuciaba. Y llegamos a la pura desesperación cuando contemplamos cómo el problema sigue ahí y nosotros, casi, hemos desaparecido por agotamiento.
Pero es que hemos de reconocer que usamos nuestras estrategias de forma, valga la repetición, poco estratégica. Más nos valdría no agotar demasiado rápido nuestras opciones hasta no asegurarnos de que verdaderamente les hemos dejado que hagan su papel.
Sin embargo, en algunas ocasiones, aunque pocas, porque uno siempre puede seguir haciendo algo más, si no nuevo, al menos perseverando, sí es cierto que la persona ha hecho todo lo que podía. Puede seguir esperando, quizá, pero no aportando demasiado más a un nivel activo. Y en esos momentos, toca tomar decisiones.
Cuando no se tiene esperanza, lo natural, lo que parece que nos pide el cuerpo, es echarse a morir. Dejar que la avalancha llegue y nos aplaste. Pero en la vida de fe, que es hacia donde quiero dirigirme con esta mirada en el espejo, no existe lugar para esto. Porque hemos de reconocer que cuando ya hemos hecho todo lo que podíamos es donde Dios se extiende y empieza a mostrarnos lo que puede hacer Él.
Su poder se perfecciona en nuestra debilidad. No que no lo haga antes, porque lo hace. Pero también es cierto que a menudo nos deja que peleemos las cosas en nuestras fuerzas para así hacernos ver como realmente Él y solo Él gobierna sobre nuestras vidas y circunstancias. Cuando nosotros podemos aún hacer algo, solemos atribuirnos el mérito de lo que sale bien. Cuando ya lo hemos probado todo, y algo bueno sucede, solo nos queda reconocer que la gloria es Suya y que a Él se la debemos.
Y quizá, si nosotros como especie fuéramos de otra forma, si nos costara menos reconocer la gloria de nuestro Creador, si no nos resultara tan difícil abandonarnos a Su cuidado y a la protección de Sus alas, todo sería diferente. No diríamos “Ya lo he intentado todo”, sino que probablemente nuestra conclusión sería una de dos: “He hecho todo lo que me ha permitido en responsabilidad, pero la obra es Suya” o “No he tenido más que ponerme en Sus manos, porque Él ya lo ha hecho todo”.
Como cristianos, siempre tendremos algo más que hacer. Probablemente es lo primero que estamos llamados a hacer. Buscarle. Delegar algo que ni siquiera tenemos plenamente en nuestro poder, que es nuestra propia vida. Quizá no sea lo único porque puede que Dios nos atraiga hacia la acción responsable, hacia el “hacer”. Pero no existe ecuación de éxito sin Su presencia en los términos, tengámoslo por seguro.
“¿Manos a la obra, pues?”- me pregunto. “Quizá”- me respondo- “pero no solamente”. De lo que sí estoy segura es “Manos a SU obra, a que Él haga lo que quiera y cuando quiera, y a liberarme del desgaste de pelear sola lo que Él ya pelea por mí”.
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