Es posible deducir del sermón del monte que, en la vida del cristiano, es más importante el verbo ser que el hacer.
El seguidor de Cristo que desea practicar la misericordia no tiene más remedio que renunciar a su propia dignidad. No se trata solamente de reconocer nuestro estado de miseria y pecaminosidad sino que debemos preocuparnos también por la situación espiritual de los demás. La gracia de Dios es capaz de hacernos experimentar un amor por aquellos que aún no conocen al Señor, por los débiles, carnales, enfermos, oprimidos y miserables de este mundo. Por intenso que sea el problema ajeno, por muy oscuro que sea su error, la misericordia que recibimos del Maestro facilita el acercamiento a los necesitados. Dietrich Bonhoeffer escribió: El misericordioso regala su propia honra al que ha caído en la infamia, y toma sobre sí la vergüenza ajena. Se deja encontrar junto a los publicanos y pecadores y lleva gustoso la deshonra de tratar con ellos. Se despojan del bien supremo del hombre, la propia honra y dignidad, y son misericordiosos (D. Bonhoeffer, 2007, El precio de la gracia, Sígueme, Salamanca, p. 74).
Jesús fue el hombre misericordioso por excelencia que nunca se avergonzó de sus seguidores sino que se convirtió en hermano de los pecadores y llevó sus miserias hasta la cruz del Calvario. De ahí que también los discípulos del Maestro deseen vivir esta misma misericordia, olvidándose de todo orgullo y honra personal para buscar la compañía de quienes desconocen a Jesús. Son cristianos que se ponen en el lugar de los demás, entienden sus preocupaciones mediante una perfecta empatía, ven con los ojos del prójimo, comprenden con su mente y sienten con su corazón. Por eso Dios los mira con misericordia, se pone a su lado y al final eliminará de ellos toda afrenta que se les hubiera podido hacer y los colmará de gloria. Los misericordiosos ya son bienaventurados porque tienen a Jesucristo, la misericordia personificada, por Maestro y Señor.
Es posible deducir del sermón del monte que, en la vida del cristiano, es más importante el verbo ser que el hacer. Se da más importancia a la actitud de la persona que a los propios actos que ésta realiza. Se insiste más en aquello que somos en realidad, que en lo que hacemos o dejamos de hacer. Jesús parece darle más valor a la disposición interior del ser humano que a su comportamiento. No es que éste no sea importante. Sí lo es y así se manifiesta posteriormente, ya que el Maestro habla bastante acerca de la conducta humana. No obstante, antes de llegar a la práctica, Jesús prefiere centrarse en la interioridad del cristiano.
Para entender la esencia del Nuevo Testamento hay que comprender esta enseñanza. Antes de vivir como cristianos tenemos que llegar a ser cristianos. Es menester ser creyente antes de actuar como creyente. Desarrollar un carácter cristiano es fundamental y previo a esforzarse por adquirir una conducta cristiana. A veces este asunto se entiende al revés. Hay creyentes que consideran que la Palabra de Dios dice que para ser discípulos de Cristo debemos hacer las obras del Espíritu. Pero es más bien al contrario. Toda buena obra en la vida del discípulo es siempre consecuencia de su cristianismo anticipado. Se es cristiano primero desde el momento en que se recibe el Espíritu Santo, mientras que las acciones de piedad cristiana posteriores son el resultado de esa esencia espiritual previa de la persona. Nadie puede dirigir su cristianismo, sino todo lo contrario, es más bien nuestra profesión de fe cristiana la que debe dirigirnos. Es la verdad del evangelio la que nos tiene que dominar porque es ella, por medio de la acción del Espíritu de Dios, la que nos ha convertido en creyentes y discípulos de Cristo.
Esto es precisamente lo que quiere decir el apóstol Pablo cuando escribe: Ya no vivo yo, más vive Cristo en mí (Gá 2:20). Debe ser el Señor quien dirija nuestra vida, no nosotros. El hombre natural vive controlando él mismo su propia existencia. Tomando todas las decisiones unilateralmente sin contar para nada con Dios. Incluso también hay creyentes que tratan de vivir su fe llevando ellos mismos las riendas de su vida, sin confiar y descansar plenamente en Jesucristo, ni permitirle que sea él quien la dirija. Sin embargo, el cristiano que ha comprendido el evangelio de Cristo permite que sea él quien se siente en el trono personal y sea la fuente de toda actividad. La fe del cristiano no es algo externo a la persona sino que se sitúa en el núcleo mismo de la misma. No es como un maquillaje superficial que únicamente cambia la apariencia por fuera. Se trata más bien de un cambio interior que ocurre en el centro mismo de la persona y que, desde luego, modifica también el comportamiento exterior. De ahí que el Nuevo Testamento hable de la conversión como de un nuevo nacimiento, una nueva creación y hasta de recibir una nueva naturaleza. De manera que hacerse cristiano es algo que sucede en la interioridad del ser humano, gracias al misterioso poder divino, para dirigir en adelante todos sus pensamientos y acciones
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