Los misericordiosos son los que abren su corazón, o sus entrañas, ante el sufrimiento de sus semejantes y procuran ayudarles a disminuir sus males.
Bienaventurados los misericordiosos,
porque ellos recibirán misericordia.
(Mt 5:7)
En la lengua hebrea hay una misma palabra para referirse a la misericordia y a las entrañas de una persona. Ambos conceptos vienen de rehem, que significa el útero materno. Ser misericordioso, para la mentalidad judía, equivale a que a uno se le conmuevan las entrañas ante una necesidad o problema del prójimo. Sin embargo, en español, esta palabra deriva de dos términos latinos que son: corazón y miserias. Tener misericordia significa literalmente poseer un corazón atento a las miserias o preocupado por las desgracias de los demás. Se trata de una sensibilidad interior que se traduce en un actuar a favor de quienes lo necesitan. Por tanto, los misericordiosos son los que abren su corazón, o sus entrañas, ante el sufrimiento de sus semejantes y procuran ayudarles a disminuir sus males.
Existe un buen ejemplo de lo que es la misericordia en el capítulo 25 de Mateo. Cuando el Maestro explica a sus discípulos el juicio de las naciones y todo lo que ocurrirá al final de los tiempos con la llegada del Hijo del Hombre en su gloria, les dice: Porque tuve hambre, y me disteis de comer; tuve sed, y me disteis de beber; fui forastero, y me recogisteis; estuve desnudo, y me cubristeis; enfermo, y me visitasteis; en la cárcel, y vinisteis a mí (Mt 25:35-36). Todos estos comportamientos a que se refiere el Señor Jesús son obras de misericordia aunque dicha palabra no figure aquí, ya que se trata de las seis obras típicas de misericordia que procuraban cumplir los judíos piadosos. Es misericordioso quien da de comer al hambriento o de beber al sediento, quien acoge y hospeda al forastero, quien regala ropas al que no las posee, quien visita a los enfermos o a los encarcelados con el deseo de consolarles y animarles.
Además de éstos, el evangelio nos provee también de otro ejemplo notable de misericordia. Se trata del perdón. La capacidad para perdonar las deudas o las ofensas de nuestros semejantes es la obra de misericordia por excelencia. Jesús dedicó precisamente una parábola, la de los dos deudores, para tratar este asunto. Mateo cuenta cómo un buen día Pedro se acercó al Señor y le preguntó: Señor, ¿cuántas veces perdonaré a mi hermano que peque contra mí? ¿Hasta siete? (Mt 18:21). Es posible que aquel día el apóstol se sintiera generoso y pensara en el número de la perfección como en una buena cifra que pudiera llegar a ser incluso exagerada para el asunto del perdón. Sin embargo, lo cierto es que las matemáticas de Jesucristo nunca fueron igual que las nuestras. Sus operaciones no suelen dar los mismos resultados que las de los hombres. La solución que Jesús le da, setenta veces siete, no consiste en una cifra. No multiplican el producto de 490 sino que producen una sola palabra: "siempre". Es como si le hubiera dicho: "Tú perdona siempre y no te preocupes por llevar la contabilidad exacta de las veces que te han ofendido y de las ocasiones en que has tenido que perdonar. Perdona siempre a todo el que te injurie porque en el reino de Dios el perdón no tiene límites".
Se trata de la parábola que menciona la mayor cantidad de dinero de todas. Diez mil talentos, era una suma astronómicamente fabulosa. El valor del talento cambió con el tiempo pero si se toma como base el cálculo que hizo Josefo, resulta que un talento equivalía a diez mil denarios. Por lo tanto diez mil talentos serían cien millones de denarios, es decir suficiente como para comprar 200 toneladas de plata. Si se tiene en cuenta que el jornal habitual de un obrero era de un denario al día se puede tener una idea de la magnitud de tal cifra. ¿Qué hombre podía haber acumulado una deuda semejante? Se ha sugerido que podría tratarse de un sátrapa, el gobernador de alguna provincia que debía los impuestos de toda su jurisdicción.
En el Egipto de Ptolomeo, por ejemplo, los funcionarios de hacienda eran personalmente responsables de todos los ingresos de su territorio. Pero, de cualquier forma, esta cantidad sobrepasaba, con mucho, lo corriente incluso para los impuestos de toda una provincia. La asignación que recibía Herodes el Grande, en su calidad de rey, no llegaba a los mil talentos anuales mientras que el siervo de la parábola debía diez veces más. Lo que, probablemente, pretendía el Señor Jesús al inventarse estas extraordinarias cantidades era poner de manifiesto el tremendo contraste que había entre las deudas de los dos siervos. La idea era marcar con fuerza la diferencia entre diez mil talentos y sólo cien denarios; o lo que es lo mismo, entre doscientas toneladas de plata y, tan sólo, medio kilo. Se trata de la parábola más exagerada, más hiperbólica y contrastada de todos los evangelios.
Una narración con un argumento tan fuera de lo común debía referirse seguramente a un tema muy especial. ¿Cómo sería posible pagar una deuda semejante? ¿Cómo puede ser que el rey se creyera esta promesa? La parábola afirma que lo hizo, que fue movido a misericordia y le perdonó las consecuencias de la deuda y la misma deuda. Le indultó el castigo consistente en venderlo como esclavo a él y a toda su familia, condonándole a la vez los diez mil talentos. Fue, nunca mejor dicho, un auténtico regalo caído del cielo. Puede parecer exagerado pero así de grandiosa es también la misericordia de Dios, así es el increíble perdón que el Creador del universo otorga a los que recurren a él con sinceridad.
Sin embargo, pronto se cambia de escenario. Podríamos titular esta segunda parte como: "la ley del embudo" o "ancho para mí, estrecho para ti". Ahora el acreedor es el perdonado y el deudor un compañero suyo, un administrador, otro siervo del rey que le debe a él una pequeña cantidad de dinero. Lo que ocurre es exactamente lo que nadie se espera. Lo lógico sería que el que acaba de ser perdonado supiera también ser generoso y perdonar. Pero no, sino que lanzándose sobre el cuello de su colega, con gran violencia, lo ahogaba diciéndole: ¡Págame lo que me debes! ¡Devuélveme los cien denarios! No es capaz de dar al otro una milésima parte de lo que le han dado a él. No sólo no le perdona la pequeña deuda, sino que lo injuria mediante su reclusión en prisión y no lo vende como esclavo porque no puede, porque la deuda no sobrepasaba el precio de la venta.
La cuestión importante no es saber por qué hay que perdonar sino qué es el perdón. La actitud del primer deudor demuestra que no había entendido lo que era el perdón. Consigue la solución para su problema. Se salva él, se salva su familia, se le perdona la deuda y con eso ya tiene bastante. Ahora ya puede hacer lo que le dé la gana, incluso vengarse del susto con uno de sus colegas. Pero con esta actitud demuestra que no ha entrado en el ámbito de la misericordia y el perdón. No ha sabido aceptar el amor que el Señor le ha ofrecido. El perdón no ha calado en su alma. El don de Dios le ha resbalado por encima y ha pasado de largo. El Señor le había perdonado pero él no supo asumir realmente ese perdón, por eso, un poco después es incapaz de perdonar. Ha permanecido ciego y sordo al regalo que se le hacía, de ahí que se muestre también sordo y ciego a la súplica de su compañero. Esto nos enseña que todo aquello que recibimos de Dios pero que, en realidad, no acogemos y no nos compromete no puede llegar nunca a los demás. Si no somos conscientes de las bendiciones que Dios nos está concediendo, viviremos favoreciéndonos instintivamente de ellas, pero en nada beneficiarán a nuestros hermanos porque no sabremos derramarlas sobre ellos.
¿Por qué se da tanta importancia al perdón? Porque el perdón fraterno es el cimiento indispensable de la comunidad mesiánica, del reino de Dios, de la iglesia de Jesucristo. El perdón al hermano es fundamental, es necesario y es urgente dentro de la Iglesia. Negar ese perdón es algo muy grave desde la óptica de Jesucristo ya que pone en peligro la existencia de la esposa del Señor, la continuidad de la propia Iglesia. Los huecos de rencor en el seno de la comunidad cristiana son como la carcoma que debilita y empobrece toda la estructura del edificio eclesial. De ahí que el Señor Jesús diera tanta importancia al perdón, al amor y a la fraternidad.
La oración del Padrenuestro nos ayuda a completar esta parábola: Porque si perdonáis a los hombres sus ofensas, os perdonará también a vosotros vuestro Padre celestial; más si no perdonáis a los hombres sus ofensas, tampoco vuestro Padre os perdonará vuestras ofensas (Mt 6, 14-15). Si nosotros no somos capaces de perdonar, si rompemos unilateralmente la única cláusula, el único compromiso con el Señor, entonces el perdón que él nos podría conceder queda automáticamente roto. Somos nosotros los que limitamos de manera consciente el perdón de Dios, que es de por sí ilimitado, cuando le ponemos límite a nuestro perdón. No perdonar al hermano es apartarse de Dios, es autoexcluirse de su reino. El que se niega a perdonar a su hermano, ¿cómo puede pretender que Dios lo perdone a él?
El perdón no puede ser una especie de acto heroico, excepcional, aislado, que sucede pocas veces, sino una característica constante en la vida del creyente. Hay que pasarse la vida perdonando. Siempre y a todos. Sin embargo, hoy parece como si algunos cristianos hubieran logrado compaginar el rencor, la memoria prolongada de los daños sufridos, con su fe y con su práctica religiosa. En el fondo se trata de buenos cristianos pero capaces de odiar. Asisten a los cultos pero se niegan a perdonar. Educan cristianamente a sus hijos, se preocupan por que acudan a la escuela dominical, pero ellos hace años que no se hablan con su hermano. Van a la iglesia pero no se saludan. Participan de la misma reunión pero se ignoran. ¿Cómo puede Dios perdonarnos las ofensas, si nosotros no sabemos perdonar?
El que perdona no es un héroe, es simplemente un cristiano. El poner la otra mejilla no es el gesto de un loco, sino de un seguidor de Jesucristo. La Iglesia está llamada a ser testimonio vivo del perdón que Dios ofrece a toda la humanidad. Testimonio de la reconciliación en un mundo donde los conflictos han adquirido carta de normalidad y donde las divisiones y desavenencias son el pan de cada día. El perdón forma parte de la esencia del Evangelio porque es su elemento constitutivo, es la semilla del reino. La misericordia constituye para el evangelista Mateo el centro de la predicación de Jesús. Conviene tener en cuenta que la principal razón para el perdón no es humana sino divina: Dios quiere que cada uno perdone de todo corazón a su hermano. El perdón que concedemos a los demás se deriva del perdón que hemos recibido de Dios. No es verdad lo que se dice frecuentemente de que perdonar es humanamente imposible ya que supera las posibilidades del hombre. Quien ha experimentado verdaderamente la gracia y el perdón de Dios en su vida debe ser capaz también de perdonar a quienes le han injuriado o tratado mal. No cabe duda de que puede hacerlo, pues la misericordia humana fluye de la misericordia de Dios.
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