La pobreza sigue siendo un mal contra el que hay que enfrentarse y procurar erradicar.
Jesús reconoce la felicidad de los pobres en espíritu pero no propone la pobreza como si se tratase de un ideal cristiano. La pobreza sigue siendo un mal contra el que hay que enfrentarse y procurar erradicar. El evangelista Lucas explica en el libro de los Hechos la experiencia que llevó a cabo la iglesia primitiva con el fin de combatir la pobreza de algunos de sus miembros: Y la comunidad de los que habían creído era de un corazón y un alma; y ninguno decía ser suyo propio nada de lo que poseía, sino que tenían todas las cosas en común (Hch 4:32). El hecho de poner todos los bienes materiales en común para solucionar la situación precaria de quienes no tenían casi nada, respondía a la unidad y al amor que existía entre los primeros creyentes. Sin embargo, la intención no era dar a la comunidad aquello que se poseía con la idea de hacerse pobre, o por un amor especial a la pobreza como si ésta fuera un ideal cristiano recomendado por Cristo, sino al revés, lo que se deseaba mediante esta generosidad es que no hubiera pobres. El ideal que se persigue es el del amor a los pobres, no el del amor a la pobreza. Se trata de exaltar la solidaridad y la caridad fraternal, no el desprendimiento, ni mucho menos la escasez o carencia de lo necesario para vivir.
De manera que la pobreza a que se refieren las bienaventuranzas no debe ser entendida como un ideal propuesto por Jesús a los cristianos. La pobreza material del ser humano es una situación injusta que indigna y ofende a Dios. Cuando el Maestro recomienda al joven rico, por ejemplo, que venda todas sus posesiones y las reparta entre los pobres para tener tesoro en el cielo, el ideal que se persigue aquí es también el amor, no la pobreza. La finalidad de dicha acción al empobrecerse es repartir con aquellos que se encuentran más necesitados, para que dejen de ser pobres. El único ideal válido a los ojos de Dios, el único "voto" posible no es el de pobreza, sino el de amor. El problema principal de aquel joven rico es su amor al dinero, de ahí que Cristo le diga que lo reparta entre los pobres y aprenda así a amar más a sus semejantes que a su dinero.
¿Por qué declara Jesús bienaventurados a los pobres? ¿En qué consiste su felicidad? Los pobres son dichosos porque tiene un rey muy especial. Un rey que es Dios mismo, el Creador del universo. La auténtica razón del privilegio de los pobres no reside, como tantas veces se ha sugerido, en las virtudes de éstos, en su pobreza, paciencia, bondad, humildad, etc., sino en el concepto que los hebreos del primer siglo tenían acerca del reinado de Dios. El reino o reinado de Dios se entendía como aquello que pasaba cuando Dios se manifestaba plenamente como rey. Es decir, cuando intervenía en la historia y actuaba como un buen rey.
Israel entendía que la primera característica de un buen rey era garantizar la libertad de su pueblo frente a los enemigos. Hacia el final de los cánticos de Moisés y María, recogidos en el capítulo 15 del libro de Éxodo, se puede leer: El Señor reinará eternamente y para siempre (Ex 15:18), precisamente después de que el pueblo hebreo hubiera sido liberado por Dios del ejército egipcio. Es decir, Dios es un buen rey porque libera a su pueblo. Lo mismo ocurrió muchos años más tarde con la liberación de los judíos deportados de Babilonia, donde Dios volvió a actuar como rey.
La segunda característica de un rey bueno era garantizar la justicia en su pueblo. Es sabido que en todas las épocas la mayor parte de las injusticias sociales se han producido por un abuso de los débiles por parte de los poderosos. Los ricos, casi siempre que han podido, han explotado a los pobres. De manera que un buen rey, según los hebreos, sería aquél que supiera proteger a los pobres de las posibles extorsiones que les causaran los hombres acaudalados. Es lo mismo que pide a Dios el salmista:
Oh Dios, da tus juicios al rey,
Y tu justicia al hijo del rey.
El juzgará a tu pueblo con justicia,
Y a tus afligidos con juicio (…)
Juzgará a los afligidos del pueblo,
Salvará a los hijos del menesteroso,
Y aplastará al opresor (Sal 72:1-4).
La esperanza gloriosa de los pobres a quienes el Señor Jesús considera bienaventurados es la de tener a Dios como un rey bondadoso que será su defensor y les hará justicia. No porque ellos sean mejores que los demás, más bondadosos o se lo merezcan, sino porque Dios en cuanto rey, según la creencia judía, tiene la obligación moral de hacer justicia al menesteroso, al débil y al oprimido. Si no actuara así, no sería Dios. Por lo tanto, no es posible moralizar estas palabras de Jesús, o basarse en los posibles méritos morales de los pobres, para justificar la aprobación divina. Insistimos una vez más, no se trata de las buenas obras de los hombres, sino de la gracia de Dios. No se profundiza aquí en la manera de ser de los pobres, sino en la manera de ser del Altísimo.
La gracia de Dios precede siempre a la respuesta de los hombres. Precisamente este fue el conflicto principal entre Jesús y los religiosos de su tiempo. Ellos llevaban la contabilidad de sus buenas acciones creyendo que así se ganarían el cielo, pero no cayeron en la cuenta de que el Dios que les predica Jesucristo no es un simple contable de los méritos humanos. Se trata del mismo Dios que predicaban los profetas del Antiguo Testamento, del amigo de los pobres y los débiles.
Y siendo así que Dios tiene predilección por los pobres, ¿cuál debe ser también nuestra predilección cristiana? ¿De qué lado estamos? Ningún cristiano y ninguna congregación evangélica deberían jamás olvidar su responsabilidad social, así como las medidas que se adopta hacia los pobres que se tienen al lado.
Jesús no es ningún fanático que pretenda ensalzar la pobreza, el hambre o el sufrimiento, lo que rechaza es la confianza del ser humano en la riqueza, así como la arrogancia espiritual de los fariseos y de los sacerdotes judíos que consideran su éxito en la vida como una prueba de que Dios está satisfecho de ellos. Lo que el Señor promete es la salvación divina inmerecida y absolutamente gratuita, capaz de liberar a la desgracia humana de su dimensión trágica y proporcionarle al hombre felicidad definitiva. La persona que lee esta bienaventuranza y es capaz de escuchar con sinceridad la promesa de Jesús, abandona toda confianza en su propio poder y todo tipo de mentalidad de éxito "cristiana", para ponerse a los pies del Señor y empezar a depender en todo de él. Buscar de manera febril el éxito en la vida puede ser hoy una de las más sutiles tentaciones diabólicas. Desgraciadamente, las palabras del tentador dirigidas a Jesús: Todo esto te daré, si postrado me adorares (Mt 4:9) siguen estando detrás de muchos deseos equivocados de prosperidad.
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