El latín nos debe interesar no solo como lengua clásica y católica, sino también porque como ninguna otra tiene los méritos para ser considerada la lengua del protestantismo.
“¡Cómo he envidiado a los teólogos católicos su habilidad para llevar a cabo sus clases y discusiones en latín!” Así escribía Karl Barth sobre su visita al Vaticano tras el concilio, en un libro que además tituló con palabras latinas, Ad limina apostolorum. Una década antes, C. S. Lewis era tal vez de esos últimos protestantes que no tenían razón para tal envidia: mantuvo por años correspondencia con un sacerdote católico de Italia, con quien la única lengua en común era el latín. La correspondencia se encuentra publicada como Las cartas latinas de C. S. Lewis. Pero estas anécdotas de Lewis y Barth podrían dar la impresión de que el latín solo le podría interesar a los protestantes para interactuar con sus pares católicos (o con su pasado católico). Si hoy tampoco entre los católicos el cultivo del latín pasa por sus mejores momentos, mal podría este ser un argumento que nos entusiasme.
Pero el latín nos debe interesar no solo como lengua clásica y católica, sino también porque como ninguna otra tiene los méritos para ser considerada la lengua del protestantismo. Quien se aproxima a la Reforma desde lejos, bien puede haber estado esperando que el alemán, el francés o el inglés sean lo que más necesita para su estudio. El hecho de que un aspecto central de la Reforma fuese la traducción de la Biblia a las lenguas vernáculas y el desarrollo del culto a Dios en las mismas, nos hace perder de vista el hecho de que el latín siguió siendo la lengua común del saber, también del saber teológico protestante. Claro, la Reforma está llena de llamados al cultivo del griego y el hebreo, no del latín; pero eso es así precisamente porque el latín es lo que podían asumir como dado.
La verdad es que el mismo Lutero que tradujo la Biblia al alemán es quien escribió todas sus obras teológicas principales en latín. Cuando se publicó una primera edición de sus obras, fue un tomo de sus obras latinas el que dio inicio a la serie. En la Reforma no solo se hace traducciones vernáculas de la Biblia, sino que Teodoro Beza produce una nueva traducción latina del Nuevo Testamento. La mayoría de los grandes autores del periodo tenían por supuesto también preocupaciones pastorales locales que se hacían evidentes en la lengua de sus publicaciones. Si Calvino había traducido él mismo cada versión de su Institución del latín al francés, Olevianus compuso primero catecismos en alemán y luego con Ursinus en latín el Catecismo de Heidelberg, que sigue hoy siendo el más usado catecismo de la tradición reformada.
Por las traducciones a nuestra lengua hay sin duda que estar agradecidos, también por las de obras de los reformadores. Pero quien adquiere un volumen de obras de Lutero en español con toda probabilidad se encontrará en el índice con textos como “la controversia de Leipzig” o la de Heidelberg. Si en lugar de “controversia” leyésemos el término disputatio en el título original, saltaría a la vista el hecho de que estamos ante el tradicional tipo de ejercicio al que se sometía todo maestro medieval: aunque haya contenidos nuevos, con la disputación estamos ante una práctica intelectual disciplinada, no ante una simple disposición a la controversia. La continuidad con la lengua nos abriría aquí la mirada a la continuidad de la práctica en que se ven implicados los reformadores.
Y así como una mirada al latín nos muestra, ya con los solos índices, algunas continuidades con el pasado que de lo contrario se vuelven invisibles, el latín nos abre la mirada a la continuidad de la teología protestante durante el siglo y medio que siguió a la Reforma. En efecto, quien mira desde la Reforma hacia el futuro tiene por delante al menos 150 años en que el latín sigue siendo la lengua en común de la república del saber. Nuestra mirada tiende en dicho periodo a recaer con facilidad sobre aquellos autores que en lugar de ello privilegiaron el inglés (el perdurable aprecio que ha habido por John Owen puede ser un buen ejemplo). Pero ni siquiera a éstos los comprenderemos si no podemos familiarizarnos con las redes de las que ellos formaban parte; y éstas eran no las redes locales de un puritano, sino las redes internacionales de un escolástico reformado. La creciente digitalización de obras del periodo nos las torna accesibles en una medida hace una década inconcebible. Basta entrar a la biblioteca digital de la post-Reforma (PRDL) para acceder a unas 100.000 obras de los siglos XVI y XVII –unas 60.000 en latín. Si queremos contar de modo serio nuestra historia, sin un salto inexplicable de la Reforma al siglo XVIII o XIX, no hay cómo hacer el quite a la lengua del periodo clásico de la teología protestante.
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