El compromiso de Dios hacia nosotros es un pacto de amor incondicional, pero Dios no deja de ser justo por ello.
Para poder entender, no sólo bien la gracia, sino la reflexión que tendremos a lo largo de las siguientes líneas, se hace necesario comprender que, por definición, ninguno somos merecedores de nada desde la perspectiva de Dios.
El acto de misericordia generosa que implica la gracia bíblica no es una que se produce entre iguales, ni tampoco en igualdad de condiciones. Esa misericordia se da de alguien por encima del beneficiario, Dios en este caso, y con la particularidad de que tales beneficiarios, los hombres y mujeres de todos los tiempos, en ningún caso son merecedores de ese gesto.
Cualquiera de nosotros que recuerde, aunque sea de la escuela dominical, la más sencilla definición de lo que “gracia” significa, tendrá en mente el elemento del regalo no merecido. Sin embargo, con todo y lo claro que parece que tenemos la idea teórica sobre este asunto, sigue resultándonos harto complicado asumir que, efectivamente, nosotros no tenemos méritos que justifiquen ese regalo, ni mucho menos Dios está en deuda con nosotros como para tener que sentirse comprometido a dárnoslo.
El compromiso de Dios hacia nosotros es un pacto de amor incondicional, pero Dios no deja de ser justo por ello. Dios no es ese gigante bonachón que algunos pueden tener en mente. Es tardo para la ira, y grande en misericordia, pero eso en ningún momento nos coloca a nosotros en una posición más digna frente a Él que nos haga merecedores de los derechos a recibir una gracia que solamente nos es dada porque Él quiere hacerlo. Dios no está en deuda con nadie.
Su compromiso de amor es generoso y no por nada que nosotros hayamos hecho, sino todo en base a lo que Él ha hecho. Sin embargo, nuestras actitudes de soberbia y orgullo, de desagradecimiento y falta de reconocimiento ante lo que recibimos cada día ponen de manifiesto el alto concepto (y distorsionado) que tenemos de nosotros mismos.
Así las cosas, ¿cómo es posible que tengamos la desfachatez de dar por hecho que Dios tiene que agradarnos, darnos lo que pedimos –aunque pidamos en tantas ocasiones para nuestros propios intereses nada más-, ceder a nuestros chantajes emocionales o procurar nuestra felicidad a toda costa? ¡Nosotros no merecemos nada!
Pensemos en todo aquello que poseemos, aquello que tenemos al alcance y que consideramos bueno en nuestra vida. Pensemos qué hemos hecho para merecerlo, y rápidamente nos daremos cuenta de que la respuesta es “Absolutamente nada”. Por esa razón ante lo que recibimos del Señor, cuando somos verdaderamente creyentes, piadosos y vivimos en el temor de Dios, solo podemos recibir esa gracia con asombro. Cuando ese asombro falta es porque, en el fondo, no esperábamos menos de Dios, es decir, damos por sentadas Sus bendiciones, o tal vez porque esperamos demasiado de nosotros, dando por hecho que Dios tiene que darnos tal o cual cosa.
Dicen que la repetición es el principio de la pedagogía. Lo repetiré una vez más. Me lo repito: Dios no me debe nada. Nuestro caso no es un caso “obvio” por el cual Dios no deba por menos que darnos lo que nos da. No nos debe nada. La paga de nuestro pecado es la muerte, y todo lo que se salga de ahí, todo lo que se parezca a vida, disfrute, beneficios, bienes, afectos o cualquier cosa buena, proviene de Dios y de Su gracia. ¡Asombrémonos al recibirla!
El hombre y la mujer tienen la tendencia a ir hoy de sobrados por la vida. El exceso de empuje y de autoestima es actualmente considerado una virtud, y como tal se promueve, se acentúa y se predica desde un concepto mal entendido del YO: “Tú lo vales todo”, “Tú eres suficiente”, “El mundo te debe cosas …y Dios también cuando decides creer en Él en tiempos modernos como los que corren”.
Mal andamos cuando creemos que las cosas en este Universo creado funcionan así como nos las imaginamos. Porque, precisamente debido a que es creado, funciona según las normas y convenciones de un Creador que ha establecido que de nosotros no sale ni llega nada bueno si no es porque Él lo proporciona. No tratemos con Dios como si fuéramos iguales.
Ese es el principal punto de partida para creer que Dios nos debe algo: pensar que somos iguales, que esto es un tú a tú. Sin embargo, nos toca recordar en el día de hoy que somos polvo, que Él ha tenido a bien mirarnos y que Su gracia con nosotros, entre otras cosas, tiene forma de cruz.
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