Durante demasiado tiempo, el hombre de neandertal ha sido víctima de un torpe racismo paleontológico en nombre de la ciencia.
Sobre la mesa de mi biblioteca tengo una réplica de un antiguo cráneo de neandertal hecha en Alemania a partir de resinas sintéticas. Corresponde a un famoso fósil que se descubrió en el centro de Francia hace más de cien años. Concretamente, junto a un pequeño pueblo de poco más de doscientas almas llamado La Chapelle aux-Saints. Como a todas las calaveras humanas, la envuelve el misterio y, desde luego, inspira profundo respeto. Sus grandes cuencas oculares vacías me miran como si estuvieran cuestionándome. Creo detectar reproches de ultratumba que se refieren a lo mal que se le ha tratado. No porque carezca de piezas dentales, o no se haya hecho todo lo posible por conservarlo en las mejores condiciones, sino por las barbaridades que se han llegado a escribir y los muchos dibujos distorsionadores acerca de él y sus congéneres. Imagino quejas prehistóricas contra los estudiosos de los fósiles humanos que concibieron su raza como eslabón perdido entre simios y hombres. Algo que necesitaba desesperadamente la teoría darwinista de la evolución de las especies biológicas. Las prominentes arcadas supraorbitales que muestra confundieron a los artistas científicos, quienes le dibujaron con más rasgos simiescos que humanos. Se le concibió cubierto de pelo oscuro como los gorilas, con mentón prominente y nariz achatada. Y, al diseñarle el cuerpo encorvado, los andares torpes y un enorme garrote en la mano, le colocaron el sambenito de hombre-mono con el que aparecía en los libros de texto de la época y en las reconstrucciones de los museos.
La leyenda de que los neandertales eran salvajes cavernícolas que cazaban mamuts, a pesar de tener un coeficiente intelectual inferior al nuestro, y que se extinguieron por culpa de los humanos modernos, mucho más listos, ha sido explotada hasta la saciedad durante más de un siglo. Incluso en el National Geographic aparecían ilustraciones de estos cazadores de elefantes lanudos cubiertos de pieles que perseguían furiosos a sus presas durante la edad de hielo. Sin embargo, hoy no nos queda más remedio que reconocerlo. Tenemos la necesidad moral de confesarlo. Durante demasiado tiempo, el hombre de neandertal ha sido víctima de un torpe racismo paleontológico en nombre de la ciencia.
Al otro lado del escritorio tengo un libro que un empleado de SEUR me entregó ayer mismo. Lleva por título: El sueño del neandertal y fue escrito por el paleontólogo evolucionista afincado en Gibraltar, Clive Finlayson.1 Lo primero que llama la atención de este volumen es la imagen que aparece en su portada. El rostro sonrosado de un hombre de neandertal rubio y con los ojos azules. Lo más opuesto a lo que cabría esperar según la concepción tradicional. Supongo que el artista ha querido reflejar en él la rudeza de una vida difícil de cazador en un clima frío y, desde luego, lo ha conseguido. Sin embargo, lo sorprendente es que el alma que transmite ese rostro prehistórico es profundamente humana. Su expresión coincide con la que le supongo al cráneo de La Chapelle aux-Saints. Unos ojos que miran con resentimiento como si no se fiaran de quienes nos hacemos llamar sapiens dos veces. ¿A qué se debe tal mirada? ¿Por qué se le ha representado así, distante y receloso? Yo creo que el hombre de la alemana Neander tenía sobrados motivos para desconfiar.
A pesar de que Finlayson es evolucionista convencido y concibe la increíble diversidad del mundo apelando exclusivamente a la casualidad de las mutaciones y al dios azar, no tiene más remedio que reconocer lo siguiente: “Los neandertales se convirtieron en gentes fuertes, bien construidas. Su cerebro era grande, incluso mayor que el nuestro, y vivían en toda Europa y el norte de Asia, hasta Siberia oriental, y quizá incluso en Mongolia y China. Probablemente podían hablar y eran muy adaptables; en algunos lugares cazaban al acecho ciervos y animales aún mayores, mientras que en otros recogían lo que encontraban en la playa o recolectaban piñas. Raramente se habrían enfrentado a animales mayores: es probable que la imagen de neandertales atacando a un mamut lanudo sea falsa”.2 Y tres páginas después admite: “Si estos resultados, que afirman que un porcentaje de genes de neandertales persisten en nosotros, son reales debemos aceptar que los neandertales eran una subespecie de Homo sapiens y no una especie distinta, puesto que el concepto de especie biológica dicta que poblaciones que intercambian genes con éxito son la misma especie”.3 O sea, que los neandertales constituían una raza de personas como nosotros y no eran, ni mucho menos, los hombres-mono que durante más de un siglo se nos ha intentado hacer creer. Estamos ante otro icono de la evolución, inculcado hasta la saciedad en las clases de ciencias naturales, que se nos desmorona como un castillo de naipes.
Alguien dirá que así es como avanza la ciencia. Es posible, pero eso no elimina la sensación de tantos profesores de haber estado engañando durante décadas a sus alumnos. En realidad, cuando empecé a dar clases de ciencias naturales a mediados de los ochenta, la ciencia carecía de respuestas definitivas para las eternas preguntas acerca del ser humano. ¿Qué es el hombre? ¿En qué consiste ser persona humana? ¿De dónde venimos, de una creación directa o de un proceso evolutivo a partir de alguna especie extinta? Y si éste hubiera sido el caso, ¿a qué género y especie pertenecía nuestro supuesto antecesor prehumano? ¿Cómo evolucionó dicho género hasta llegar a nosotros? ¿De qué modo surgió nuestra especie? ¿Dónde apareció y a partir de quién lo hizo? ¿Cuál es el origen de la conciencia? ¿Surgió con nuestra actual anatomía moderna o antes? ¿Somos algo más que un mono con suerte? ¿Estamos hechos sólo de materia o hay algo en nosotros que nos identifica como hijos de Dios? ¿Poseemos un alma racional y espiritual? ¿Será cierto que la muerte nos aniquila por completo o poseemos trascendencia? ¿Tiene sentido la vida humana? ¿Cuál es el propósito de nuestra existencia?
A finales de los 70 y principios de los 80 del pasado siglo, se les decía a los estudiantes que el árbol de la evolución era muy simple. Descendíamos de una tal Lucy (Australopithecus afarensis para los expertos) que habría vivido hace 3,2 millones de años en lo que hoy es el país de los Afar (Etiopía). Esta especie simiesca habría dado lugar por un lado al resto de los australopitecos (incluidos los denominados Paranthropus), que acabarían extinguiéndose, y por otro al género Homo. El primero de los cuales, Homo habilis, se convertiría paulatinamente en Homo erectus, mientras que éste habría originado de una parte al hombre de neandertal (Homo neanderthalensis) y de la otra a nosotros mismos, los Homo sapiens modernos. De manera que los orígenes humanos resultaban fáciles de memorizar y esto permitía a los muchachos obtener buena nota en los exámenes finales.
Hoy las cosas han cambiado mucho. Aquel sencillo árbol de la evolución humana que poseía unas pocas ramas, se ha convertido en una especie de trenza compleja repleta de dudosas interconexiones que lo enmarañan todo. Al aumentar los descubrimientos de nuevos fósiles, han surgido también numerosas incógnitas que se ciernen sobre las supuestas relaciones filogenéticas entre las especies. Primero, hubo que abandonar la perspectiva lineal de la evolución humana y sustituirla por la del árbol ramificado. Ahora, habrá que cambiar esta otra por un entramado de linajes genéticos que se ramifican y vuelven a fundirse con el paso del tiempo.4 Esto significa que tendremos que dejar atrás la equivocada creencia en nuestra superioridad sobre los demás humanos arcaicos. Si llevamos parte de sus genomas en el nuestro, como parecen sugerir los últimos análisis, ¿qué sentido puede tener cualquier tipo de discriminación paleontológica?
Ciertos descubrimientos realizados en el 2013 permiten interpretar los hechos de otra manera bien distinta. Se ha señalado que posiblemente se produjeron cruces biológicos entre la mayoría de las “especies” pertenecientes al género Homo.5 Pero si esto fue así, lo que se estaría diciendo en realidad es que Homo erectus, Homo habilis, Homo rudolfensis, el hombre de neandertal, los denisovanos y quizás incluso hasta el pequeño Homo floresiensis, pertenecían a la misma especie humana puesto que podían cruzarse y tener descendencia fértil. Se trataba de razas, no de especies distintas. Ahora bien, si todos estos grupos formaron parte de una sola especie morfológicamente tan diversa y con una amplia dispersión geográfica, ¿por qué no ha podido ocurrir lo mismo entre las especies de los demás géneros, encontradas en períodos anteriores, como los australopitecos? ¿Quién puede garantizar que no pasara de igual manera con Orrorin tugenensis, Ardipithecus ramidus, Ardipithecus kadabba o Sahelanthropus tchadensis, géneros fósiles discutibles claramente equiparables a los simios inferiores? ¿No se habrá estado durante años construyendo una imagen de la evolución del hombre equivocada, precisamente por estar basada sólo en el aspecto de cráneos y huesos fósiles? Hoy se sabe que el cráneo humano es muy plástico y puede cambiar fácilmente su morfología debido a diversos factores ambientales. ¿Qué otras cosas descubrirá la genética cuando se secuencien los diversos genomas de tantos esqueletos petrificados?
La llamada ciencia de la evolución humana tiene aproximadamente un siglo y medio de antigüedad. Su nacimiento coincide con el descubrimiento de los primeros fósiles del hombre de neandertal en la cueva Feldhofer, próxima a Dusseldorf (Alemania). A pesar de todos los hallazgos realizados desde aquella fecha, lo cierto es que los grandes interrogantes que nos planteábamos al principio siguen todavía sin respuesta. Continuamos sin saber cuál fue el primer homínido del supuesto linaje que conduciría hasta nosotros. La ciencia desconoce todavía hoy cómo se originó el ser humano. No se sabe cuándo, dónde o a partir de qué especie surgió el género Homo. Por increíble que pueda parecer, después de ciento cincuenta años de investigación paleontológica, desconocemos aún quiénes fueron los primeros seres humanos. Los diferentes especialistas siguen discutiendo acaloradamente sobre tal asunto. Tampoco sabemos en qué lugar, cuándo y a partir de quién apareció el Homo sapiens sobre la Tierra. Y, por supuesto, hasta hoy, ningún estudio científico serio ha sido capaz de decirnos si solamente somos seres materiales destinados a la nada o contamos también con dimensiones espirituales que perduran después de la muerte. Todas estas preguntas continúan esperando una respuesta definitiva por parte de la razón humana. No digamos ya el asunto del destino de la humanidad en general. Después de todo este tiempo desenterrando fósiles seguimos sin respuestas científicas convincentes.
Tal situación de ignorancia, nos lleva a concluir que posiblemente algunas de tales cuestiones serán resueltas en el futuro. Otras, incluso teniendo naturaleza científica, quizás no lleguemos a conocerlas jamás. Y, por último, las preguntas trascendentes tan fundamentales para nuestra existencia, no pueden ser resueltas por la ciencia debido a su propia naturaleza. De ahí la pertinencia y necesidad que seguimos teniendo de la metafísica y la teología para que den razón de las inquietudes principales de la conciencia humana.
Los creyentes que aceptan la evolución darwinista, creerán que los diferentes restos fosilizados de simios y hombres corroboran el transformismo entre ambos y que el Creador empleó dicho método para formar al ser humano. Por otra parte, quienes creemos en la creación sobrenatural del hombre por parte del Dios que se revela en la Biblia, diremos que tales hallazgos confirman la existencia de diferentes especies antiguas de simios y de diversas razas humanas prehistóricas, pero sin ninguna filiación evolutiva entre ellas. El hombre siempre habría sido hombre desde que Dios lo creó y no evolucionó de ningún primate inferior. Esto significa que los mismos hallazgos fósiles podrán ser interpretados según el prisma ideológico de cada cual. En definitiva, parece tratarse más de un asunto de convicción íntima y fe personal que de la obtención de cráneos o ADN fosilizados. Es como si en paleoantropología todo resultara interpretable según el color del cristal con que se mira.
Sin embargo, una cosa debe quedarnos clara sobre todo a los cristianos. A pesar de su notable importancia, el tema de la creación no es decisivo para la salvación personal. Nadie que haya sido redimido por la sangre de Cristo será excluido del reino de Dios por ser evolucionista teísta, partidario del Diseño inteligente o creacionista de cualquier modalidad. Aquello que nos une a todos es la fe común en la obra redentora de Jesucristo que nos granjeó vida eterna. Somos hermanos, a pesar de nuestra particular concepción de los orígenes. Como señalara en su día el gran filósofo y ensayista español, José Ortega y Gasset, cada cuál es él y sus propias circunstancias. Generalmente suelen ser éstas quienes determinan nuestra forma de ser y de pensar. Por tanto, debemos respetarnos aunque no pensemos de igual manera porque, además de esa fe que nos une, se da también la circunstancia de que todos llevamos en el núcleo de nuestras células parte de los genes del neandertal.
1 Finlayson, C., 2010, El sueño del neandertal, Crítica, Barcelona.
2 Ibid., p. 8.
3 Ibid., p. 11.
4 http://www.bbc.com/news/science-environment-25559172
5 http://www.sciencemag.org/content/342/6156/326.abstract; http://www.bbc.com/news/science-environment-24564375
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