Thaxton empleó por primera vez, en 1988, la expresión “diseño inteligente” para referirse a la idea de que el origen de la vida sólo podía entenderse adecuadamente apelando a una inteligencia previa.
En 1984, dos químicos y un ingeniero norteamericanos, Charles Thaxton, Roger Olsen y Walter Bradley respectivamente, publicaron un libro de poco más de doscientas páginas titulado El misterio del origen de la vida.1 Se trataba, en realidad, de un desafío bioquímico al darwinismo realizado desde la teoría de la información. Esta obra desencadenó toda una serie de debates y conferencias sobre el tema y, en tal ambiente de confrontación, Thaxton empleó por primera vez, en 1988, la expresión “diseño inteligente” para referirse a la idea de que el origen de la vida sólo podía entenderse adecuadamente apelando a una inteligencia previa.
La teoría de Darwin consideraba, sin embargo, que la inteligencia era un producto posterior de la selección natural. Se pensaba que ésta se había desarrollado, sobre todo en el cerebro humano, a partir de la evolución desde una ancestral célula aparecida por azar en los primitivos océanos. No obstante, lo que se desprendía de este breve texto era más bien todo lo contrario. Es decir, que la inteligencia estuvo presente ya al principio antes del origen de la vida. Defender semejante postulado en un ambiente académico darwinista, como el que predominaba en Estados Unidos a finales de los ochenta, fue casi como criticar el islam en la Meca. Se destapó la caja de los truenos y sus autores fueron ridiculizados por parte de numerosos evolucionistas ofendidos.
A finales de esta misma década, el profesor de derecho, Phillip Johnson, empezó también a manifestar públicamente sus ideas. Había sido agnóstico casi toda su existencia pero en 1980, después de una crisis matrimonial, se replanteó su vida y aceptó a Cristo como salvador personal. Durante un año sabático que pasó en Inglaterra, leyó, entre otras, dos obras que le hicieron reflexionar de manera especial en torno al tema de los orígenes. Una del biólogo ateo, Richard Dawkins, El relojero ciego (The Blind Watchmaker), publicada en 1986, y otra del médico australiano y biólogo molecular, Michael Denton, que apareció el mismo año, titulada, Evolution: A Theory in Crisis (Evolución: una teoría en crisis), que contradecía los argumentos de la anterior. A Johnson le impactaron sobre todo los razonamientos empleados por Denton, en el sentido de que el darwinismo no podía responder a las preguntas científicas formuladas por los últimos descubrimientos biológicos.
Por ejemplo, en el capítulo séptimo de este libro, titulado El fracaso de la homología,2 se analiza una de las pruebas clásicas del darwinismo, que todavía hoy sigue figurando en los libros de texto escolares. Se trata de las extremidades anteriores de todos los vertebrados, consideradas como órganos homólogos ya que poseen la misma estructura interna, a pesar de que la forma externa y la función que realizan puedan ser diferentes. Esta semejanza interna en el número y la disposición de los huesos se interpreta afirmando que todos estos organismos estarían emparentados con un antepasado común. El brazo de una persona, la pata del caballo, el ala de murciélago, la aleta de un pingüino o de una tortuga marina, así como las patas de anfibios como las ranas, tienen húmero, cúbito, radio y falanges porque todas estas especies habrían evolucionado de un primitivo animal que poseía dicha estructura pentadáctila, que después se habría ido modificado y adaptado a los diferentes ambientes o necesidades. A primera vista, tal ejemplo parece un buen argumento en favor de la evolución.
No obstante, a la hora de analizar el origen embriológico de cada uno de tales miembros es cuando aparecen los problemas. Resulta que las manos y patas delanteras de los distintos vertebrados se desarrollan a partir de diferentes segmentos de sus respectivos embriones. Denton escribe en su obra que las extremidades anteriores se desarrollan partiendo: “de los segmentos 2, 3, 4 y 5 del tronco del tritón, en los segmentos 6, 7, 8 y 9 de la lagartija y en los segmentos 13, 14, 15, 16, 17 y 18 del hombre. ¡Se podría argumentar que no son homólogos en absoluto! Del mismo modo, la posición del arco occipital relativa a la segmentación corporal varía ampliamente en las diferentes especies de vertebrados.”3 Desde luego, este resultado encaja mejor con la teoría del diseño que con el darwinismo ya que, en base a unos mismos materiales fundamentales e independientemente de su origen metamérico, cada grupo animal presenta la disposición más conveniente a sus particulares necesidades fisiológicas y ecológicas. En el libro de Denton se habla también de otros asuntos problemáticos para el evolucionismo, como la pretendida evolución de las plumas en las aves a partir de las escamas de reptiles, la revolución que supone el descubrimiento del ADN para la biología molecular, el enigma del origen de la vida, el diseño tipológico que implica la particular anatomía de los seres vivos o las famosas lagunas del registro fósil.
Entre todos estos argumentos de Denton, uno de los que llamó poderosamente la atención de Johnson fue el de la ausencia de fósiles intermedios entre los principales grupos zoológicos, que había sido reconocida incluso por prestigiosos paleontólogos evolucionistas, como Colin Patterson del Museo Británico de Historia Natural o Stephen Jay Gould del Museo Americano de Historia Natural de Nueva York. Estas lagunas del registro fósil, precisamente allí donde las evidencias serían más necesarias para confirmar la hipótesis darwinista, influyeron de tal manera en Johnson que le llevaron a escribir su conocido libro, Proceso a Darwin4, cuya primera versión original en inglés apareció en 1991. En el capítulo cuarto de esta obra puede leerse: “si la evolución significa el cambio gradual de un tipo de organismo a otro, la característica sobresaliente del registro fósil es la ausencia de evidencia de evolución.”5
Poco después manifiesta también: “Gould describe ‘la extrema rareza de las formas de transición en el registro fósil’ como ‘el secreto del gremio de los paleontólogos’. (…) Niles Eldredge ha sido aún más revelador: ‘Los paleontólogos han dicho que la historia de la vida sustenta (a la historia del cambio adaptativo gradual), sabiendo todo el tiempo que no es así’. Pero, ¿cómo pudo ser perpetrado un engaño de esta magnitud por todo el cuerpo de una ciencia respetada, dedicada casi por definición a la búsqueda de la verdad?”6 No es que Johnson no aceptara el mecanismo básico de la selección natural, lo reconocía y consideraba que su función era evitar el deterioro genético de las poblaciones, pero no creía que este mecanismo hubiera podido transformar gradualmente, después de miles de millones de años, una bacteria en un árbol, una flor, una hormiga, un pájaro o un ser humano.
Afirmar categóricamente que, según la evidencia, el darwinismo había fracasado, fue como encender la mecha de la cólera transformista. Inmediatamente se tachó a Johnson de creacionista, no porque realmente lo fuera sino por el hecho de que no se concebía ninguna otra posible alternativa a la posición darwinista. Se le replicó incluso desde prestigiosas publicaciones científicas como Scientific American.7 Stephen Gould vino a decir que Proceso a Darwin era un libro muy malo, escrito de manera vil y rastrera. Por supuesto, esta revista dirigida por darwinistas no le concedió a Johnson el derecho a réplica, aunque él no se amedrentó por eso sino que respondió detalladamente en otros medios.8 En su defensa se refleja por primera vez el importante papel que juega la ideología del naturalismo en la ciencia contemporánea. En este sentido, Phillip Johnson fue el primer proponente del diseño inteligente en señalar la enorme influencia de semejante filosofía materialista. Según su opinión, si la tesis del relojero ciego, defendida por Richard Dawkins, fuera cierta, a Dios se le podría expulsar de la creación porque, de hecho, el proceso evolutivo no necesita ninguna fuerza vital que lo dirija.
Johnson manifestó que, al decir que ciencia y religión no tienen por qué entrar en conflicto ya que una estudia la realidad mientras que la otra se centra en la moral humana, -como afirmaban ciertos darwinistas, tanto ateos como creyentes- se estaría incurriendo en un error porque, de hecho, la distinción entre realidad y moralidad no existe en la práctica. Por ejemplo, ¿acaso la moralidad de cualquier discriminación racial no tiene nada que ver con la realidad científica de la igualdad humana? Se trata de aspectos íntimamente conectados. De la misma manera, ¿por qué la ciencia no puede evidenciar signos de inteligencia en el mundo que permitan pensar en el Dios trascendente de la religión? O, al revés, si Dios existe, ¿por qué la religión debe ser incapaz de interpretar las huellas de su actividad en el cosmos? Cuando una élite científica se erige en autoridad suprema para decidir lo que es real y lo que no, se convierte en una dictadura que controla no solamente la ciencia sino también la religión, la filosofía y todas las demás áreas del pensamiento humano. La próxima semana continuaremos analizando la historia del movimiento del diseño inteligente.
1 Ch. B. Thaxton, W. L. Bradley y R. L. Olsen, The Mystery of Life’s Origin, Lewis and Stanley, Dallas, 1984.
2 M. Denton, Evolution: A Theory in Crisis, Adler&Adler, Chevy Chase, MD, USA, p. 142-156.
3 Ibid., p. 146.
4 Ph. E. Johnson, Proceso a Darwin, Portavoz, Grand Rapids, MI, USA, 1995.
5 Ibid., p. 59.
6 Ibid., p. 68.
7 S. J. Gould, "Impeaching a Self-Appointed Judge." Scientific American 267 (July 1992): 118-21.
8 http://www.arn.org/docs/orpages/or151/151johngould.htm
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